Fantasmagoría, ciudad y errancia en "Los Tres Tristes Tigres" (1968) de Raúl Ruiz
1.- Los personajes de este film deambulan, “erran” por los espacios fantasmagóricos –es decir, que implican el modo de aparecer de la mercancía- del Santiago Bohemio de los años 1960. Se trata de una fantasmagoría bien particular, cuyas especificidades latinoamericanas, respecto a las propiamente europeas –las estudiadas por Benjamin- sería preciso analizar con detalle. Como sea, las características propias a la fantasmagoría –tal como son descritas en el Libro Primero del Capital de Marx- están dadas, a lo menos en lo que a sus efectos en los sujetos urbanos se refiere: atracción demoníaca frente a tales simulacros, pérdida del sentido racional de lo real, “sex-appeal de lo inorgánico” (Benjamin), configuración libidinal de la relación con el valor. En ese sentido, el film de Ruiz inaugura, en Chile y en gran medida en Latinoamérica, un modo de apropiación fantasmagórica de la ciudad, que se condice con plena justeza con las características técnicas del medio cinematográfico, a diferencia de lo que ocurre con la apropiación documentalista de corte cientificista que predomina en el cine político de la época en la región. La profusión, en el film, del alcohol, de las derivas incoherentes por los espacios de la ciudad –bares, pensiones baratas, departamentos de soltero-, de los discursos sin mayor sentido lógico –influencia, aquí, de las investigaciones acerca del lenguaje coloquial chileno llevadas a cabo en ese entonces por Nicanor Parra-, las relaciones afectivas cosificadas y transidas, todas ellas, de interés, llevan a la superficie de la pantalla, a partir de un montaje hipnótico y de planos particularmente perturbadores, un tipo de sociabilidad espectral. Tal como ya Baudelaire lo había descrito en su poema –analizado extensamente por Benjamin- Los 7 viejos, en la ciudad moderna, en el contexto de la cual las relaciones sociales están dominadas por la lógica fantasmagórica de la mercancía, predomina la pulsión de repetición –característica esencial de una definición ontológica de la espectralidad- que para Freud forma parte esencial del funcionamiento de la pulsión de muerte. Baudelaire describe cómo en el centro urbano del París del Segundo Imperio –el de las radicales transformaciones llevadas a efecto por el Barón Von Haussmann- se le aparece un viejo de aspecto demoníaco, una suerte de muerto-viviente, el que vuelve a presentársele de un modo completamente espectral 7 veces, trastocando no sólo esa flânerie en particular, sino que el sentido mismo de la noción de realidad que el poeta creía poseer (aquella que era preponderante en su época, la del positivismo). Ahora bien, en ese sentido la poesía no era el modo de expresión más adecuado para dicha realidad; la fotografía, en una primera instancia –la reproductibilidad técnica que ella conlleva- y posteriormente el cine, serían los verdaderos aparatos de la pulsión de muerte (de la repetición espectral de los miles de muertos-vivientes que pueblan las calles de la ciudad moderna).
2.- En el caso de Chile, y más específicamente en el de Santiago, durante los años sesenta la ciudad comienza a ser el escenario de múltiples y profundas transformaciones. Todas ellas refieren, como en el resto del mundo, a una voluntad de redefinición de las relaciones tradicionales de poder, donde la noción más cuestionada es justamente la de “representación”. En el mayo francés del 68, los situacionistas comandados por Guy Debord lograron imponer en la juventud una visión según la cual el ejercicio político parlamentario formaba parte del “espectáculo”, es decir, del devenir-imagen de la mercancía. En Chile, la Reforma Universitaria pretendía, desde el movimiento estudiantil, transformar las condiciones estructurales (políticas, sociales, culturales) del país, asignando de tal suerte un rol político fundamental a la juventud y su energía creativa y revolucionaria. Pero en Latinoamérica, tal como lo ha mostrado Carlos Ossa, las exigencias y los compromisos eran otros: se trataba, para el cine de la época, de establecer los parámetros visuales de una (im) posible comunidad. Ello implicaba definir lo específicamente latinoamericano, y aunque esa búsqueda se revela, en última instancia, irrealizable –se trata siempre, como decía Deleuze, de filmar al “pueblo que falta”- , ella motiva en cualquier caso una amplia discusión en torno a cómo filmar la “realidad latinoamericana”. Grosso modo, se intentará plasmar en la pantalla una cierta idiosincrasia de los gestos, las costumbres, las hablas y los paisajes, ya sea inspirándose en el neorrealismo italiano, la nouvelle vague francesa, o el documental de corte científico. Películas como La Hora de los hornos (Solana, 1968), Valparaíso mi amor (Aldo Francia, 1969), Ayúdeme ud. Compadre (Becker, 1969), El chacal de Nahueltoro (Littin, 1969), Terra em transe (Rocha, 1967), entre muchas otras, plantean, a fines de los años 60, diversas maneras de apropiarse de la especificidad latinoamericana radicalmente. ¿Qué quiere decir, en un tal contexto, ser radical? Desde el punto de vista de la imagen cinematográfica, imprimir la realidad cultural y natural de Latinoamérica en toda su desmesura, en toda su locura –el título de la película de Rocha recién mencionada es muy decidor en este respecto-, en todo aquello que la autonomiza de Occidente, transformándola en un lugar específico para las luchas políticas.
