El calentamiento global es un problema económico
El año pasado el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC) anunció que en 2030 el planeta alcanzará 1,5 grados centígrados por sobre los niveles preindustriales. Esto implica un nivel irreversible de calentamiento que llevará la sequía, los incendios forestales, las inundaciones y la escasez de alimentos a niveles hoy inimaginables. Lo graves es que la innumerable cantidad de estudios científicos que se difunden a través de los medios de comunicación sobre este problema, no han sido suficientes para generar el compromiso social necesario para frenarlo. Para los expertos hay dos razones principales para esta respuesta: primero, el negacionismo de quienes descartan el cambio climático como irreal o menos grave de lo que parece porque no han experimentado directamente sus efectos, y segundo, la desesperanza e inmovilización que crea en quienes toman conciencia de la magnitud del desastre . La reacción de este segundo grupo está ligada además a la falta de fe en los líderes políticos y económicos en los que recae últimamente la responsabilidad por un cambio radical y masivo en nuestro estilo de vida. Porque por más que nos quieran hacer creer que basta con volvernos veganos, reciclar, o bajar nuestro nivel de consumo, ningún cambio de hábito individual y sin compromiso político, será capaz de frenar la senda autodestructiva en la que como especie nos hemos sumido.
El economista japonés Yoichi Kaya es crítico del modo en que el cambio climático ha sido abordado como un asunto meramente científico, tanto a nivel de sus causas como de sus soluciones. Para Kaya es evidente que se trata de un problema creado por el comportamiento colectivo de los seres humanos, especialmente aquellos que concentran la riqueza del mundo. En definitiva, las emisiones de gases de efecto invernadero no son solo producto del uso de los distintos tipos de energía y tecnología, sino también del tamaño excesivo de la población humana y sus actividades económicas. En ello coincide el filósofo, sociólogo y antropólogo francés, Bruno Latour[1], para quien existe una conexión entre la desregulación del mercado, la desigualdad socioeconómica, y la negación sistemática del cambio climático por parte de algunos grupos. De acuerdo a Latour, fue en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2015 cuando las potencias mundiales se dieron cuenta que de continuar con sus planes de modernización necesitarían no uno, sino muchos planetas Tierra. Desde entonces las elites han reducido considerablemente sus gestos de “solidaridad” hacia otras clases y naciones – el Brexit y las políticas anti-migratorias de Donald Trump serían parte de esta tendencia, según Latour-. Convencidos de que será imposible garantizar la vida de la mayor parte de la población en el futuro, los sectores más poderosos han optado por apartarse del caos mundial que ellos mismos han creado y por ocultar su egoísmo negando el hecho de que el cambio climático es una amenaza real para la existencia humana (13). En definitiva, dice este autor, han dejado de pretender que quieren compartir el planeta con el resto del mundo.
Si bien el de Latour es un ejercicio de reflexión teórica, los datos duros no hacen mucho por desmentir su lectura. Para el Consejo de Derechos humanos de la ONU avanzamos apresuradamente hacia un “apartheid climático”, ya que 3,5 billones de personas que representan el sector más pobre del mundo son responsables por el 10 por ciento de los gases invernaderos emitidos, mientras el 10 por ciento más rico es responsable por la mitad de ellos. El organismo afirma además que ese mismo sector es el que tiene mayor capacidad de adaptación frente a la devastación del planeta, ya que tiene los recursos para mudarse a áreas más caras y habitables e incluso para construirse bunkers. En este sentido, el acceso de las elites a este tipo de salvavidas ha provocado que la humanidad se adapte al cambio climático de una mala manera, ya que en vez de prevenir o intentar revertir el daño, los sectores más ricos se han contentado con pagar para evitar que el problema los alcance. De esta forma, las predicciones del informe publicado en 2018 indican que en 2030 el cambio climático arrojará a 120 millones de personas a la pobreza. El relator especial de Naciones Unidas, Philip Alston advierte que en este contexto será muy difícil asegurar derechos políticos y civiles, ya que el descontento generalizado, la explosión de la desigualdad y la escasez de recursos que afectarán a la mayor parte de la población, estimularán las respuestas nacionalistas, xenofóbicas o racistas. Un panorama que, para quienes vienen luchando desde siempre por mantener una relación de armonía con el planeta, suena bastante actual.
La organización Global Witness que desde 2012 documenta los asesinatos de activistas medioambientales a través del mundo, denunció que, de los 164 crímenes cometidos en 2018, 83 fueron contra activistas latinoamericanos, la mayor parte de ellos campesinos y miembros de pueblos nativos que luchaban contra la industria minera, la agroindustria y diversos proyectos hidroeléctricos. En Chile contamos también con una triste lista de activistas medioambientales que han sido encontrados muertos en medio de escenas de suicidio montadas, justo cuando lideraban movilizaciones contra transnacionales. Los asesinatos de Macarena Valdés, Alejandro Castro y Marcelo Vega siguen impunes hasta el día de hoy.
Desde la teoría económica del decrecimiento, es un hecho que el capitalismo ha profundizado la desigualdad social y ha acelerado el cambio climático, perfilándose como un sistema incompatible con la vida humana, animal y vegetal, a largo plazo. En este contexto, los economistas que defienden el decrecimiento postulan que el progreso no solo es posible sin crecimiento económico, sino que urgente. A pesar de ello, persiste la creencia generalizada de que el progreso humano solo puede ser alcanzado por medio del extractivismo y la expansión económica constante. Cualquier cuestionamiento a este sistema de producción es interpretado inmediatamente por sus impulsores como un discurso irracional, un retroceso sin retorno o, en el mejor de los casos, una idealización infantil. Los ciudadanos comunes y corrientes, sin acceso real al poder, solemos hacer eco de esta conclusión. La pregunta, afirma Latour, es cómo podemos considerar más realista un paradigma económico incapaz de anticipar las reacciones del planeta a las acciones humanas; cómo podemos calificar de “objetivas” las teorías económicas que lo sustentan y que han sido incapaces de calcular el agotamiento de los recursos que tenía como misión predecir; pero sobre todo, cómo podemos considerar “racional” un ideal de civilización responsable de un error de pronóstico tan masivo que nos impide dejar un mundo habitable a las futuras generaciones?
No es exagerado decir que nos encontramos en un momento único en la historia de la humanidad en el que no existe mapa al cual aferrarse para fijar una nueva dirección. Todo lo que habíamos hecho hasta ahora se ha mostrado insuficiente. El comportamiento ético y las restricciones a las que se someten ciertos individuos no alcanzan a compensar el hecho de que el sector más rico de la población vive como si dispusiera para sí de recursos infinitos. Posicionarse a la derecha o a la izquierda del espectro político pierde relevancia, frente a la división entre quienes niegan el calentamiento global y quienes creen que es urgente detenerlo. Cualquier iniciativa dirigida a este último punto implicará un compromiso social sin precedentes, y un cambio rotundo en el sistema socioeconómico y, por tanto, en nuestra vida cotidiana. De tomar ese nuevo camino, algo debemos tener claro: este planeta no existe solo para que los seres humanos podamos vivir; no es un ente pasivo del que podamos disponer libremente. La Tierra reacciona, y en el complejo funcionamiento de sus ecosistemas nos indica cuándo y dónde, nuestra vida es permitida.
[1] Latour, Bruno. (2017) Down to Earth: Politics in the New Climatic Regime.