La “democracia étnica” de Israel
En marzo de 2015 el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, estaba nervioso. Los ataques llevados a cabo en el verano anterior contra Gaza, donde su ejército asesinó a más de dos mil palestinos, contaron con amplia aceptación de la sociedad israelí, pero aún había quien pensaba que las elecciones generales permitirían expresar un rechazo ciudadano a su beligerancia. Lo cierto es que Netanyahu apostó, al final de la campaña, por afinar aún más su discurso duro planteando que no permitiría ni la creación de un Estado palestino, ni el desmantelamiento de los asentamientos judíos en Cisjordania, ilegales para el derecho internacional. El resultado de dicha apuesta electoral fue el triunfo sobre Unión Sionista y la obtención de una mayoría suficiente para establecer un nuevo gobierno de cuatro años.
Pero había también otra preocupación que aquejaba al primer ministro. Los partidos árabes, dentro de Israel, habían logrado converger en la Lista Conjunta, que logrando catorce escaños en la Knesset, se convirtió en la tercera fuerza más votada. En pleno proceso de votación, Netanyahu pidió a sus adherentes que hicieran un esfuerzo para ir a votar, porque los árabes estaban yendo “en manada” a las urnas. Podríamos hablar mucho sobre el significado de esta referencia animalesca a la manera en que se mueven los árabes, para abordar el racismo tan impregnado en la sociedad israelí que ese tipo de calificativos salen de lo privado y se instalan en la retórica política. Pero creo que lo esencial del mensaje del primer ministro es que en la llamada “democracia israelí” los árabes son un problema, una molestia que no ceja de ensuciar el carácter judío del Estado. La alta votación de la Lista Conjunta reveló en 2015 que la histórica segregación de la población árabe, su confinamiento territorial y la discriminación legal podían ser precisamente los elementos que potenciaran la necesidad de articular una fuerza árabe común por medio de los mismos mecanismos que el Estado reivindica. Una consecuencia inesperada para un sistema demasiado confiado en sus mecanismos de limpieza étnica.
Pero Israel no está para malos chistes. El carácter etno-religioso judío del Estado no podía ponerse en peligro por el ascenso desmesurado de esta “manada” de árabes en el parlamento. Cualquier acción política que vinculara a los parlamentarios árabes con la causa palestina sería la excusa para acusarlos de traición y el inicio de la tercera Intifada en octubre de 2015 puso las cosas más fáciles. Los parlamentarios Basilea Ghattas, Jamal Zahalka y Hanin Zuabi, miembros del partido Balad, que forma parte de la Lista Conjunta, decidieron reunirse con familiares de palestinos que habían llevado a cabo ataques en Israel y que el ejército había abatido en acción. Israel se negó a entregar los cuerpos para ser enterrados, lo que fue denunciado por los parlamentarios de Balad en la Knesset. Un airado Netanyahu, pasando por alto que en los últimos meses Israel ha asesinado a 180 palestinos (38 menores de edad) y herido a más de 10 mil, ha declarado que “No estamos dispuestos a aceptar una situación en la que diputados israelíes apoyen a las familias de los asesinos de ciudadanos israelíes y que guarden un minuto de silencio en memoria de quienes han asesinado a niños israelíes. Todo tiene un límite. Hay una cosa que se llama honor nacional”.
El honor nacional israelí se muestra incompatible, a ojos de Netanyahu, con el honor árabe. Aunque mueran por miles, las vidas de los palestinos no son dignas de entierro (honores). Ellos se mueven y mueren en manada y por eso no pueden ser admitidos tampoco en un parlamento, sería una contradicción, pues ellos no hablan, no parlamentan. Con las palabras de Netanyahu se dio inicio a la expulsión del parlamento de sus tres miembros árabes. El lunes 29 de febrero, la Knesset aprobó en su primera lectura el “proyecto de ley de suspensión” con el que los margina de sus cargos “por apoyar a terroristas”, ampliando los mecanismos de discriminación hacia los palestinos ciudadanos de Israel. Como bien dice Jack Khoury, el proyecto “envía un mensaje claro a los ciudadanos árabes de Israel y sus representantes en la Knesset: El Estado de Israel es una democracia sólo para judíos, y cualquier persona que piense de manera diferente o se conduzca de acuerdo a una narrativa diferente -incluso si pertenece a un pueblo diferente- es susceptible de ser excluida por la legislatura de Israel”.
El problema es aún más profundo, pues la discriminación hacia los árabes, así como la ocupación de Cisjordania y el bloqueo a Gaza, encuentra un gran respaldo dentro de la sociedad israelí. Una encuesta realizada recientemente en Israel por Smith Consulting Institute revela que el 77% de los ciudadanos del Estado apoya el proyecto de ley de suspensión que obviamente afectará exclusivamente a los parlamentarios árabes o judíos disidentes del sionismo. La amplia penetración ideológica del sionismo en Israel se ha visto reforzada en los últimos años, precisamente en el momento en que el Estado se vuelve más y más beligerante. El etnocentrismo legalizado, sin embargo, abre también nuevos escenarios políticos inesperados, como el rechazo al proyecto de ley por parte del sector más radical de la derecha israelí. La ministra de justicia Ayelet Shaked, recordada por llamar al ejército israelí a asesinar a las madres palestinas en Gaza, se opuso a la medida de Netanyahu diciendo que “Hoy [el proyecto] es contra los árabes, mañana podría ser utilizado contra los colonos o los [judíos] ultra-ortodoxos”. Aunque al menos es más visionaria que Netanyahu, Shaked representa precisamente el sector que, incluido en el gobierno israelí, ha llevado a cabo una profunda transformación del sionismo político en un fundamentalismo religioso, cuyas puntas de lanzas son los colonos ilegales. Siendo capaz de avizorar el peligro de una ley de estas características para el propio fundamentalismo judío, la ministra de justicia no comprende lo que Netanyahu tiene más que claro: en el racismo de Estado israelí, en la búsqueda por eliminar cualquier amenaza para su carácter judío, no hay vuelta atrás y un paso fundamental es despejar a las manadas de árabes de la representación política, para que el Estado sea verdaderamente un etnos y no un demos.