3.- En tal sentido, se tratará de un cine que –más allá de la singularidad y diversidad de las múltiples autorías que lo conforman- obligará a replantearse las relaciones entre imagen, representación y acción. Todo ello atravesado por la cuestión del poder. Pues en ningún caso se tratará, para los autores del período, de representar la realidad desde un punto de vista estético, sino que de contribuir a transformarla, incidiendo, por medio del poderoso efecto que las imágenes en movimiento pueden tener sobre los comportamientos de los espectadores, en la imposición de una conducta crítica (frente al imperialismo, el autoritarismo de la derecha, el capitalismo, etc.). Para ello, como lo ha mostrado Ossa, las herramientas visuales serán en lo fundamental aquellas provenientes de las vanguardias y neo-vanguardias. Podemos decir que todas esas estrategias visuales confluyen en el distanciamiento brechteano. Se trata de que el espectador tome conciencia de la realidad, y el mensaje transmitido por las imágenes debe ser captado lo más transparentemente posible, lo que no implica que la estructura –montaje, narración, diégesis- en la que se insertan no puedan ser complejas.
4.- De entrada vemos entonces que la posición de Ruiz con su opera prima marcará una anomalía visual y discursiva. En primer lugar, Ruiz ha señalado en múltiples ocasiones, que en esa época lo que lo movía era un análisis cinematográfico de los gestos y movimientos de las cosas –hombres y objetos indistintamente- en el espacio urbano y arquitectónico. Al mismo tiempo, quería plasmar los ritmos, sentidos y ante todo sinsentidos del habla coloquial chilena; debido a la importancia de este último aspecto, Ruiz dedica la película a Nicanor Parra, el iniciador de esta investigación en el ámbito de la poesía. Al mismo tiempo, en ese entonces Ruiz concibe al cine básicamente como un aparato que capta los movimientos, los sonidos, las luces y sombras del mundo sin necesariamente imponerle un sentido preconcebido. De la misma manera Marey y Muybridge concibieron la cronofotografía, el primer aparato de captura y reproducción de imágenes en movimiento. Se trata de capturar un momento del mundo previo al sentido, aquel que, igualmente –esta vez por medio del discurso- buscaban los fenomenólogos. Para Ruiz, el cine será –como reza el título de una de sus películas- una “memoria de apariencias”. No obstante ello, en Ruiz, a diferencia de lo que ocurre en los cineastas “experimentales” (Krammer, Mekas, Michael Snow), la “narración” siempre jugó un rol esencial, y ya desde Tres tristes tigres.
