¿Y dónde se nos fue el vínculo social?
Febrero quedó atrás. Una melancólica nostalgia cruzó ya el fin del que fuera alguna vez un festival internacional de la “canción”. Un evento modificado muy a tono con el proceso de globalización tecnológico-mercantil al cual nos subió de manera inconsulta la dirigencia de este país, mediante la imposición de una modernización neoliberalista.
Algunos destacados columnistas de diversos medios han llamado la atención sobre los resultados de algunas encuestas en los cuales se evidenciaría una situación aparentemente anómala: los chilenos estarían felices a nivel individual-privado, pero molestos con la marcha de las principales instituciones del país, en particular hoy, con las situaciones de corrupción, colusiones y faltas a sus tareas en que han incurrido nuestros políticos, el poder económico y judicial. Traducido, se plantea de nuevo el tema de las paradojas de la modernización. Por un lado, buenos resultados macroeconómicos-productivos, avances en algunas tareas público-estatales, entre otros aspectos; sin embargo, al mismo tiempo que las elites de poder insistían en las bondades del modelo, se expresaba el malestar de los chilenos respecto a esta supuesta marcha triunfal.
No hay que olvidar que este tema fue ya puesto de relieve en aquella discusión –interesadamente mal adjetivada– entre “autocomplacientes” y “autoflagelantes” a fines de los noventa. Los mal rotulados de “autoflagelantes” querían justamente poner la atención de manera crítica en los “cuellos de botella” de esos éxitos. No se los dejó. El supuesto éxito, las ganancias y aplausos de agencias internacionales eran muchas. El conjunto de la elite de poder lo impidió. Pero claro, hay una gran diferencia: esos eran momentos de elites exultantes con su aparente poderío, y de relativo silencio de los ciudadanos. Hoy, tenemos una economía internacionalizada en crisis, un sistema político-administrativo deslegitimado, una clase política mal evaluada, al igual que el Poder Judicial y las principales instituciones del país. En fin, una crisis de legitimidad en ciernes. Que no se transforma por ahora en crisis política y social real capaz de abrir camino hacia nuevos escenarios. Con todo, puede decirse respecto al tema del estado del vínculo social que estamos en presencia de un cuestionamiento o ruptura del “contrato” social establecido a la fuerza en aquellos años dictatoriales. Alguien podrá preguntarse: pero, ¿dónde estaba ese contrato, quién lo estableció?
Esta idea funciona a nivel de imaginario social e incluye ciertos preacuerdos básicos sobre límites y posibilidades de la convivencia y la vida en común, aquello que es factible y aquello que no. A pesar de la dificultad para dirimir con exactitud este tipo de creencias, valores y normas, sin embargo, funcionan y proporcionan el “cemento” de una sociedad (J. Elster) y conforman un cierto sentido común compartido. Ese sentido común compartido pre-Golpe de Estado lo podemos caracterizar como un ethos republicanista (imperfecto por cierto), sostenido entre otras cosas, en la existencia de lo que Moulian llama un “Estado de compromiso”.
No era factible revertir la marcha democratizante de los años previos al 73 e imponer un nuevo modelo de economía política y sociedad desde arriba, sin modificar al mismo tiempo el ethos o sentido común republicano. Para eso había que someter –paso a paso–, todas las instituciones sociales –desde la educación hasta la misma política–, a los criterios de mercado y las tecnologías ad hoc. Todo lo cual ha terminado por modificar profundamente el paisaje espiritual de la sociedad chilena. Si por “espíritu humano” entendemos nuestra capacidad de asombro, de tomar distancia frente a nosotros mismos, a la realidad exterior, a los otros, de reflexionar e interrogar críticamente, una y otra vez, el sentido y significado de los actos y cosas; si lo relacionamos con el esfuerzo permanente por poner bajo nuestra dirección los sucesos del mundo, entonces podríamos decir que el modelo neoliberalista (y su poder comunicacional) pone en entredicho, tiende a alienar permanentemente la expresión de esa espiritualidad. Es quizá lo que algunos llaman: la producción o el intento, de un “país borrego”, aletargado, encerrado en sus deudas cotidianas, los suyos, la tele y en su puja por escalar socialmente.
¿Pero, esto inquieta a alguien? Recién nos percatamos de la corrupción estructural que entraña una sociedad de mercado. Es lo que algunas llaman creciente positivación general de la sociedad: todo lo real es racional y viceversa. Aquellos que se atrevan a ponerlo en duda les caerán encima los sambenitos de utopistas, populistas, poco exitosos, disconformes psicológicos, etc. Quizá por eso sostiene Byung-Chul Han que “la depresión es la enfermedad de una sociedad que sufre bajo el exceso de positividad. Refleja aquella humanidad que dirige la guerra contra sí misma”. Una humanidad, la nuestra, que se cree más libre porque en apariencia no está sometida a nadie y que mediante el exceso de trabajo y rendimiento –por sí y ante sí–, convierte su libertad en autoexplotación.