Los riesgos del feminismo misógino

Los riesgos del feminismo misógino

Por: Manuela Agüero | 21.01.2018
No es casualidad que los países con mejores índices en términos de equidad de género y bienestar sean aquellos en los que no es sólo la mujer la que se ha ido incorporando a escenarios históricamente tomados por hombres, sino que han sido los hombres quienes también han reclamado participar de territorios antes pensados exclusivamente como pertenecientes a las mujeres.

Hace algunos días vi un capítulo del reestrenado programa El Interruptor, cuyo tema del día era: mujeres jefas. La invitada habló de cómo es que las mujeres llegan a los altos mandos del negocio, y de las dificultades que enfrentan en ese recorrido. Señaló que, a pesar de los innegables avances en materia de género en el ámbito laboral, a las mujeres se las sigue percibiendo como el sexo débil. Según ella, esto "tiene que ver con que las niñitas desde chicas juegan con cosas que no desarrollan sus posibilidades profesionales: “la escobita, la cocinita, la muñequita". Ante esto, un risueño y casi sonrojado Villouta confesó que esos "eran todos los juguetes con que yo quería jugar de niño". La entrevistada respondió: "qué bueno que no los jugaste porque los juguetes que te entregaron probablemente aportaron otra cosa a tu desarrollo".

Todas sabemos cuánto le ha costado a las mujeres salir de lo doméstico. Sabemos también que las mujeres y sus capacidades desbordan con creces los límites del ámbito privado, lo que las vuelve agentes relevantes e imprescindibles en la vida pública. También sabemos que del aislamiento y empobrecimiento que genera la dedicación exclusiva a lo doméstico a la violencia y opresión de género hay pocos pasos. Sin embargo, ¿por qué devaluar tan irreflexivamente todo lo que las mujeres hemos aprendido en esos juegos de infancia? ¿Acaso no hay nada de eso que sea rescatable? ¿Es que no hay nada de esa ética que ha sostenido las labores a las que las mujeres se han dedicado tradicionalmente que pueda reconocerse? De acabarse los juegos con "la escobita, la cocinita, la muñequita", ¿de qué nos perdemos?. Quizás la pregunta fundamental sea ¿quién se hace cargo?. Dado el modo en que se organiza la vida cotidiana por estos días, es probable que esa niñita que dejó de jugar con cosas "demasiado femeninas" para “pensar en grande” sea, tarde o temprano, relevada en la casa por otra mujer, posiblemente pobre y cuyo trabajo será, siguiendo esta lógica, cada vez más devaluado (y por consiguiente mal remunerado), puesto que sólo limpiará, cocinará y cuidará  niño/as.

No nos pisemos la cola amigas feministas. No pienso que se trate de devaluar las funciones y habilidades que se desarrollan con lo que aprendimos a jugar. Por supuesto que, con todo lo que sabemos de nuestras determinaciones hoy en día, regalémosle a nuestras hijas, sobrinas y amigas legos, trenes, puentes, autos, pelotas, libros. ¡Cómo no! Pero regalémosle también honrosamente a nuestros hijos, sobrinos, amigos, "escobitas, cocinitas, muñequitas" y coches. Quién sabe si en algún momento de sus vidas necesitan de aquello que se desarrolla justamente en base a esos juegos y no a otros. Me refiero no solamente a los ámbitos familiares, sino también a los profesionales o de otro orden. El juego construye subjetividad y tales juegos, aunque históricamente devaluados por estar sujetos a las lógicas del patriarcado, son portadores de una ética que no podemos desestimar.

La lingüista y feminista Luce Irigaray demostró, por ejemplo, que el lenguaje que evidenciaba mayor conciencia acerca de la existencia de un otro era el de la niña pequeña, puesto que se percibe ella misma en relación a otros. En sus enunciados, la niña busca el acuerdo, la aprobación, incluyendo al otro, reflejando la existencia de dos sujetos en su mundo interno. Al pedírseles que formaran enunciados utilizando la preposición “con”, las niñas incluían, la mayor parte de las veces, a otro sujeto : “yo con mi hermana”, “mi papá con su amigo”. En contraste, los niños tendían a formular oraciones en las que la preposición era seguida por un objeto: “yo con mi lápiz”, “mi papá con su auto”.

Este ya antiguo estudio da cuenta de lo estereotipada que puede volverse la socialización de género. Sin embargo, arroja también información relevante acerca de las éticas que sostienen los diversos modos de subjetivación atravesados por nuestro sistema sexo/género. Aquello de lo cual la niña que deviene mujer se hará responsable en la vida futura, guarda directa relación con ese rico sentido de la intersubjetividad. Que no se mal entienda. No se trata de que la identidad femenina se construya o deba construirse sólo a partir de la ética del cuidado, la crianza, lo relacional, lo emocional, etc, pues eso sería caer nuevamente en un opresivo estereotipo que ya ha demostrado perjudicarnos, no sólo a nosotras sino también a todos aquellos que no se ajustan. Se trata más bien de no caer en la trampa de articular los caminos hacia el reconocimiento de nuestros derechos por la vía de auto devaluarnos.

No es casualidad que los países con mejores índices en términos de equidad de género y bienestar sean aquellos en los que no es sólo la mujer la que se ha ido incorporando a escenarios históricamente tomados por hombres, sino que han sido los hombres quienes también han reclamado participar de territorios antes pensados exclusivamente como pertenecientes a las mujeres. Nuevas formas de concebir la identidad masculina que han ido incorporando aspectos y funciones que pensábamos nos correspondían sólo a nosotras. Es tal vez en esos pequeños movimientos donde más patente se hace la ficción que constituye nuestro sentido de identidad. Así vemos, por ejemplo, cómo en Finlandia la ley de postnatal considera a los hombres padres como agentes afectivos imprescindibles desde el primer momento. Durante los primeros años de vida del bebé, la presencia del padre  y la provisión de sus cuidados cuerpo a cuerpo son tan importantes como los de la mujer, más allá de quién tenga el pecho que alimenta.

No le demos cuerda al feminismo misógino. Dejémosle esa tarea al patriarcado, que bastante bien lo ha hecho. Preocupémonos de los juegos de nuestros niños y niñas, pero seamos también muy cuidadosas de no enarbolar un discurso con tintes de autodesprecio. En términos culturales, esta devaluación ya ha hecho lo suyo, como cuando corroboramos, por ejemplo, que las profesiones peor remuneradas son aquellas en las que está en juego el cuidado y la educación de nuestra infancia. Profesiones que, por lo demás, son ejercidas en su mayoría por mujeres. Bajo las lógicas del feminismo misógino no conseguiremos despojar a los juegos con la escobita y la muñeca de su estatuto de simple trabajo sucio para restituirle el sentido ético que portan.