Ngelay
Siempre estoy enfrentándome al vacío, a la contradicción de la letra, a la disforia corporal. No paro de desconocerme, de estar constantemente cambiando. Ya no me reconozco y está ahí, justamente mi extravío, la política donde mi biografía –líquida- se vuelve un río o el mar Caribe. El puente que me conecta con la pena morena de mis amigos. Me sentí planta y añoré fotosíntesis. Hice una fiesta donde celebraba el regreso de mi ajayu sin que nadie se diera cuenta sino hasta ahora. Con mis intestinos menos inflamados continúo con una única claridad: nunca he sido un hombre y esa sensación se vuelve un signo, nuestra semántica corporal, en la intervención que estamos haciendo en el lenguaje que siempre es heterosexual. La heterosexualidad no es sino el lenguaje y con él siempre nos estamos haciendo daño, con el lenguaje es que a nosotras nos están haciendo daño, pero como me ha dicho tantas veces Jorge Díaz “las lágrimas son un lugar que tenemos que emancipar”, decimos: no hemos venido a llorar, ya que al mismo tiempo –o más bien, en la discontinuidad de ese tiempo- potenciamos revoluciones moleculares. Estando aquí: reescribiendo el cuerpo y la ciudad al entenderlos como un texto que tenemos, comprometidas con los feminismos, que replantear resistiéndonos a esos espacios y a esos tiempos masculinizantes que no cesan de hacernos el género, naturalizando la realidad normativa, el racismo, entendiendo con toda su violencia como inamovible la racionalidad hétero, intentando soslayar nuestros procesos subjetivos, el amor vegetal.
Es por ello que no puedo estar sentada aquí sin pensar arquitectónicamente el cuerpo como una extensión de todo esto. Como una extensión, también de los organismos que están cerca de mí. No puedo estar sentada aquí sin afectarme por otras resistencias, sin dedicarme a escuchar aunque no pueda parar de hablar, sin pensarme dentro de la pluralidad de un nosotras. Entonces, me pongo de pies y pienso en los cambios que siento que están ocurriendo dentro de mí, los miles de millones de cambios dentro de mí, en mis células. Los cambios que están ocurriendo en mis amigos, en la política del nombrarse, del NO que están escribiendo. En sus procesos indudables de resinificar desde el extrañamiento y la sospecha la cultura, la ciencia, el arte, los espacios donde han tomado la decisión de aparecer, de aportar algo. En las vidas que se están fabricando.
Ese nosotras que refiere a un agenciamiento colectivo de enunciación a un lugar plural. Nuestras vidas no corresponden a una entidad individuada ni a una entidad social predeterminada, no somos un pueblo sino una multitud deseante y rebelde: una ética de la amistad y los afectos, debido a que, como sabemos, la subjetividad es en sí misma producida por agenciamientos de enunciación. Una motivación rizomática de agentes grupales donde la emancipación cognitiva y sexual está en ver la importancia de potenciar las diferencias diferentes, los procesos simbióticos y de cooperación entre los organismos que estamos incómodos con la identidad. En fin, somos una barricada travesti e infecciosa al capitalismo heteronormativo, especista, racista y colonial, nosotras somos, quizás no lo sé, el resultado de una violencia corpohistórica.
Dice Jaime:
1.
Iñche cheüntu, champurria, weküfe / Yo, a medio hacer, mezcla, demonio. Jaime Antonio Araya el nombre borroneado, negando toda arborescencia, fracturo la línea recta para volverme oblicuo, inclinado para ensayar una simetría otra. Los nombres porvenir son ahora, aquí en la ciudad con este rostro otro, poniendo resistencia a la patología, cada día menos humano, más cerca de ser lawen o maleza terca rabiosa. Soy un río herido, aquí estoy en el asfalto creciendo en la fisura. Chi warria güpükagey tañi nürüftükuaetew ka tañi apümaetew /la geografía fue diseñada para tratar de encerrarnos y así consumirnos a nosotros mismos. La somateca arde.
2.
Jaime Antonio Araya: nombre de mi padre y mi abuelo. Nombre con el que debo cargar obligado, nombre de tantas violencias y abandonos. Nombre que no me pertenece. Nombre españolizado, que porta silenciamientos bajo la sonoridad colona. Nombre que reniego constantemente, nombre blanco. Nombre que marca una línea sanguínea que nunca me ha querido, cargando además con la tragedia de ser el único en esta familia que porta el "orgullo" Araya, no hay más herederos del nombre, yo soy el único que podría expandir el apellido como una enfermedad por el mundo. Nombre de una familia que no me conoce ni me quiere, que siempre me miraron en menos. Y ante esta paradoja, acá estoy, Jaime Antonio Araya, con mi máscara blanca y barba incendiaria. Afortunadamente no me reproduciré, no seguiré con el legado maldito. Hoy reniego a mi padre y mi abuelo, a toda esa estirpe que es nombre y herida. Hoy escribo mi nombre y lo tacho. Jaime Antonio Araya, el nombre sustituto que porto, el nombre que desprendo y reniego porque he de convivir con esta desde la rabia y la escritura. Por eso mismo invoco a mi otro nombre borroneado, mi nombre moreno, migratorio y nómade: Famew mülepan Katrileo.
Yo también lo invoco
Y yo le creo.