La hora trans en el cine chileno
Pienso en películas que aborden la identidad de género trans. Viene inmediatamente a mi mente Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, 2017), que al ganar el famoso Óscar visibilizó o hizo ya innegable para las estrechas mentes de paquidermo de un no despreciable número de chilenes, lo que ya veníamos viendo desde hacía un rato en el nuevo Chile del S XXI. Hay un país distinto al de 10 y al de 20 años atrás.
Puedo citar al menos dos cintas chilenas previas. Naomi Campbel del 2013, de Camila José Donoso y Nicolás Videla; y el cortometraje documental Niñas azules, niños rosados, de José Retamal, del 2016, (que se puede ver aquí). Sobre este último filme, que sensibiliza profundamente a quien lo ve, me quedo con la claridad, la franqueza simple y transparente con que hablan esas niñas, esos niños. Cómo han ido educando no sólo a sus padres y madres, sino además a sus profesoras y a los papás y mamás de sus compañeros, a tías, primos y abuelos. Cómo elles mismes se convertirán en nuevos padres y madres, como la Daphne y Omar
Me tienta la idea de hacer un rápido repaso de apariciones de personas o personajes transgénero en el cine y la pantalla chilena. Pero me falta cultura para abordar seriamente algo así. Se me presentan imágenes de algunos payasos travestis en circos tan pobres como olvidados junto a la mujer barbuda. O de alguna diva trans en las revistas de burlesque del bajo fondo, en la glamorosa y decadente bohemia del vodevil de los puertos. Siempre el trans asociado al grotesco o al comercio sexual, a lo proscrito.
Luego pienso más atrás aún, más lejos, en la brasileña Madame Satá del 2002, que está inspirada o basada en la vida real de João Francisco dos Santos, un artista de la capoeira. Y aún más lejos, en la recordada The cryng game de 1992, donde la chica se torna un amor imposible al revelarse su secreto trans.
Lo cierto es que los avances legales, los cambios jurídicos que se han conseguido en países cercanos y aún aquí mismo, no son películas ni documentales, son cambios concretos, pequeños, pero reales. Hay gente que aún se siente incómoda de puro sentarse al lado en el metro de una persona trans. El cine, como el arte en general, nos habla de los cambios que vivimos, hemos vivido y de los que viviremos.
Disculpe usted si no me detengo a explicar algunas referencias, para eso tiene a google. Además, lo importante es otro asunto. Negar la realidad, como el pastor Soto o como los terraplanistas, tiene una definición en el diccionario. Necedad se llama. Pretender tapar el sol con un dedo. Avanzar en las condenas a las agresiones y todo tipo de conductas discriminatorias, es imperativo y afortunadamente parece ser cada vez más de sentido común, aún para amplios sectores de la derecha ideológica más recalcitrante. Que la Iglesia católica se esté desfondando como una caja de cartón superada por el peso de sus delitos y vicios, es parte del mismo cambio.
“Una enfermedad”, dice Claudia tocada por la luna en un momento. Pero el subtítulo en inglés dice “una condición”. Ni lo uno ni lo otro. Estamos aprendiendo a ser seres humanos, personas antes que moros o cristianos, que blancos o negros. No puedo evitar acordarme de un episodio de ese bodrio de serie que vimos en la mazmorra de la televisión ochentera, La Familia Ingalls, La pequeña casa en la pradera. En un capítulo recuerdo que llegaba el teléfono al villorrio de Walnut Grove, y el pueblo se asustaba, condenaba, se negaban todos al teléfono, no querían que se instalasen esos postes y cables que como por obra del diablo permitían oír la voz de otras personas a distancia. En todo tiempo hubo una Rosa Parks.
La hora trans. Ojalá fuera la hora trans. Transpiraríamos. Acaso bajaríamos de peso. Seríamos más livianos para poder volar. La hora trans. Ojalá fuera la hora trans, y no la de la transición a la demosgracias, ni la del transantiasco. La hora trans. Una hora 25 más allá de la noche y antes del alba, incomodando y recordenando la circular armonía del reloj y su mandala. La hora trans del cine chileno. Gracias a Daniela Vega y a Sebastián Lelio. Y a tantas otras que quedan afuera de los créditos.
Pienso en la historiadora Niki Raveau, en la poeta Claudia Rodríguez, en el concejal Felipe González. Pienso en el Wally, la Hija de Perra. Pienso en cómo ha cambiado el mundo, este país, cada provincia. Tan para mal en muchos aspectos, con masacres a mansalva, mientras arde el Amazonas como Arauco arde, impunemente, y los niños nos miran como inminentes púberes suicidas. Pero acá hay un ejemplo de que no todo se ha ido definitivamente a la mierda. Ser trans, hace 30 años, no era lo mismo. El mundo LGBTI puede sentir en las futuras generaciones la calma de su triunfo reivindicatorio. Les niñes ya lo saben. La especie evoluciona positivamente al menos en algún sentido. Y ahí, sí, una vez más, estamos de acuerdo: el amor es más fuerte.
Pienso porque decir mucho más es difícil. Dije que es la hora trans en el cine chileno y espero que no se acabe pronto. Pero por mientras, hay un documental urgente y hermoso, Claudia tocada por la luna, por muy pocos días más en la Cineteca Nacional, debajo de La Moneda. Lo que se ve no se pregunta.