Feminismo y republicanismo, una relación incómoda
Son pocos los elementos que la tradición republicana haya aportado, sin sospechas, a la discusión feminista. No sin sospechas, valga la reiteración, algunas teóricas feministas han asumido, por ejemplo, las políticas de intereses orientadas al “bien común” y al ejercicio público deliberativo propuestas por la tradición del republicanismo cívico. Se ha sugerido que la propia noción de “interés” reflejaría la manera en que ha sido configurado el espacio público masculinamente. La tradición republicana de lo político con su decidida insistencia en los intereses universales, como opuestos a los particulares, y la separación que hace entre lo público y lo privado se mostraría, en apariencia, más impenetrable a las políticas feministas y de género[1]. A pesar de estas resistencias iniciales, es posible indicar que el vínculo entre el feminismo y la teoría republicana de lo político ha encontrado al menos tres valoraciones distintas en el debate contemporáneo.
La primera de ellas, señala la imposibilidad de hermanar dichas tradiciones. Habría una oposición irreductible entre el concepto de libertad republicano y el concepto de libertad feminista. La irreductible oposición de estos dos conceptos de libertad, residiría en la diversa valoración que ambas tradiciones de pensamiento tendrían de la esfera doméstica o privada[2]. La filósofa Iris M. Young asimilará la posición republicana al ideal “cívico público”. En relación a ello, esta defensora de las políticas de la diferencia indicará que “este ideal de lo cívico público excluye a las mujeres y a otros grupos definidos como diferentes, porque su categoría racional y universal se deriva sólo de su oposición a la afectividad, la particularidad y el cuerpo. Las teorías republicanas insistieron en la unidad de lo cívico público: en la medida en que se es un ciudadano, todo hombre debe dejar atrás su particularidad y diferencia, para adoptar un punto de vista del bien común o la voluntad general. En la práctica, los políticos republicanos instauraron la homogeneidad excluyendo de la ciudadanía a todas aquellas personas definidas como diferentes y asociadas con el cuerpo, el deseo o las influencias de la necesidad que puedan hacer virar a los ciudadanos en una dirección distinta a la del punto de vista de la pura razón”[3]. De algún modo, la propia lógica del discurso republicano, la lógica de la “unidad” implicaría, para Iris M. Young, la exclusión de las pasiones, intereses —encarnadas en prácticas, sentimientos y deseos— y el propio cuerpo de las mujeres[4].
Una segunda valoración del posible vínculo entre feminismo y republicanismo advierte en la “alternativa republicana” una opción válida al momento de intentar salir de los atolladeros políticos y de las dificultades teóricas que el ideario liberal no ha podido solucionar en lo relativo a la representación de las mujeres. Ante esta dificultad de las teorías liberales de la política a la hora de la representación de las mujeres en la esfera de lo político, Anne Phillips —a pesar de reconocer la dificultad de una posible alianza entre el feminismo y el republicanismo— cree que el republicanismo podría reivindicarse “como ofreciendo una comprensión más dialógica de la justicia y del bien público (...) el requerimiento mismo de publicidad —es decir, tener que entrar en contacto con otros en público, aceptar argumentos y perspectivas diferentes, proponer nuestras propias demandas en términos que sean convincentes para aquellos con los que estamos en desacuerdo— debería alentar una política más transformadora que permita que cada uno pueda ir más allá de sus preocupaciones iniciales y particulares”[5]. Explicitando las huellas liberales que animan al discurso feminista, Anne Phillips nos recordará su misión desmitificadora más sin embargo, también, los propios límites del discurso liberal establecidos en la dicotomía de lo público/privado. En el intento de desafiar dichos límites, “quizás”, el republicanismo sea un buen aliado para el feminismo. En este sentido Anne Phillips escribe: “El feminismo es en gran parte un descendiente del liberalismo: está alimentado por una crítica similar de las posiciones inmutables y de las jerarquías tradicionales (...) pero la tradición liberal se desarrolló durante demasiado tiempo en un ámbito exclusivamente masculino (...) durante gran parte del siglo XX, las feministas han tratado de moderar los excesos del liberalismo mediante la adición de algunos elementos del pensamiento socialista; ahora que el socialismo mismo está en retirada, el republicanismo luce como un aliado más prometedor”[6].
