Un cónclave en aislamiento para políticos ineficaces, en España y Europa
La Iglesia Católica, Apostólica y Romana es una institución milenaria que, como sabemos, puede resultar tan inteligente como perversa. En buena medida es el paradigma de aquella máxima de que más sabe el diablo por viejo por diablo.No hablaremos hoy de las prácticas perversas, sino de la sabiduría [incluso maléfica] de la corte vaticana. Viene a cuento de lo que se conoce como cónclave del colegio cardenalicio para la elección del Papa de Roma.
La idea es la resultante de las idas y venidas, los encuentros y las invectivas, las maniobras orquestales -no sólo en la obscuridad-, las declaraciones y las réplicas, que estamos padeciendo durante el proceso político para ver de nombrar un presidente del gobierno en Madrid.
El cónclave cardenalicio se realiza, como es sabido, en la Capilla Sixtina, lugar en el que durante siglos los príncipes de la Iglesia se recluían y aislaban del mundo hasta encontrar al sucesor de Pedro. Eso fue así desde el siglo XIII hasta que el Papa polaco suavizó ligeramente el encierro, al aceptar que los cardenales se alojen en dependencias vaticanas, pero manteniendo la más estricta prohibición de comunicarse con el mundo exterior. Pues bien, eso mismo o algo parecido deberían hacer aquí los responsables políticos partidarios junto a sus respectivos equipos de asesores: encerrarse hasta encontrar una solución al problema y no castigar a los electores diariamente con sus acusaciones cruzadas, sus pequeñeces, sus miserias, sus mezquindades y sus faltas de destreza para entenderse con sus adversarios. Lo peor, sin embargo, no es la pesadez de tan bajo nivel de unos y otros ni su nula solvencia.
Es peor el cansancio, la hartura del electorado que le está haciendo un muy flaco favor a la política, entendida ésta como la actividad de las personas que gobiernan o aspiran a regir los asuntos públicos. En última instancia, la evidencia empírica demuestra que hay dos clases de posicionamientos en torno a esa actividad: la que dice que todos los políticos son iguales, y la que es capaz de distinguir entre unos y otros. La primera afirmación es de matriz entre conservadora y reaccionaria, mientras que la segunda opción, más optimista, es propia de personas de mentalidad más abierta, más avanzada y, por lo tanto, más progresistas o liberales.
Lamentablemente, los comportamientos a los que nos tienen acostumbrados los actuales responsables partidarios españoles, corregidos y aumentados estos días, no sólo abonan la idea de que todos se parecen mucho entre sí, sino que devalúan la democracia como el mejor sistema conocido para abordar y resolver los conflictos inherentes a sociedades complejas como las actuales. Así que debieran revertir sus protocolos de actuación y debieran esforzarse en transmitir a los ciudadanos la idea de que, en cualquier caso, los intereses generales están por encima de los particulares.
Parece que la confianza en los políticos ha descendido tanto en los últimos años que ni siquiera se les llega a exigir que aborden con decisión y resuelvan los problemas más graves que nos afectan. No me refiero ahora a España y a la falta de trabajo o a la corrupción, sino que pienso en la respuesta que los diversos gobiernos europeos están dando al drama de los refugiados que huyen de escenarios del horror en el próximo y el medio Oriente. Nuestros problemas particulares más acuciantes palidecen ante las imágenes de esos hombres, mujeres y niños sin alimentos, sin agua, sin cobijo ante el frío y la lluvia, mientras la Unión Europea vive enfrascada en un debate sobre qué hacer para no hacer nada.
Ni siquiera la respuesta ciudadana está siendo la esperable en la medida que no es masiva y no ha conseguido inquietar -todavía, al menos- a los altos dignatarios. Decía Margaret Thatcher que la sociedad no existe, que sólo hay individuos y familias. Parece que estamos empeñados en darle la razón. ¿Qué clase de enfermedad moral nos está afectando como sociedad, que no somos capaces de reaccionar de manera efectiva contra la política de los organismos de la UE hacia los refugiados? No podemos cerrar los ojos ante una realidad dantesca de niños ahogados en las playas, de padres que enarbolan biberones vacíos, de madres que piden pan y ropa seca para sus hijos, de embarcaciones repletas de seres humanos que huyen de las bombas y de la barbarie injertada de religión. No podemos cerrar los ojos, pero da la impresión de que lo hacemos.
Es por ello que los políticos de la UE están llegando no ya a la indignidad, sino incluso a saltarse olímpicamente el marco jurídico europeo poniendo en marcha las deportaciones masivas e indiscriminadas a Turquía, un país que de ninguna manera puede considerarse territorio seguro para los migrantes; un país regido por un gobierno represivo que actúa como un mercenario que obtiene beneficio del dolor de los fugitivos y de la cobarde comodidad de los dirigentes y de parte de los ciudadanos de la Unión. Ska Keller, la líder de los Verdes Europeos, se dirigía en el Parlamento a los mandatarios de los 28 países y les preguntaba: ¿Cómo podéis dormir por las noches?
Sí, ¿cómo es que pueden? ¿De qué pasta están hechos?
Tanto escándalo como levantan en la vieja Europa las bravatas ultraderechistas, xenófobas y supremacistas de Donald Trump, y la verdad es que la política que estamos desplegando ante los refugiados sirios, afganos o iraquíes que llegan a las costas griegas podría firmarla el mismo aspirante republicano a la presidencia de los Estados Unidos.
Es una prueba más del fracaso de unos políticos que, quizá, son los que nos merecemos. Parece que en la Europa actual sólo somos individuos, que no somos sociedad, como decía la desaprensiva primera ministra británica. Y si eso es así, no debiéramos sorprendernos porque los políticos que elegimos ni sean capaces de dialogar para constituir un gobierno que revierta los terribles daños del austericidio de los últimos años en España, ni en Europa sean capaces de salvaguardar los derechos humanos básicos de las víctimas de una guerra que dura ya más de cinco años.
Si pudiéramos meterlos en un cónclave, aislados absolutamente del mundo exterior, del que no pudieran salir mientras no tuvieran una solución factible y adecuada, quizá serían más diligentes y eficaces. En cuanto a los dirigentes de la UE, también podría ser efectivo -como alternativa al cónclave-ponerlos en una barca atestada, y dejarlos a unas cuántas millas de tierra firme.