La conquista del rodeo
Que el rodeo es cultura y tradición nacional. Que se practica desde Arica a Magallanes. Que representa la identidad chilena. Que es uno de los deportes más masivos del país. Que ostenta cuantiosos números en relación su contribución al país etc., etc.
Dada la parafernalia espectacular por medio la cual los promotores del deporte de la medialuna se pronuncian, el ejercicio que inmediatamente habría que realizar sería el de instalar unas interrogantes necesarias en torno a qué se entiende y cómo se entiende la cultura y la identidad nacional desde el poncho y las espuelas que montan caballos para doblegar a estos, novillos y vacas.
Antes de iniciar el trabajo propuesto a explorar presento otra interrogante para dejarla abierta, la cual expone, según creo, una parte importante del problema: ¿Por qué el “reglamento de corridas de vacas y movimiento a la rienda”, documento jurídico que regula el rodeo en Chile, está por fuera y exento del alcance legislativo de la ley de protección animal (20.380)?
Para el argumento de la tradición, la historia y la costumbre, la permanencia en el tiempo de una actividad, el rodeo en este caso, representa un valor en sí mismo. Lo antiguo es valioso a per se. El examen interrogante, por tanto, verifica que no importa la actividad ni los efectos que esta provoca en los implicados, sino que la valoración primaria yace en que es una tradición de larga data, que “es una actividad muy significativa, tradicionalmente chilena como pocas existen. De hecho, de las tradicionales es lejos la más significativa”, destaca el Presidente de la Federación del Rodeo Chileno (FEROCHI), incluso desde tiempos de la conquista.
Bajo su mandato (1557-1561) de gobernador del Reino de Chile, García Hurtado de Mendoza “ordenó que cada 24 y 25 de Julio (fiesta del apóstol Santiago) se reuniera el ganado en lo que hoy es la plaza de armas de Santiago para ser marcado y seleccionado. Posteriormente se hizo obligatorio ese rodeo. Aunque el escenario fue el mismo, la fecha se fijó para el 7 de Octubre, día de San Marcos. El objetivo se mantenía, pero ya se exigió que la labor de traslado a los diferentes corrales la hicieran jinetes en caballos extraordinariamente adiestrados”. Así versa la propia épica que con orgullo narra los gérmenes de lo que se institucionalizó como deporte nacional en 1962, entre la algarabía del primer y último mundial de futbol adulto realizado en suelo chileno hasta la fecha –único deporte que en términos de masividad supera al rodeo, según los portavoces de este- y la recomposición estructural y moral luego del gran terremoto y maremoto del 60.
Tradición de tiempos en donde el yugo imperial español apagaba cualquier intento de resistencia indígena. Donde la maquinaria imperial avanzaba matando a mansalva desde el centro hacia el sur con tal de ir expandiendo su reinado. Por tanto, resulta extraño que un deporte que se proclame como nacional encuentre su arraigo en una ordenanza imperialista. Esa que mató, exterminó y colonizó tantas almas que no quisieron arrodillarse frente a la cruz y lengua española. Esa que avasalló a los patriotas chilenos por querer independizarse de un rey europeo. De ser así, deberíamos considerar al rodeo como un deporte que representa la identidad no tanto nacional como colonial, con todo lo que eso implica.