Por último está aquella otra posición que advierte que el “atraso” con que las mujeres han llegado a ser parte de la República —en tanto ciudadanas— es un efecto derivado del propio ideario republicano. Geneviève Fraisse indica al respecto: “la historia es sexuada, la desigualdad de los sexos, denunciada por el feminismo, es política y no solamente antropológica, actual y no simplemente anacrónica e intemporal, si esto no se reconoce, es porque el ideal democrático implica lo universal y lo neutro más que lo particular y la diferencia (...) el universalismo, al considerarse un ideal es también una máscara (...)”[7]. La relación entre mujer y política se instaura así en un desorden como lo llama Genevieve Fraisse: en el desorden, de lo que podría ser llamado, la política de lo “universal excluyente”. Formulación aporética que alude a la vez al telos inclusivista que anima al ideario republicano de la política pero también a su reverso silente, la exclusión. Hagamos notar aquí, que si bien lo propio del discurso republicano de la política ha sido la legitimación de un orden universal exclusivo, esto no quiere decir que las mujeres no hayan formado parte de él. Consignemos que esta afirmación debe ser entendida de dos formas: primero, uno de los concepto claves —y presupuesto— del republicanismo es la igualdad de todos en tanto ciudadanos en el espacio público; sin embargo, y segundo, la inclusión que propicia para el caso de las mujeres es diferenciada, esto es, bajo las retóricas de los sentimientos y del cuidado y en las figuras de la amante/esposa y de la esposa/madre.
Aporía que ya para la temprana fecha de 1791 se habrá convertido en una problemática herencia para las mujeres. Esto lo evidenciará, por ejemplo, Mary Wollstonecraft, quien, en el fundamental texto A Vindication of Rights of Woman ajustando cuentas con una de las fuentes de la tradición republicana moderna (Jean Jacques Rousseau) indicará que: “se han esgrimido infinidad de argumentos ingeniosos para explicar y excusar la tiranía del hombre y demostrar que los dos sexos, en su búsqueda de la virtud, deben tender a formarse una personalidad totalmente diferente, o más explícitamente, a las mujeres no se les concede fuerza suficiente para adquirir eso que merece recibir el nombre de virtud (...) a las mujeres se les dice desde su infancia, y el ejemplo de su madre lo refrenda, que para conquistar la protección de un hombre no necesitan más que un cierto conocimiento de la debilidad, en otras palabras: astucia y un temperamento dócil, una aparente obediencia y un cuidado meticuloso en adoptar un comportamiento pueril. Y además, ser hermosas, todo lo demás sobra, al menos veinte años de su vida”[8]. Si la república necesita de seres virtuosos, por qué a las mujeres sólo se les concede las virtudes y las artes de las seducción y el engaño (principales materias de la propedéutica de los sentimientos concedida por Rousseau a las mujeres).
Las mujeres son parte de la república, qué duda cabe, sin embargo, su presencia es antecedida por los decires del sentimiento, del amor y del cuidado. Pero seamos justas, no olvidemos que la política republicana, tal y como la concibe Rousseau, intenta remediar una exclusión: la exclusión de las mujeres de lo público. Puesta al día de la política que en un intento de desafiar las premisas de la teoría política atomista e individualista del Estado hobbesiano desarrollará un modelo de política anclado en una razón imparcial y universal, excluyendo, al deseo, al sentimiento y a la particularidad de las necesidades e intereses. Sin embargo, y en contradicción con lo anterior, las mujeres habitarán “sentimentalmente” el espacio de lo social. O como bien lo señala Wollstonecraft, no sin un dejo de ironía y pesar: las mujeres acudiendo al sentimiento en lugar de hacerlo a la razón hacen que sus conductas sean “inestables y sus opiniones cambiantes, no tanto debido a un cambio de punto de vista sino a estados de ánimo contradictorios (...) ¡Qué desgraciado ha de ser ese individuo cuya educación sólo ha intentado inflamar sus pasiones!”[9].
