Venezuela: Embestidas institucionales
Son días de alto octanaje dialéctico en Venezuela. Suele suceder en estas situaciones que los argumentos más sensatos quedan sepultados por el griterío que llega desde todas las posiciones, como si la razón hablara en voz baja en momentos así. En el tumulto de este domingo pasaron desapercibidas las declaraciones del diputado chavista Elías Jaua. En una entrevista en la que en todo momento defiende la necesidad del diálogo –nunca los medios de comunicación internacionales recogen los continuos llamados a la negociación de dirigentes chavistas, empezando por Nicolás Maduro-, el excanciller da con la clave del verdadero propósito de la derecha venezolana: “Ellos no pueden seguir empeñados en negar el chavismo y seguir teniendo la ilusión de que pueden borrar al chavismo de la faz de la tierra”.
En efecto, toda la estrategia de la derecha criolla ha tenido como único fin el aplastamiento del primer gran movimiento de impugnación del capitalismo neoliberal que alumbró el siglo XXI. Son las huestes de Margaret Thatcher vociferando otra vez su acrónimo T.I.N.A (There is no alternative: No hay alternativa). Es el Fin de la Historia decretado por Francis Fukuyama. Es la clausura de la utopía.
Ocurre que la utopía tiene una infinita capacidad de resistencia. En Venezuela, la utopía ha superado golpes de Estado, paros patronales, sabotajes petroleros, boicots electorales, paramilitarismo, terrorismo callejero… Ahora la derecha se aferra a una figura que empieza a tener resonancias macabras en Latinoamérica y que este domingo se escuchó por primera vez en la Asamblea Nacional en boca del diputado derechista Julio Borges: un juicio político para desmantelar al chavismo.
En Paraguay todavía se recuerda la farsa parlamentaria con la que en 2012 se derrocó a Fernando Lugo. El vodevil exprés de aquel juicio político tuvo como sonrojante corolario el argumento con el que se justificaban las acusaciones contra el presidente: “Todas las causas mencionadas más arriba son de pública notoriedad, motivo por el cual no necesitan ser probadas”. En Brasil, hace apenas unos meses, una Cámara de Diputados socavada por la corrupción destituía a la presidenta electa, Dilma Rousseff.
Ahora le toca el turno a Venezuela y parece que el proceso, como en los casos paraguayo y brasileño, también va a tener formas de sainete. Ya de entrada, Julio Borges ignora –consciente o inconscientemente- que el juicio político no está contemplado en la Constitución Bolivariana de 1999. El resto de argumentos que se escucharon ayer en la Asamblea y en los documentos que se aprobaron tampoco parecen ser los propios de quienes dicen buscar una salida dialogada: calificación de Venezuela como una dictadura, denuncias de golpes de Estado y de persecución política, llevar a cargos electos ante tribunales internacionales, advertencias al Ejército, la acusación xenófoba de la supuesta nacionalidad colombiana de Nicolás Maduro, un presunto abandono del cargo al estar realizando una gira por Oriente Medio, petición de amparo a sus aliados internacionales… En las alocuciones parlamentarias se esgrimieron demasiados cargos para tan pocas pruebas. La bancada derechista parecía acogerse al subterfugio paraguayo: las causas son tan conocidas que no necesitan ser probadas.
Nada nuevo bajo el sol. En las hemerotecas se puede comprobar que las acusaciones contra Hugo Chávez en el 2004 eran las mismas: crisis, inestabilidad, promoción de una Guerra Civil, autoritarismo, vulneración de la legalidad… El objetivo, también entonces, no era revocar a un presidente sino destruir a todo un movimiento político.
La embestida derechista a la institucionalidad es grave y el chavismo no puede eludirla. La amenaza es demasiado grande. Después de Paraguay y Brasil, Latinoamérica no puede permitirse otro golpe institucional.
Pero sucede que la respuesta institucional trae un efecto negativo que en el fondo es otro de los objetivos que persigue la derecha. La continua agitación impide concentrar las fuerzas en lo que debería ser el único motivo de atención no sólo del Gobierno, sino de todas las facciones políticas, sociales y económicas del país: la superación de la crisis económica. Esa también es otra suerte de golpismo. La derecha lo ha probado todo. Pero la utopía, ya se ha escrito, tiene una infinita capacidad de resistencia.