El Yesocristo
En un contexto de ofensiva, las defensas no se hacen esperar. El concierto de los oligarcas enviaron a sus intelectuales para neutralizar, sino criminalizar al movimiento estudiantil en plena movilización. En una de las tantas marchas tuvo lugar un hecho que exasperó a clérigos (Berríos) y laicos (Peña): la destrucción de un Cristo de yeso. La imagen de su destrucción se viralizó y las condenas al hecho no se hicieron esperar. No me interesa argumentar si dicho acto fue legítimo o ilegítimo (si fue bueno o malo), sino interrogar el porqué de su efecto, ¿qué hizo que, clérigos y laicos, enemigos íntimos e históricos de la República de Chile, reaccionaran de manera tan virulenta frente al hecho desatado?
En 1927 una pregunta similar fue formulada por Sigmund Freud en su conocido ensayo El porvenir de la religión: “¿En dónde radica la fuerza interna de estas doctrinas –Freud se refería a las representaciones religiosas- a qué circunstancias deben su eficacia independiente de la aceptación racional?” La pregunta freudiana es clave: no interroga a la representación religiosa misma, sino a la fuerza que le da consistencia. Se trata del “monto energético” que toda representación trae consigo y que le obstina de cualquier argumentación racional.
La clave es que lo que había que interrogar no era –como creyeron Berríos y Peña- a los estudiantes movilizados, sino a esa “fuerza” interna que se desató una vez que el mentado yesocristo fue dañado. La pregunta no era, por tanto: ¿por qué motivos “sociológicos” (Berríos) o “psicológicos” (Peña) los estudiantes destruyeron una figura de Cristo? sino ¿qué es lo que resultó tan ominoso de la destrucción del yesocristo para el discurso de aquellos que condenaron tan resueltamente el hecho? ¿Qué del discurso oligárquico se ve interpelado por el linchamiento de dicha figura?
Si respondemos esta pregunta podremos entender lo que está en juego no sólo en la movilización estudiantil, sino en toda la potencia popular que se manifiesta en los diversos movimientos a lo largo y ancho del país. Desde los sub-contratistas del cobre hasta los movimientos ecologistas, desde los universitarios hasta los movimientos feministas y LGTB, cada uno de ellos, siendo una modalidad singular de la misma potencia popular que, día tras día, se abre paso entre la desolación de una República tomada por la piratería financiera global.
El linchamiento del yesocristo hizo que Cristo se mostrara como un yeso. Tras el fino maquillaje que lo adornaba, tras la precisa pintura que lo recubría, no había más nada. El yesocristo no era más que una estatua de yeso; tras su recubrimiento material no se escondía ninguna esencia, divinidad o poder. Ni había magia, ni superpoderes. Tan sólo, una simple estatua. En efecto: la escena mostró el carácter hueco de Cristo, la dimensión vacía de su cuerpo. Un Cristo exento de sustancia, despojado de aquella “fuerza” que atraviesa a toda representación, según enseñó Freud.
Así, cuando los manifestantes destruyen al yesocristo el espanto que produce no es más que el del poder frente a su propia desnudez. El poder ha quedado vacío, sin su trono, expuesto a su propia nada.
La operación yesocrística mostró a un signo hueco, una simple pantalla exenta de fondo, máscara que nada ocultaba porque ocultaba a la nada. Se ha expuesto la falta de sustancia del poder. Tras el signo no había un pastor esperándonos, tampoco el paraíso prodigado por la linealidad del progreso, menos aún, una democracia con la que “alegrarse”. Tras el signo no había más nada, porque el signo no representaba “algo” en particular, sino que se articulaba exclusivamente como simulacro. Signo de sí, sin más consistencia que el abismo sobre el cual flota su cadena significante, he aquí el espanto que los denodados columnistas experimentan frente a la operación yesocrística.
Es evidente, sin embargo, que la operación fue muy básica. Cristo no es ya el signo del poder, puesto que, en el contexto moderno, su fuerza ha experimentado un desplazamiento decisivo hacia el capital. La verdadera “religión” –a decir de Walter Benjamin- no es otra que el capitalismo (el “cristianismo” ha sido su simple comparsa). Serán los bancos, los malls, las bolsas, los lugares sagrados sobre los que se apuntala el poder, los dispositivos centrales de la nueva liturgia, los mecanismos por los cuales se aceita la anarquía del capital.
Si bien yace como signo desplazado, en un país como el nuestro, el signo de Cristo, aún goza de la investidura sagrada en el actual engranaje neoliberal donde, gracias a la sistemática “misión” de Karol Wojtyla, la Iglesia católica terminó por abandonar a las poblaciones y se volcó enteramente a los culpógenos y pietistas deseos de la oligarquía militar-financiera chilena: de los teólogos de la liberación a los Legionarios de Cristo, de los Andrè Jarlan a los Karadima.
En este sentido, la operación yesocrística es limitada y básica, como tan limitada y básica lo fue la “reacción” proferida desde Berríos y Peña. Más que mostrar a una generación enajenada por la sociedad de consumo (Berríos) o a estudiantes que obedecen a sus “pulsiones” animales (Peña), el yesocristo revela la diseminación del orden, de un “modelo” que exhibe desnudamente el vacío como su única consistencia. Así, el Cristo de yeso muestra a un modelo de yeso, simulacro de la democracia y democracia de los simulacros, que en un instante expone que no tiene más verdad que un hueco. No se trata de la iconoclastía ilustrada que destruye al ídolo para enrostrar la “verdad” oculta tras la “falsa conciencia”, sino de algo mucho menos pretencioso: romper la eficacia de un simulacro, insistir que tras el “yeso” no había “verdad” alguna que revelar, sino el insondable silencio de un vacío. Nada había de divino en este “modelo”, nada de “verdad” lo legitimaba, ningún pilar le sostenía; tan sólo una fina capa de yeso que en cualquier instante podía desplomarse.
El yesocristo mostró el horror vacui del poder chilensis, a su propio agujero, al abismo abierto entre facticidad y legitimidad, entre violencia y política. El cliché una y otra vez repetido acerca de la “falta de confianza” en las instituciones públicas es, más bien, el horror frente a la fragilidad del “modelo”. De un “modelo” que ya no puede prometer nada. Un modelo de yeso condensado en el yesocristo como la imagen del rey sin ropa, la oligarquía sin la investidura del poder, el “modelo” abandonado en la calle frente al linchamiento popular, la imagen en la que la clase dominante se vio a sí misma enteramente indefensa. Y con la misma fuerza que imprime en su capital (el único dios al que adora), demonizó a quienes habían mostrado que Cristo no era un Jesu-Cristo, sino un Yeso-Cristo.
No importa si estuvo bien o mal. Dejemos eso a los moralistas. La clave para nosotros reside en la “reacción” suscitada. En la “fuerza” que atravies a la representación. Es ahí donde se juega el plus capitalista, el goce soberano que hizo de un hecho medianamente aislado, el núcleo de la marcha estudiantil. Esta última tuvo que responder y profundizó la campaña de criminalización en contra de los estudiantes llevada a cabo por las fuerzas del orden. Se trataba de impulsar la reforma del gobierno para que se consolide el “modelo” y se reafirme la capa de yeso que suture el abismo de su propia desnudez.