Penar el negacionismo: El enfrentamiento entre los derechos humanos y la libertad de expresión

Penar el negacionismo: El enfrentamiento entre los derechos humanos y la libertad de expresión

Por: Pablo Seguel y Susana González | 06.01.2019
La derecha chilena tiene serios problemas con decir la verdad, en asumir que se constituyeron en cómplices y participes civiles de la dictadura pinochetista, muchos de ellos tienen estrechos vínculos familiares con los condenados por violación a los derechos humanos, es decir, delitos de lesa humanidad. A la vez de una estrecha red de favores y lealtades políticas que los vinculan con los hechos más sórdidos de la dictadura cívico-militar, los orígenes de sus fortunas en muchos casos se basan en la venta de las empresas públicas y la entrega de una serie de beneficios tributarios y comerciales; por lo que el negacionismo impulsado por ellos, se transforma en una moneda de cambio entre ésta elite.

La última semana se ha generado un debate en la opinión pública en torno a la indicación aprobada por la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados al “Proyecto de Ley que tipifica el delito de incitación a la violencia”, que busca penar con cárcel el negacionismo en relación a los crímenes de lesa humanidad cometidos por agentes de Estado y/o civiles amparados por el mismo en la reciente dictadura cívico-militar (1973-1990) y reconocidos por el Estado a través de sentencias judiciales y las comisiones de verdad y reconciliación (Informe Rettig e Informe Valech). Si bien este debate se ha instalado en la agenda pública respecto al enfrentamiento de derechos y la eventual limitación de los derechos de la libertad de expresión y opinión, ésta no se ha articulado desde una óptica histórico-política que nos permita situar la importancia de la tipificación de este delito como parte de las políticas de verdad, justicia y reparación que le corresponde a Estados que violaron sistemáticamente derechos humanos.

El espíritu del proyecto presentado por la Presidenta Michelle Bachelet en 2017 buscó evitar la proliferación de discursos que contribuyesen a la generación de estereotipos basados en creencias religiosas, origen nacional, orientación sexual o condición étnica. En ese sentido en su génesis buscó resguardar la no discriminación arbitraria y la igualdad entre las personas, entendido así, como un marco para la realización plena de los derechos humanos y el desarrollo de la democracia (mensaje presidencial 115-365).

Es así como debemos enfrentarnos a la discusión de fondo que se ha presentado en torno a la relación entre la punibilidad de los discursos negacionistas y la restricción legítima del derecho de expresión. En ese sentido, la pregunta a la que nos enfrentamos es: ¿negar los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura cívico-militar se constituye como un discurso que hace apología del odio y la violencia? La respuesta es categóricamente afirmativa, tanto en el marco del derecho internacional en derechos humanos y también como en el ámbito ético-político.

Al respecto, cabe destacar que los principales instrumentos internacionales de derechos humanos ratificados por el Estado chileno contemplan este tipo de restricción. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), señala en su artículo N° 20 la restricción del derecho a la libertad de expresión en la medida que esta promueve o realiza una apología al odio racial, nacional o religioso. Por su parte, el artículo N° 5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969), señala como criterio de restricción del derecho de expresión “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley”.

En otros términos, la restricción del derecho a la libertad de expresión a través de la proscripción de los discursos que inciten al odio y la violencia se constituye en una limitación legítima, necesaria y proporcional para el desarrollo de una sociedad democrática y de derechos.  En consecuencia, el debate que se ha generado en torno al negacionismo de los crímenes realizados en la dictadura cívico-militar chilena, ya ha sido zanjado y discutido previamente por diferentes convenciones en defensa de los Derechos Humanos; la sola discusión que ha intentado plantear la derecha chilena, nos demuestra el desconocimiento y desprecio que tiene por los instrumentos que se han elaborado con el fin de restituir justicia a quienes han sido vulnerados en lo más íntimo por parte de diferentes aparatos estatales.

