Testimonio: Mi aborto por ninguna de las 3 causales en este seudo Estado laico
Tengo 51 años. Estudié mi profesión en la Pontificia Universidad Católica de Chile y vivo del ejercicio de la misma. Soy madre, creo en Dios, pertenezco a un segmento informado y educado de la población. Soy una mujer que tuvo que abortar en la clandestinidad porque abortar es ilegal en Chile.
Entrego mi testimonio en medio de la discusión de la ley de despenalización del aborto en tres causales y lo hago sin dar mi nombre real no por cobardía, sino por respeto a mi hijo, quien al vuelo de su juventud pudiese verse afectado con este relato. Escojo proteger a mi hijo, un ser humano vivo.
Nuestro Estado es laico y esa condición debiera ser el primer faro que ilumine cualquier debate respecto de la legalización del aborto. Sin embargo, un gran número de congresistas ha discutido este proyecto anteponiendo en la mesa sus creencias –religiosas, filosóficas-, es decir sus convicciones personales, en vez de poner el bien común desprovisto del bien particular, como uno esperaría. Y, como no lo consiguieran, para revertir el sentido común han acudido al Tribunal Constitucional.
Corría el mes de julio del año 2003 en la ciudad de Viña del Mar donde yo residía. Había quedado embarazada sin buscarlo a pesar de llevar puesto un dispositivo. Tenía 37 años de edad y mi hijo 10 años. Estaba separada y el embarazo no era fruto de una relación con el padre de mi hijo. Tomé la decisión de abortar a las dos semanas de conocer mi estado. Fue entonces cuando empecé a caminar por el mismísimo Purgatorio.
Yo, una profesional exitosa, con buenas redes y contactos, con algunos recursos económicos, con acceso a la información, con buenos amigos médicos en mi círculo inmediato, empecé a tocar puertas buscando ayuda. Todas se cerraban. Me costaba creerlo, pero sólo al mencionar la palabra “aborto” del otro lado recibía un prolongado silencio que siempre terminaba en la misma frase: “Lo lamento, no te puedo ayudar”.
El tiempo avanzaba, iba a completar 12 semanas de embarazo. Estaba desesperada y mi estado de tensión obviamente que salpicaba a mi hijo, quien a sus 10 añitos no comprendía qué le pasaba a la mamá.
Para desahogar mi angustia, y ya casi sin esperanzas, fui a conversar con una doctora a quien le tenía cierta confianza. Ella, que con los años se convirtió en una de mis mejores amigas, se ofreció a ayudarme. Me dijo: “Dame unos días para averiguar con algún colega ginecólogo qué podemos hacer”.
Pasaron dos días y me llamó por teléfono a casa dándome indicaciones: “Debes ir a la farmacia y comprar un frasco de Levonorgestrel”. Así lo hice. Recuerdo que el frasco costaba entonces $ 60.000. Me tomé las pastillas del modo indicado: una al día. Se suponía que al tercer o cuarto día se iba a producir un sangramiento espontáneo. Pero no pasó nada. Subimos la dosis a 3 pastillas al día. Y no pasó nada. Llegamos a 10 pastillas diarias y no pasó nada. El frasco se acabó. Fui a comprar otro. Los días pasaban y ya estábamos en el mes de septiembre. Leí en internet que un último recurso era moler las pastillas en altas dosis e introducirlas por la vagina. Así lo hice. Y no pasó nada.
Yo ya estaba intoxicada y el embrión también.
Acudí al ginecólogo por una ecografía y en el box de atención en una calle céntrica de Viña del Mar me dijo: “Con este bombardeo que han recibido tú y el feto tienes un 99% de probabilidades que, de seguir adelante con el embarazo, la guagua nazca con severos daños neurológicos y deformaciones físicas”.
Recuerdo que lo miré con desesperación y le rogué que me ayudara a poner fin a este infierno. Su cabeza se inclinó para decirme: “Lo lamento. pero no puedo”.
Salí de allí absolutamente perdida, me sentía huérfana, pensaba de qué servían mis contactos, pero sobre todo pensaba qué crimen tan feroz había cometido que en mi propio país nadie me podía ayudar.
Esa noche no dormí y al amanecer llamé al padre de mi hijo para confesarle lo que me estaba pasando. Él me ofreció ayuda. En dos días había ubicado en Santiago a un médico que podía ver mi caso.
Viajé una mañana del mes de septiembre, pasadas las fiestas patrias. Me bajé en el metro Los Leones y caminé hasta un edificio ubicado a poca distancia. En una de las oficinas de ese edificio atendía el médico en cuestión. Me revisó y sentenció lo mismo que su colega de Viña del Mar: “Este feto de seguir adelante nacerá con daños severos”. Accedió a practicar el aborto a pesar del estado avanzado del embarazo.
Volví a mi casa y esperé el llamado de la secretaria del médico, quien un día después me indicó que debía depositar la suma de $1.500.000 en la cuenta corriente del doctor y luego acudir a una dirección que apunté.
La mañana del 26 de septiembre de 2003 llegué nuevamente a Santiago, a una casa de dos pisos. Entrando, la recepcionista comprobó en el computador que el $1.500.000 ya estaba en la cuenta del médico. Pasé a un vestidor donde me esperaba una bata de hospital. Me la puse y vino a buscarme una mujer vestida de enfermera. Llegamos a una especie de quirófano. Una amplia sala, fría, con una sola camilla al centro y un asiento.
Dado el estado de avance del embarazo la intervención se haría con anestesia general, cosa que me informó la enferma en ese mismo momento. Recuerdo que yo me asusté y le dije que para ello era necesario hacer exámenes, que la anestesia general era delicada y en mi caso nunca me la habían aplicado. Ella me invitó a confiar con estas palabras: “Ya estás acá, confía en nosotros”. Empecé a llorar, suavemente a llorar, mientras me aplicaban la anestesia.
Nunca vi al médico. No lo vi entrar a la sala ni lo vi al volver de la anestesia.
Al recobrar la conciencia el rostro de la mujer estaba sobre mí, me preguntaba si me dolía la cabeza. No dije nada, sólo lloraba.
Me llevaron al vestidor, me entregaron muchos apósitos para un sangramiento que podría durar tres a cuatro días. Nunca más vi a nadie.
De aprobarse la ley de despenalización del aborto en tres causales habremos dado un paso mínimo porque mujeres como yo, es decir el 90% de los casos de aborto, seguiremos en la ilegalidad. No estamos en ninguna de esas tres causales.
He contado esta historia porque me indigna pensar que en mi país, un Estado laico, se le niegue a la mujer la posibilidad de interrumpir su embarazo de manera legal, es decir, resguardando su salud y su dignidad.
Lo dije al comienzo: soy madre, hija, profesional, creo en Dios y no he matado a nadie. Soy responsable de mi decisión y en mi fuero interno sufro, aún hoy, cuando han pasado 16 años de aquel 26 de septiembre; el dolor habita en mí y de ello fue testigo el padre Felipe Berríos, con quien pude conversar en una confesión cara a cara. Nadie aborta por gusto. Es una experiencia dolorosa que te acompaña siempre.
He contado esta historia testimonial porque me indigna pensar que en mi país, un Estado laico, se le niegue a la mujer la posibilidad de interrumpir su embarazo de manera legal, es decir, resguardando su salud y su dignidad.
*María Laura Argandoña es el seudónimo de una destacada periodista que por primera vez da su testimonio de aborto. Por las razones que ella indica, no firma con su nombre real.