La peligrosa política de alcaldía de Lavín
Las encuestas lo posicionan como una carta importante si es que la derecha quiere continuar en el gobierno. Esto sucede gracias a que sus iniciativas rápidas y “eficaces” de alcaldía, dejan contentos a todos, sin importar el signo político, porque él es todo y nada, está de acuerdo en lo que hay que estar de acuerdo y no da una opinión que sea disonante. Su labor de alcalde a tiempo completo le impide referirse específicamente a algo, cuestión bastante conveniente para sus aspiraciones presidenciales.
Así es, nuevamente Joaquín Lavín es una alternativa para el sector que hoy ocupa La Moneda. Luego de sus fracasos como edil de Santiago y ministro de Educación del primer gobierno de Sebastián Piñera, Lavín volvió al lugar que lo hizo surgir como figura presidencial a fines de los noventa; a esa comuna de barrio alto, Las Condes para ser preciso, que tiene el presupuesto necesario para que pueda lucirse con medidas vistosas y poco profundas, y que disfruta de la atención mediática suficiente como para parecer un rostro inofensivo y casi transversal.
Él, para cierta parte de la ciudadanía, no tiene ideas. Su rol es el de estar atento a lo que “la gente necesita”. Por eso sus declaraciones, cada vez que aparece en los matinales, son poco complejas, pues no pretende dar un discurso, sino que ser el vocero de quienes tienen necesidades que, por su cargo, debe atender. Y eso, por lo que vemos, le está dando frutos.
Es que pareciera que la despolitización, luego de un paréntesis importante en el 2011, una vez más ganó la batalla. (o, para ser más realistas, nunca la perdió). Esa curiosa clase media que vive gracias a créditos, y que no sabe cómo sobrevivir de otra forma, no tiene tiempo para pensar más allá, ni quiere que le quiten esa idea de que puede “elegir”, por lo que necesita a alguien que le solucione los problemas inmediatos sin que le haga pensar sobre el futuro. Porque hacerlo haría a sus integrantes conscientes de lo que presienten, pero no quieren ver: no hay tal elección.
Para esto, la aparente liquidez de Lavín es perfecta. Si bien José Antonio Kast ha capitalizado no solo el fracaso de ciertos consensos liberales, sino también los vicios ideológicos de la transición chilena, lo cierto es que aún resulta violento para algunos. El suegro de Cathy Barriga, en cambio, se refugia de manera más amable en un sentido común discutible que nadie discute, razón por la que todo le resulta más fácil.
Aprovechando esta situación, el rey de la solución corta ha hecho plebiscitos que parecen democráticos a los ojos del ciudadano medio. Sin opinar mucho al respecto, defiende lo que los vecinos, o un grupo pequeño de estos, deciden en cuestiones como, por ejemplo, la restricción horaria para menores. Lo hace de manera inteligente, sin decir si está o no de acuerdo con lo resuelto en los márgenes de la legalidad. Él solo es un portavoz, alguien que hace el trabajo de cumplir el curioso dictamen de padres que, debido a miedos personales, pretenden limitar la circulación de personas.
Por lo expuesto, vale la pena poner ojo en este personaje y su comprometido no compromiso. Si bien no es explícito en materia religiosa, ni tiene un discurso lo suficientemente moralista para alertar a las comunidades LGTBI, lo cierto es que su ambigüedad es tan peligrosa como la “consecuencia” a la que algunos dicen apelar para decirnos que están en lo correcto.
Lavín se aprovecha de la transitoriedad de un sujeto que no quiere nada permanente, el que funciona de acuerdo a alguna pulsión o miedo del momento. Y no hay nada más dañino para la idea de democracia y la convivencia entre ciudadanos regidos por leyes, que hacer funcionar instituciones, o pasar sobre estas, para tratar de complacer a ese sujeto. No hay nada más peligroso que la política que ve al país como una gran comuna.