Quienes aún mantienen esta tradición, y el mercado de compra-venta de novillos, caballos y vacas, seguramente importantes latifundistas del campo chileno, nos hablan de cultura, pero bien sabemos que muchas veces la cultura no es otra cosa que una barbarie revestida y disimulada. Para hacer una analogía: ya se oye en algunos lugares las vocecitas que dicen que, a propósito del destape público del último tiempo, la cultura política chilena es la cultura de la corrupción, normalizando dicho ejercicio y al mismo tiempo neutralizando la voluntad de transformación. Si algo hemos demostrado durante los últimos años con la movilización social que cada vez se vuelve más intensa, es que somos una generación que se declara como enemiga de la normalización de la barbarie. Sabemos pues, que hay que sospechar de toda tradición que se declare como loable sólo por ser tradición productora de cultura. Es el caso del rodeo. La tradición cultural de las “atajadas” de novillos y vacas al interior de la medialuna está manchada de sangre, de dominación, de adiestramiento: al novillo y vaca que machacan las costillas al ser correteados por el jinete y así acumular unos cuantos puntos buenos, los golpes de electroshock para que el animal rodeado se levante luego de terminar exhausto; al caballo que para llegar a convertirse en uno de rodeo debe padecer un duro proceso de adiestramiento, cuyo efecto es el cese de su braveza indómita, la sofocación del corcoveo.
Antes de seguir con el estatuto de la cultura hace falta identificar un argumento que han omitido los ofendidos huasos que por estos días han ocupado los medios para salir en defensa de su actividad y es el que ellos mismos enarbolan como uno mediante el cual el rodeo se convierte en un deporte identitario, tradicional, cultural, el descueve, etc., y es el que refiere a que aquel sería un “retrato de la lucha permanente entre el hombre y el animal. Impresionante es la narrativa con la que se trama la justificación en cuestión, pero si no fuera porque todos y todas podemos darnos cuenta de que en este caso la lucha es sólo una ficción pronunciada por parte de la narrativa del rodeo, emitida desde la parte dominante de la actividad y no una realidad inmediata y evidente. Distinto sería que los fieros huasos comprobasen empíricamente que los novillos y vacas son animales que atentan peligrosamente contra la especie humana. En este caso el argumento del retrato se cae a pedazos, pues sólo pone en evidencia la incesante voluntad de dominación de los jinetes huasos humanos por sobre los caballos, novillos y vacas, quedando en un pasado pre-político y especulador ese conflicto inevitable, esa lucha por la sobrevivencia entre el hombre y el animal.
Referido a lo que el Sr. Gebauer sostuvo hace algunos días atrás a través de el Mercurio, argumentando que la comunidad melipillana es una que se articula en pro del rodeo, habría que extenderle otra interrogante al alcalde melipillano ¿qué es más aceptable para un régimen que se declara democrático, “faltarle el respeto a millones de chilenos” por cesar un deporte que infringe dolor y encierro a animales o terminar con esta misma actividad? sobre la cual dudo que los animales sacrificados piensen lo mismo que los sacrificadores, el problema es que nunca se les ha permitido ni tomar ni escuchar su palabra. Le pregunto Sr. Gebauer espero su respuesta. Una que sea honesta, sin ambigüedad, una que declare afirmativamente, en el caso de que así sea, que realmente usted es una de esas autoridades que cree que hay vidas que merecen respeto y otras que no. Por último, y si fuera una cuestión de respeto, personalmente me sentiría fuertemente ofendido dado que nací, crecí y aún vivo en Melipilla, pues su voz pro rodeo no representa ni expresa en lo más mínimo la afección de muchos respecto a éste. Repito, espero la respuesta.
Finalmente, a pesar de la interrogante expuesta al inicio del artículo en torno al porqué del afuera de la ley de protección animal del reglamento que regula el rodeo chileno, somos enfáticos en declarar que no se trata de regularizar el rodeo, de fiscalizar que las condiciones de dominación sean más “humanitarias”, sino que de acabar de una vez por todas con esta práctica que por siglos ha permanecido como una señal de cultura y tradición nacional. Tal vez, para despejar la autoría y propiedad de la cultura y no embarcarse en una discusión sin término por quienes la ostentan y por quienes no: “ustedes no tienen cultura, nosotros sí, etc.”, habría que declarar que si para ellos y ellas el rodeo representa una expresión de la cultura chilena, muy bien, se trata de una cultura de la dominación, cultura de la conquista y su legado, del adiestramiento, de la violencia, una cultura que infringe dolor, dominación y encierro.