En este sentido y desde el marco del derecho internacional de derechos humanos, la penalización del negacionismo ha sido adoptada por diferentes Estados que han realizado graves y sistemáticas violaciones a éstos. Lo que ha formado parte de las garantías efectivas de no reiteración que implementan diferentes países una vez que han establecidos procesos de esclarecimiento de verdad, penalizando a los responsables de dichos crímenes a través de los tribunales y finalmente reparando a las víctimas. Penar el negacionismo es una forma de evitar que los discursos de apología a la violencia y el odio en contra de las víctimas, tanto desde el punto de vista de su justificación como de su desconocimiento, horade las bases institucionales y los marcos ético-políticos de los Estados en situaciones de posconflicto.

La implementación de los procesos de verdad, justicia y reparación a nivel internacional se encuadran en las denominadas justicias transicionales. La constatación en el caso Chileno de una “justicia” en la medida de lo posible, característica de la transición política post dictatorial, ha repercutido en la existencia de procesos de verdad oficial, que no han sido acompañados de justicia efectiva y que en el plano de la reparación ha puesto el foco en el pago de indemnizaciones en desmedro de generar mecanismos que no permitan la repetición de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante 17 años.

Los informes de las comisiones de verdad y reconciliación reconocieron la existencia de 3.165 víctimas ejecutadas y/o detenidas desaparecidas y cerca de 38.000 torturados por motivos políticos. No obstante a 2017, se han instruido 2.452 causas judiciales por estos crímenes, hechos por los cuales sólo se han condenado a 432 personas. Para el poder judicial sólo 432 agentes de Estado y civiles violaron los derechos humanos de cerca de 40.000 personas.   Por otra parte, el poder judicial  desde comienzos de la década del 2000 ha venido aplicando el criterio de prescripción (y media prescripción) de condenas que en la práctica han repercutido en que la mayoría de los condenados -salvo un número cercano a 150 presos del Penal Punta Peuco- acceden a penas remitidas y una serie de beneficios carcelarios. En los hechos esta situación es tan aberrante, que hace unos días la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado chileno indicando que los delitos de lesa humanidad no admiten criterios de prescripción penal[3].

Si la sociedad chilena a la fecha no ha decidido impulsar a través de sus instituciones una condena más enfática de los crímenes de lesa humanidad es porque diversos actores y sectores del Estado se erigen como cómplices de los crímenes de lesa humanidad cometidos por los agentes de Estado y civiles amparados por la dictadura militar, construyendo  una cultura de la impunidad como política de Estado. La prevalencia de esta cultura de la impunidad ha sido perpetuada desde el poder judicial y el campo político-cultural, lo que constituye un desafío y un imperativo ético-político de las fuerzas de izquierdas  el retomar las banderas históricas de las luchas por verdad, justicia y reparación, que diversas organizaciones de defensa y promoción de los derechos humanos han desarrollado por décadas.

La derecha chilena tiene serios problemas con decir la verdad, en asumir que se constituyeron en cómplices y participes civiles de la dictadura pinochetista, muchos de ellos tienen estrechos vínculos familiares con los condenados por violación a los derechos humanos, es decir, delitos de lesa humanidad. A la vez de una estrecha red de favores y lealtades políticas que los vinculan con los hechos más sórdidos de la dictadura cívico-militar, los orígenes de sus fortunas en muchos casos se basan en la venta de las empresas públicas y la entrega de una serie de beneficios tributarios y comerciales; por lo que el negacionismo impulsado por ellos, se transforma en una moneda de cambio entre ésta elite.

De acuerdo con lo anterior, es lógico considerar que la prevalencia en el espacio público de una cultura de la impunidad ha sido instalada por la derecha a través de un discurso de protección de las libertades de expresión que no admite ninguna justificación jurídica desde el marco del derecho internacional de los derechos humanos, como se ha demostrado anteriormente. La única justificación para este accionar es política, en la medida que dicho sector desde el retorno de la democracia se ha constituido en el principal obstáculo para el esclarecimiento de la verdad.

En conclusión, penar legalmente el negacionismo es una política necesaria que limita legítima, y proporcionalmente el derecho a la libertad de expresión. Es una manera acotada y necesaria, que materializa la obligación del Estado en generar las condiciones necesarias para la no reiteración de los hechos, como parte de las políticas de verdad, justicia y memoria.  Finalmente, es un campo ético-político donde se debe confrontar a todos aquellos que a la fecha tienen compromisos de sangre y políticos con la impunidad.