Izquierda y emancipación. La Nueva Mayoría como experiencia de la desazón

Izquierda y emancipación. La Nueva Mayoría como experiencia de la desazón

Por: Mauro Salazar Jaque | 22.03.2016
Nos debemos resignar a un régimen de reformas que no pueden iluminar nuestro presente, porque no hay insumo posible ni esperable, y ello porque el crudo realismo de la Nueva Mayoría lo hace todo imposible, su inclinación conservadora, su sibilina inclinación neoliberal, sus estilosos barones que custodian el establishment tornan absolutamente inviable alterar el actual “régimen de cosas”.

Abramos un libro: tomemos El desacuerdo de Jacques Rancière (1996). Agenciémonos momentáneamente en él. Nos interesa hurgar en las paradojas de la política moderna. Aquí encontramos un caso paradigmático de esto último. La secuencia reza más o menos así:

“En 1832 [16 años antes que El Manifiesto Comunista] el revolucionario Aguste Blanqui era procesado. Al comparecer ante el presidente del tribunal, este le preguntó por su profesión: Blanqui respondió Proletario. Ante lo cual el Juez replicó de inmediato: esa no es una profesión. A lo cual Blanqui volvió a insistir: es la profesión de 30 millones de franceses que viven de su trabajo y que están privados de derechos políticos. Luego de transcurrido este episodio el Juez acepta que el escribano tome nota de esta nueva profesión” (las cursivas son un énfasis mío).
La enseñanza que hay en este episodio histórico –colmado de crispación- nos permite escrutar las paradojas del discurso político. Una primera forma de explorar tal cuestión nos lleva a interrogar el “decisionismo” que hay tras la aseveración de Blanqui, a saber, quien se erige en nombre de la humanidad toda, funde la universalidad en un particular “librado” a la emancipación. Blanqui, el agente “litigante” que absolutiza el “cambio estructural” y pretende subvertir un estado de cosas. No se trata de un hiato que la representación pueda copar sin más, aquí las cosas van mucho más lejos. Pretender ser, la voz de los sin voz, como parte incontable –no propietarios- queda verbalizado ante el tribunal e involucra menos un derecho delegado que agotar la presencia de un tercero en una identidad plena. Por ello, tras la potencia de este enunciado, se olvida la representación y tiene lugar una atribución de sentido político. ¿Por qué habría Blanquí de arrogarse el derecho a establecer los designios de una multitud innombrada?

Por lo tanto, cuando este conflicto tiene lugar, friccionan “dos totalidades”, el Juez -de mármol- que persiste en preservar un “régimen de visibilidad”, de nombres, de instituciones, un establishment. Blanqui, masón, activista, subversivo y revolucionario, que vivió más de 30 años entre rejas, y que mediante su enunciado pudo establecer una nueva economía de las palabras y las cosas. Blanqui abrió paso al torrente de reivindicaciones socialistas que han sido narradas, una y otra vez, como parte del acervo de la izquierda del siglo XIX y, porque no decirlo, como herencia de las luchas obreras durante el mundo industrial. Pero reparemos en algo más; en principio, ambas afirmaciones se niegan recíprocamente; lo que Blanqui quiere inscribir es lo que el Juez se resiste a escuchar. Sin embargo, la ficción de estas recursividades consiste en olvidar que sin otredad (el otro de Blanqui, el otro del juez) no es posible este momento afirmativo (disenso y consenso). En principio habría que celebrar el gesto de blanqui por cuanto logró alterar una economía de signos, de palabras, de gravámenes normativos. ¡Viva Blanqui¡ por cuanto viene a alterar un “sistema de representaciones”, las estampidas del siglo XIX, La Comuna de París marcaron la izquierda del siglo XX. Pese a este florecer de movimientos que buscaban acabar las relaciones de poder y poner fin al trabajo asalariado, luego suena la campana de la última hora –cosificación del obrero industrial-. El pequeño siglo XX nos hizo conocer el Taylorismo, el Fordismo, el Toyotismo y los procesos de industrializarion dieron lugar a una mano de obra aggiornada, descrita en los trabajos de Toni Negri. El mundo industrial, el obrero de la Peugeot por el cual Poulantzas no hizo más que largar-se de un edificio inaugurando la “cadena de suicidas”. La martiriología de izquierdas.

