¡Educación cívica (para la elite) ahora!
Desde que el debate sobre la posibilidad de convocar a una asamblea constituyente para definir la nueva Constitución se instaló con fuerza en cierto sector de la sociedad chilena, se fue profundizando la convicción de que era necesario instruir a la población en educación cívica. De lo fundamental que es asimilar la importancia de la democracia, que es el ordenamiento de gobierno que hemos adoptado como cuerpo social.
Tal demanda no es nueva.
Desde que en 1997 se eliminara de las aulas como asignatura independiente y pasara a ser un objetivo transversal (aunque no lo crea, este paso no se dio en dictadura sino en democracia), se ha venido señalando que su ausencia complejiza el proceso de socialización de las personas en su eje de ciudadanos y no de simple individuos. En un modelo que fomenta el individualismo y el supra rol de consumidores, de seguro la supresión de la educación cívica (impartida en distintos formatos en las escuelas desde 1912) más que un problema debe ser visto como un aporte.
La repolitización vivida en el último ha sido una bocanada de aire fresco. Fue la oportunidad para que el gobierno, embarcado en la tarea de dotar a Chile de una nueva Constitución, repusiera el debate y la demanda.
Fue así que en abril de 2015 la presidenta Michelle Bachelet anunció en cadena nacional un impulso masivo a la educación cívica, con miras al inicio del proceso constituyente que se daría en septiembre. Más allá del error conceptual de pensar que los procesos constituyentes se inician por decreto (en Chile partió el día mismo en que se aprobó fraudulentamente la Carta del 80), fue un anuncio positivo.
Dudas había muchas (y sigue habiendo algunas). Por ejemplo, sobre el mecanismo escogido para hacer efectivo el compromiso: el uso de postales para que el ciudadano asuma su responsabilidad en calidad de tal no es precisamente el medio más cívico que a uno se le ocurriría. Pero en fin, bajo las condiciones actuales cualquier esfuerzo se agradece.
En mi caso la principal preocupación radicaba en el alcance de lo que se entendería por “educación cívica”. Si por ello comprendíamos solo los aspectos formales de la configuración del Estado y lo público, bastante magro sería el resultado. Conocer cómo se tramita una ley, el voto, la separación de los poderes del Estado, el rol de la Contraloría o la administración pública sirve, pero no aborda el aspecto profundo de lo que es el vivir en comunidad.
Por eso, con buenos ojos recibí aquellas tarjetas tipo postales del constitucionario. Tal es la campaña específica que aborda conceptos asociados a la Constitución. Ideas como bien común, libertad, acuerdo, identidad se suman a otras más formales, avanzando hacia el diálogo sobre la idea de fondo del coexistir en sociedad.
Efectivamente una campaña de este tipo no es la que, por sí sola, nos llevará a mejorar nuestra democracia. Sin embargo en el entendido que esta es mucho más que votar cada cuatro u ocho años, incorporar principios amplios permite dotar de sentido una serie de ritos e instituciones que de otra forma a la ciudadanía no prevenida parecen vacuos.
Y es cuando se analizan las opiniones de diversos actores políticos sobre temas tan sensibles como la forma de cambiar la Constitución, que se constata que el déficit de entender qué es la democracia va mucho más allá de lo que algunos nos quieren hacer creer. Que no son solo el chileno y la chilena de a pie los que no comprenden, sino que quienes nos gobiernan tampoco. Y eso es más grave aún.
Ahí tenemos las frases que muchos repiten cual mantra en el sentido de que no importa cómo se elabora la Carta Fundamental, sino que lo relevante serán contenidos. Emulando al líder comunista chino Deng Xiaoping cuando recurrió a elementos del odiado capitalismo en su socialismo real nos dicen que “da lo mismo el color del gato, lo importante es que cace ratones”. En concreto, que el fin último es tener una buena Constitución, da lo mismo el procedimiento.
Esta sola idea demuestra que no se comprende en su profundidad el sentido de la democracia. Porque la democracia, en el fondo, no es más que una serie de procedimientos que otorgan legitimidad a la toma de decisiones. ¿Y qué decisión más importante que la definir la principal norma que rige un país?
Las formas son fundamentales. Las formas son las que harán que la resolución final adoptada en temas de interés público no solo responda efectivamente a lo que el cuerpo social demanda (más allá de lo que la caricatura conservadora nos asegura, que la gente se enfrascará en disputas cortoplacistas sin pensar en el país) sino, además, no estarán manchadas con algo que hoy se ha convertido ya en un problema: el vicio de la ilegitimidad.
Porque, ¿no son quienes estas frases lanzan los que han generado el embrollo en que hoy nos encontramos? ¿No son ellos quienes han legitimado y legalizado el cohecho empresarial y el clientelismo electoral? ¿Y no ocurre esto, principalmente, porque han puesto sus propios intereses por sobre los del colectivo?.
Efectivamente necesitamos educación cívica. Pero esta debe partir por quienes hoy toman las decisiones desde la institucionalidad y lo público, cuyas percepciones sobre la sociedad se alejan de la democracia que Chile se merece.