Inclusión aporética. Política remedial, política de un desorden que, sin embargo, vestida con nuevos ropajes no hace sino reiterar el mismo viejo argumento de la inclusión aporética de las mujeres: la inclusión diferenciada.
Pero, volviendo al desorden de Geneviève Fraisse, cabe preguntar ¿cuál es el desorden de las mujeres? Recordemos, como lo hace la filósofa e historiadora Nicole Loraux, que el desorden de las mujeres, el desorden instituido en la relación entre mujeres y política, no es nuevo. Volvamos la vista a uno de los momentos míticos/ficcionales de la política moderna. Indiquemos, por ejemplo, el inevitable lugar común de la relación “mujeres y política” en la antigua Grecia. Ya en la lejana y mítica Grecia del siglo IV A. de C., la mujer —la madre Demeter, para ser exactos— estaba emplazada junto al ágora, en el propio centro de la democracia ateniense. Ahí, precisamente ahí, en el corazón mismo de la política habitaba la madre. Pero no cualquier madre, la madre más violenta de todas, Demeter: la acongojada madre que clama por la pérdida de su hija, Perséfone. Una madre junto al ágora. Una madre, junto al Bouleutérion. Será contiguo a dicho edificio —sede del consejo de los atenienses— donde se elevará el templo a esta madre: el Métrôon. Junto a aquel lugar donde se vela por el buen funcionamiento de la democracia, se emplaza en cercanía a la mujer, a la madre. En este punto cabe la formulación de al menos dos preguntas: ¿Por qué tal proximidad?, ¿qué se busca preservar vinculando, al menos espacialmente, a las mujeres con la democracia? Estas preguntas resultan evidentes a la hora de constatar la ausencia de las mujeres —reales, si me es lícito llamarlas así— de la política ateniense. Para responder dichas preguntas debe ser aclarado, primero, que para el siglo IV A. de C. el Métrôon albergaba todos los archivos públicos de Atenas. En palabras de Nicole Loraux “la madre montará guardia sobre toda la memoria escrita de la democracia, o al menos estarán bajo su custodia leyes y decretos (aquellas realizadas en honor de los hombres de Phyle quienes en el 403 reestablecieron la democracia); actas de acusación de los procesos (incluida, la graphé de Meletos contra Sócrates) y cuentas y listas de todos los sorteos”[10]. La mujer protege y da abrigo a la democracia, en otras palabras, es guardiana de sus leyes. Nada más razonable pensar esta relación de la mujer con el archivo de la democracia ateniense como una relación política, pero nada más inexacto, sin embargo. La madre, en palabras de Loraux, figura por antonomasia de lo natural, no hará más que volverse nodriza, naturaleza que recibe la herencia paterna. Dicho de otro modo, se será madre en tanto “porta-huella”, cuyo principio estará más allá de si: en el padre. La mujer está en la ciudad, pero excluida de la democracia y, sin embargo, asombrosamente protege sus leyes. Es guardiana de las cuentas y listas, pero ella no forma parte de dichas cuentas. Da abrigo a lo que no genera y cuida lo que no le es propio.
Sin lugar a dudas, ejemplos como el anterior se multiplican en el momento de hablar de mujeres y política. En síntesis, es posible decir que las mujeres, por largo tiempo, se han relacionado con lo público, con la ciudad, con la política. Más, sin embargo, dicha relación se ha inscripto bajo el signo de una aporía: la aporía del “encuentro inexistente”. Encuentro que, como el antes mencionado, no busca sino que inscribir los signos del padre —y reproducirlos— en el cuerpo femenino. Desde esta perspectiva, la política de las mujeres será sólo un agregado, no turbulento, a la política masculina. Las mujeres, podría decirse, se vinculan a lo político fallidamente. Vínculo fallido en cuanto sólo son el índice de un desorden: el desorden de ser iguales, pero estar excluidas de la política. Vínculo fallido, también, puesto que su inclusión a la comunidad, cuando ello ocurre, se dará en términos de una simple agregación a lugares y a funciones ya determinados de antemano.
