El Frente Amplio y el proyecto urgente
El neoliberalismo es mucho más que un modo de privatizar la economía. Luego de décadas desde su imposición, se ha transformado en el piso sobre el cual se sostienen nuestras expectativas, nuestras relaciones de vidas, nuestra cultura y, por supuesto, la propia política. La predominancia de la competencia y la búsqueda patológica de utilidades, han derogado el espacio de lo común, de lo público, naturalizando “las propias uñas” como posible solución a los problemas colectivos. Es la concentración radical de felicidad, riquezas y poder en muy pocas manos, cuyo origen se encuentra en el malestar de las mayorías.
En el ámbito político institucional, el neoliberalismo chileno se sostiene como uno de los modelos más centralizados del mundo (véase por ejemplo el informe OCDE sobre Chile). Muy pocas familias santiaguinas concentran muchísimo poder, siendo las regiones y los territorios (“productores”) históricamente subordinados al poder de la capital (“mercaderes y banqueros”). Sobre el centralismo, sus élites y academias, se termina configurando un tipo especial de democracia y de desarrollo que termina por categorizar nacionalmente los roles. Aquí se decide y allá se ejecuta, una cuestión que distintos movimientos descentralizadores a lo largo de la historia de Chile han disputado, sin contar con el respaldo del poder político, tómese por ejemplo la dificultad última en el parlamento de la simple elección de gobernadores regionales.
En términos de participación política, luego del plebiscito del '88, el abandono progresivo de las tareas históricas de los bloques tradicionales, terminaron por suprimir la política y dar paso a meros matices administrativos de organizar el aparato público, en un contexto subjetivo de base traumática (democracias vs dictadura), emergiendo el consenso neoliberal como única posibilidad: la transición. La supresión del debate entre ideas-países y la cooptación de la institucionalidad por parte de las élites, terminó por desafectar políticamente a las mayorías cuyas aspiraciones no eran procesadas por el debate público formal, simplemente no había voluntad de los gobiernos. Los estudios CEP a mediados de los '90 afirmaban que existía un vacío de representación del 14% mientras que en el 2011 el porcentaje ascendía al 53%.
Cuando hablamos que el Frente Amplio es una propuesta política antineoliberal (y feminista), precisamente apuntamos a superar los paradigmas –culturales- de desarrollo basados en la competencia, el individuo y la centralización de poder, a la vez que impulsamos la conformación de redes de relaciones comunitarias que releven el retorno de lo común (de la democracia) en todas las dimensiones posibles. Superar la transición y emerger como actores “antineoliberales” pasa, entonces, por estrechar nuestra actividad política con el mundo social y sus aspiraciones, reconectando con las mayorías desconfiadas, abriendo la esperanza de que el malestar es posible superarlo con participación política. Electoralmente se traduciría en confiar para votar y seguir trabajando al otro día, mientras que al largo plazo se refiere a reconstruir un sujeto plural desde quienes padecen el malestar y trabajan para vivir. Con un bloqueo institucional como el nuestro, esto último se vuelve una urgencia estratégica para catalizar los cambios estructurales.
Pero dicha actividad política nueva, antineoliberal, también está sujeta a los riesgos del hábito de la desafección. Es mucho más fácil retornar a la desconfianza que darnos segundas oportunidades. El FA ha sido posible gracias al ciclo abierto por la fuerza de los nuevos movimientos sociales y las puntuales identidades que han resistido y han hecho públicas demandas como la salud, la educación, las pensiones (no más AFP) y el medio ambiente. Mediado por la participación frenteamplista territorial, dicho contenido programático es lo que nos da sentido como actores impugnadores del neoliberalismo. Pero no tan solo eso, en una coyuntura que exhibe el éxito en función del abuso, de la corrupción y del cohecho, la democracia participativa es fundamental como “forma” para alcanzar poder, en un espacio que comienza a construir una identidad colectiva mayor a las restringidas capacidades militantes por separado. La supresión de la ética, sin confundirla con las necesarias contradicciones políticas e ideológicas que nos habitan, es favorecer el riesgo de fracasar por sobre la reconstrucción de confianzas.
Entender el Frente Amplio como un espacio que debe existir necesariamente para superar el neoliberalismo, implica que la voluntad coalicional debe anclarse tanto en prácticas refundacionales como en los contenidos que devienen de la calle. La “nueva política” debe anteponerse a los modos centralistas de las élites, dibujando su existencia en una institucionalidad que garantice democracia por sobre el caudillismo, el territorio por sobre el centralismo y la transparencia por sobre las falsedades. Desde dónde venimos, es obligación comenzar a discutir sobre estos temas para apostar más allá del 15% y pasar de ser coalición electoral a proyecto político. Urgente para perdurar post elecciones.
El Frente Amplio, como proceso en construcción, debe poner en el centro lo común y bajo esos límites admitir las disputas ideológicas connaturales a nuestra necesaria amplitud. No es dicotómico ganar posiciones internas y, a la vez, fortalecer la unidad y el ethos colectivo. Lo que es dicotómico es querer construir en el Chile de hoy una insustituible coalición antineoliberal, pero no valorar como primera respuesta una solución en común, democrática, coordinada y respetuosa de los mínimos avanzados. Irreverencia en la discusión, pero lealtad en la acción.