5.- Tenemos entonces estos personajes, el Tito (Nelson Villagra), Amanda (Shenda Román), Lucho (Luis Alarcón), Rudy (Jaime Vadell), que deambulan por los espacios urbanos y arquitectónicos, decíamos, como muertos-vivientes. Este último término es preciso entenderlo de manera no metafórica, y avanzar hacia una descripción de él en términos sociológicos. Para ello, habría que retomar los análisis no sólo de Benjamin, sino de Simmel, Canetti y Kracauer, entre otros, para determinar la figura de un sujeto que, en la urbe moderna, ha visto transmutada su condición humana en una propiamente “inhumana”. El cuento de Edgar Poe, “Man in the crawd”, es en tal sentido muy instructivo. Para todos los teóricos que desde fines del s. XIX comienzan a establecer la teoría de un nuevo tipo social, el de las “masas”, se trata de definir unos tipos de comportamientos de los individuos en los que éstos pierden toda singularidad, convirtiéndose en meros componentes de un organismo cuyo funcionamiento no es aquel de la racionalidad moderna (únicamente aplicable al individuo). El gran texto de Canetti, comienza describiendo el movimiento de las masas en las ciudades como quien describiera el movimiento de formaciones biológicas no-humanas (musgos, p ej) cuya característica es la velocidad de sus transformaciones no obstante ellas suelen ser predecibles; en este mismo sentido, Kracauer, en otro texto clásico, El ornamento y la masa, compara el movimiento de las masas con el de los espectáculos de danza colectiva ligados a las competencias deportivas. Se trata entonces de movimientos, como los del “Hombre de la multitud” descritos por Poe, que funcionan con una lógica inhumana, si entendemos al Hombre a la manera de la filosofía tradicional, es decir, como un ser dotado de autonomía y libertad.
6.- La figura del muerto-viviente es, desde ese punto de vista, una variación del momento propiamente inhumano del hombre-masa. Podríamos decir que su definición incluye, a diferencia de lo que ha hecho la teoría tradicional de las masas, la cuestión de la espectralidad. Pues un muerto-viviente es, en alguna medida, un tipo de espectro. Ya en el poema de Baudelaire aparecía de tal suerte. El muerto-viviente, a diferencia del hombre-masa, ha perdido todo rasgo de humanidad; como aquel, sus movimientos ya no refieren a ninguna autonomía o libertad, sino a un impulso en última instancia indeterminable. Como sea, su deriva ciudadana dice relación más con la errancia que con los movimientos programados del hombre-masa. Ruiz insistirá posteriormente en esta figura, por ejemplo en El territorio (1981). Entre el paria y el lumpen proletariado, a diferencia de éstos –susceptibles siempre de participar de una revuelta- el muerto-viviente está más allá de la política, porque está más allá de la humanidad. Aparece, en tal sentido, como un caso límite, y llevarlos a la pantalla en cuanto tales implicó la aparición de un nuevo género, a partir de George Romero: los films de zombies.
En el caso de Tres tristes tigres no se trata, naturalmente, ni de zombies ni de muertos-vivientes, ni siquiera de hombres-masa. El Santiago de Chile de la época no es una ciudad habitada por masas. Sin embargo, los personajes del film de Ruiz poseen en común con los muertos-vivientes el hecho de “errar” por la ciudad. La “errancia” –concepto largamente elaborado por Maurice Blanchot- refiere a una condición existencial en la que las categorías modernas tradicionales –sujeto, comunidad, polis, realidad- no se corresponden con las experiencias de la disolución de la subjetividad y del espacio, de la borradura de las fronteras entre el adentro y el afuera. Aunque en la película que comentamos Ruiz tampoco participa estrictamente del registro blanchoteano, sí podemos decir que es el primer cineasta latinoamericano que comienza a filmar la “errancia” de sus personajes, errancia que los relaciona directamente con los muertos-vivientes y por ende con los espectros. Se trataría, en cualquier caso, de definir una “errancia cinematográfica”, y en tal sentido, creemos, Ruiz es plenamente consciente ya que utiliza procedimientos –que terminarán convirtiéndose en su sello estilístico- que justamente pretenden impedir la fijeza de lo representado por la cámara, se trate de objetos, de personajes o de espacios. Refiriéndose a una voluntad declarada (Ruiz la considera una “película-manifiesto”) por plasmar situaciones en continuo “deslizamiento”, Ruiz señala en una entrevista: “La particularidad de esa película es que elabora constantemente el desencuadre; es decir que se produce un desequilibrio constante en el encuadre, que obliga a tener en cuenta el fuera de campo. Cuando la película se mueve, se encuadra, pero un instante después se desencuadra de nuevo. Y como casi todo estaba realizado en primeros planos, los efectos resultaban particularmente evidentes (…)”. Este deslizamiento expresa en términos cinematográficos la errancia social que venimos de explicitar.