No obstante aquello, debe ser indicado, que será sólo en los albores de 1789 cuando dicha “aporía” se haga explícita a plena luz. Será precisamente con el discurso republicano de los derechos —que se comienza a gestar con la revolución democrática como fue llamada años más tardes por Tocqueville— que las mujeres intentarán hacer suyo el reclamo universalista por la igualdad. Reclamo que evidenciará la injusticia de ser parte de una sociedad jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológica-política en la que el orden social no encuentra más fundamento que cierta “voluntad divina”. Indiquemos que dicho reclamo encontrará asidero en el propio presupuesto inclusivista (de que todos los individuos tienen que contar por uno, y ninguno por más de uno) que incorpora el discurso de los derechos de la revolución. Igualdad, libertad, derechos, universalidad de la ley, participación, serán consecuentemente las palabras maestras que harán plausible un discurso de inclusión política de las mujeres. Destaquemos que este discurso no será otro que el republicano. Será precisamente aquí —en el imaginario político otorgado por la revolución francesa y la ilustración— donde la idea republicana de lo político y las mujeres encuentren un lenguaje en común. El discurso republicano permitirá lo impensado: anudar dos zonas contiguas, pero infinitamente lejanas: mujeres y política. Permitirá la visibilidad de las mujeres, no como portadoras y guardianas de las leyes masculinas, sino como sujetos políticos autónomos. La revolución democrática volverá cada vez más compleja, e ilegítima, la justificación de la dominación masculina.
Sin embargo, para que aquella reunión “impensada” tome lugar es necesario volver visible la propia aporía que anima al discurso republicano que se declara fiel, por un lado, al universalismo, pero, por otro, debe excluir la diferencia. Las mujeres, en su reclamo feminista, actualizan dicha escena aporética cotidianamente: haciendo visible la reunión polémica de la comunidad y lo que no es “común” a ella. En ese gesto, en esa intervención, el feminismo no puede ser distinto a “una política de la interrupción”.
Referencias
[1] Anne Phillips, Género y teoría democrática, México, Unam, 1996, p.56-57.
[2] En relación a este punto puede verse Iris M. Young, La justicia y la política de la diferencia, Madrid, Cátedra, 2000; Tom Campbell, “La justicia como empoderamiento: Young y la acción afirmativa”, La justicia. Los principales debates contemporáneos, Barcelona, Gedisa, 2002, pp. 201-219; Joan Landes (comp.), Feminism, the Public and the Private, Oxford, Oxford University Press, 1998.
[3] Iris M. Young, La justicia y la política de la diferencia, op. cit. p. 197-198.
[4] Iris M. Young, “Imparcialidad y lo cívico público. Algunas implicaciones de las críticas feministas a la teoría moral y política”, en Seyla Benhabib y Drucilla Cornell (eds.), Teoría feminista y teoría crítica, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1990, p. 92.
[5] Anne Phillips, “Feminismo y republicanismo: ¿es ésta una alianza plausible?”, en Felix Ovejero, José Luis Martí y Roberto Gargarella (comps.), Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad, Barcelona , op. cit., p. 276.
[6] Ibid., p. 284. Véase también A. Phillips, Engendering Democracy, Oxford, Basil Blackwell, 1991; y de Mary Dietz, “On Arendt”, M. L. Shanley y C. Pateman (comps.), Feminist Interpretations and Political Theory, Oxford, Polity Press, 1991.
[7] Geneviève Fraisse, “Democracia exclusiva, república masculina”, en Hugo Quiroga y otros (comps.), Filosofías de la ciudadanía, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 1999, p. 137; véase de la misma autora, Musa de la razón, la democracia excluyente y la diferencia de los sexos, Madrid, Ediciones Cátedra, 1991; La raison des femmes, París, Plon, 1992; La diferencia de los sexos, Buenos Aires, Manantial, 1996; y Los dos gobiernos: la familia y la ciudad, Madrid, Ediciones Cátedra, 2003.
[8] Mary Wollstonecraft, Vindication of Rights of Woman, edition C. H. Poston, New York, Norton, 1975, p. 158.
[9] Ibid., p. 164.
[10] Nicole Loraux, “La Mère sur Agora”, Les mères en deuil, Paris, Seuil, 1990, pp. 105-106.