Por ello, la anécdota nos recuerda que la política es, también, un golpe a ciegas cuya impredicibilidad no puede ser reducida al concepto. La política, podemos agregar, se desenvuelve en medio de un “momento afirmativo” que está en las antípodas de un programa de calculabilidad; se afirma, se sostiene, echando por la borda todo contexto normativo y redefiniendo performativamente los “campos de disputa”. La apelación a un universal (Blanqui erigido en clase obrera emancipatoria) es un acto político par excellence. Una retórica afirmativa es una atribución de sentido y debe, necesariamente, enajenarse de sus condiciones materiales de producción, debe padecer un extrañamiento temporal; ello significa que un particular se identifica con la totalidad (sí, totalidad ¡peligro¡) cuando se adjudica la emancipación radical. De allí que este ejemplo ejemplar pueda ser concebido como una operación espectral de la política. Se afirma un nombre que una vez confrontado consagra la “diferencia” frente a un sistema de gravámenes que el Juez intenta perpetuar –reactivamente-. Sin embargo, la pregunta hoy es por el destino fatídico de esta diferencia radical. Pues sospechamos que en la insistencia de Auguste Blanqui entran en juego dos formas fundamentales para comprender la teoría política moderna, a saber, lo político como un momento instituyente que desbarata y desarticula una economía de signos, de nombres y lugares, y la política en su acepción panoptical –finalmente policial diría Rancière - como el establecimiento de rutinas intersubjetivas, institucionales, etc. Conviene poner de relieve aquel “significante” que entra en circulación, a saber, dar el nombre de proletario y lograr inscribir la “categoría” al interior del cuerpo social, en tal inscripción se ejerce la violencia tanto desde la perspectiva de quien da el nombre como de quien está en la escucha (obligada) del mismo y se resiste a ingresar un nuevo significante político –el juez. Sin embargo, su inclusión en el tejido social, hace que la noción abandone su contenido subversivo y se abra paso gradualmente a una marginalidad que posteriormente estará sometida los vectores del bio-poder. Aquí está nuestra mayor pesadumbre respecto a la política moderna, a saber, el momento donde una reclamación se dispone a ser nombrada (sea nombrada como una Nueva Mayoría o no….), es también, el momento de su desgracia. La política, comprendida como politicidad, campos de fuerzas, no puede escapar a su “domesticación” normativa.

Entonces, la nueva voz comparece ante la categoría, proletariado, en el futuro, (también) formará parte de una tipificación “funcional” “profesionalizante” –reciclable- por cl capitalismo de la libre concurrencia. Quiérase o no, dar el nombre es habilitar al proletariado como una “marginalidad instituida”. Esto nos hace pensar que el destino trágico de toda política consiste en sus efectos ortopédicos –la roca de Sísifo: cabría desconfiar, entonces, de cuando el escribano toma nota de la nueva profesión. Invirtiendo la frase de Althusser, nunca llega la hora solitaria de la última instancia. Justo ahí, cuando el nombre deviene categoría, ya no es posible cuestionar el momento de fuerza que hace posible su espectacular disrupción. De allí que la anotación del escribano sea menos el reconocimiento de la diferencia, que la reducción del conflicto a un campo de visibilidad. Una fuerza política disruptiva como la de Blanqui requiere de un esfuerzo institucional.

Es cierto, en la integración de un nombre se alteran los gravámenes estatuidos en una determinada “comunidad de sentidos”, la correlación de fuerzas varía y se extiende el campo de lo político –el ingreso de nuevos significantes permite la posibilidad de minorías activas (de dirigentes estudiantiles). Sin embargo, también se instala la administración de la diferencia. A fin de cuentas, la “jaula de hierro” almacena los nombres que estima conveniente para su funcionamiento. En medio de esta aporía Blanqui hizo bien en dar el nombre. Por fin, democracia es siempre un estado de conflictividad, es el permanente mecanismo a través del cual el desacuerdo, lejos de impedir la convivencia, recrea a la propia democracia allí donde habilita y despliega aquellas “voces de la diferencia”, voces que nos recuerdan lo insuperado del litigio por la presencia, insistimos, de los incontables. Lamentablemente, la herencia de Blanqui no tributa ningún beneficio para la operación institucionalista de la izquierda chilena. Ni siquiera pensar cándidamente en una fase democrático-burguesía. Eso sería ficcionar demasiado las cosas y suponer que el puñado de reformas tienen una densidad que no hemos dimensionado.

Nos debemos resignar a un régimen de reformas que no pueden iluminar nuestro presente, porque no hay insumo posible ni esperable, y ello porque el crudo realismo de la Nueva Mayoría lo hace todo imposible, su inclinación conservadora, su sibilina inclinación neoliberal, sus estilosos barones que custodian el establishment tornan absolutamente inviable alterar el actual “régimen de cosas”. Aquí no existe ningún Blanqui porque la izquierda chilena a fines de los 70’ claudico ante otros escenarios posibles y, de modo muy particular, ello se arrastró hasta la rebelión popular (¿otro mundo es posible?). Muy por el contrario, en una cultura donde la diversidad es vivida como caos, los actores del orden resguardan el campo institucional. Sería una pachotada suponer que el mundo comunista –que hace las veces de juez y parte- viene a alterar una “comunidad de sentidos”, más allá de toda la estridencia –estetas de ocasión- que ello comprende en nuestro paisaje neoliberal, lo que tenemos es una regresión conservadora donde las fuerzas del cambio quedan relegadas a la condición del “interdicto” (ultrón a-sistémico).

Lejos del filo crítico de los gobiernos post-neoliberales, ahora que estamos librados al fin de clico en América Latina, el giro que se avecina es la tentación conservadora, es una social democracia de bajísima intensidad afiliada a las rutinas burocráticas. Y ya lo sabemos ¿Realismo sin renuncia? Comunistas y socialistas forman parte del mismo mármol institucional.