Caso Penta: la ética, la política y las clases
Mientras la doctrina económica neoliberal defiende con vehemencia la librecompetencia, la práctica neoliberal produce colusión. Del mismo modo, mientras las nociones políticas del liberalismo doctrinario describen la democracia como un régimen de autonomía de la institucionalidad, el caso Penta deja en evidencia el oculto trazado de caminos que conecta empresas y partidos.
Esta vez no se trata de las empresas de ex izquierdistas y sus conexiones con partidos de la Concertación, no es el caso de ministros, subsecretarios y directivos de empresas públicas que saltan a los directorios de empresas privadas, ni son los militantes del oficialismo que asesoran con sus consultoras a los grandes propietarios, tampoco son los grupos económicos más afines al gobierno, aunque podrían serlo, no, esta vez le tocó a la derecha dura, a la derecha político empresarial y sus holdings surgidos y engordados al alero de la dictadura.
Hace unos días Carlos Peña las emprendió en El Mercurio contra la UDI, sosteniendo que solo se trata de una “dependencia del grupo Penta”. En la misma dirección, Patricio Fernández sostenía en una editorial de The Clinic la supremacía de la empresa. El ciclo neoliberal conlleva, efectivamente, una expansión inusitada del poder de las grandes corporaciones privadas; pero puestos a observar las relaciones que se han establecido entre esos coágulos de mando con otras formas organizadas de la dirección de la sociedad (partidos, en este caso), es necesario apreciar una dinámica que las engloba y las excede. De lo contrario se tiende a propagar una idea que simplifica demasiado los modos en que el capital asegura su reproducción.
La expansión del poder de los empresarios se inscribe en un proceso de formación y desarrollo de una franja de las clases dominantes como parte de la constitución de un orden social complejo. El asunto no termina en que Penta someta a los politiquillos de la UDI a sus dictados, aun cuando lo haya hecho. Tampoco se trata de unos dirigentes gremialistas consumidos por actitudes mendicantes, aun cuando ello quede en evidencia en los correos; no, es un sistema de organización de la política y la economía que conduce directo a la supremacía de una clase. A Délano y Lavín les cabe una parte del trabajo, a Jovino y a Ernesto Silva otra, todo se apoya en la obra de Pinochet, de Kast, en el orden impuesto a sangre y fuego en los 70, y por cierto en la divisa guzmaniana del Estado subsidiario. Pero también a la Concertación le ha cabido un papel mayor en todo ello.
No es el Estado al servicio de la empresa en términos simples, no es una sencilla colonización de unos sobre otros, es la acción múltiple y compleja de una clase social que posee el Estado y posee la empresa. Quieren dinero, si, pero sobre todo quieren poder, y una cosa no es igual a la otra.
Es por eso que el asunto no queda solo en la UDI, ni solo en la derecha, y se extiende sobre todo el sistema político. Si los partidos político eran, como dice Peña, “una agrupación de personas que se trataban como iguales entre sí, que compartían ideas y aspiraban mediante la competencia electoral a ganar el gobierno”, la UDI efectivamente no lo ha sido, pero ¿acaso el PS, la DC o RN cumplen con esos tres requerimientos?
Estamos frente a un hecho, que por cierto de formas más sutiles y menos monopólicas que en caso Penta-UDI, recorre toda la política institucional. No es corrupción en el sentido simple del término, no es un puro desvío doloso de dinero para el enriquecimiento de alguien, es la constitución ética y material de toda la política posdictatorial, que ha estado basada en su articulación con el poder económico, de modo de asegurar, primero, la desigualdad en el acceso a la política, para que desde esa institucionalidad desigual puedan asegurarse las restantes formas de la desigualdad después.
De modo que limitar el problema a la UDI o sostener que solo se trata de Penta, es ocultar una cualidad ampliamente distribuida sobre la política que constituye, de hecho, una de las principales motivaciones para un cambio constitucional. La tendencia neoligárquica a debilitar la actividad política, a diluir la organización de la sociedad y propender al ejercicio de poder casi desnudo de la gran propiedad no es un asunto que se verifique solo a través de la acción de la derecha, por el contrario, ha sido una de las claves fundantes de la “democracia de los acuerdos”.
Si hay entonces en el futuro algo que pueda llamarse “nueva política”, deberá descansar en una ética de radical superación de la reproducción del capital como determinación fundamental de la política, sea que a ello se le llame “crecimiento”, “mantención de los equilibrios macroeconómicos”, “alianzas público-privadas”, “orden público” o como se quiera. La construcción de una política de lo común para un nuevo ciclo histórico en Chile, implica superar sin las medias tintas ni las negociaciones que marcaron la agenda a fines de los 80, la primacía de lo privado que hoy se extiende sobre toda actividad pública.