Las bombas en Santiago y la urgencia de una reflexión profunda
El reciente atentado terrorista, que afectó a 14 personas en los alrededores de la estación de metro Escuela Militar, ha puesto a la izquierda de súbito ante una serie de temas pendientes que debatir. Entre ellos, el siempre complejo tema de la violencia en las manifestaciones, sobre todo estudiantiles, y la presencia histórica de agitadores eternos al interior de las organizaciones más radicalizadas.
Ante esta situación lo primero es lo primero, y esto es la condena enérgica a un atentado que, sean quienes sean sus autores, golpea al pueblo chileno dejando heridos de diversa gravedad. Esta ha sido la tónica general de los pronunciamientos que las diversas organizaciones de izquierda han realizado, sin embargo resulta necesario enfatizarla, y expresar a través de cualquier medio, no solo la condena, sino que también la solidaridad con las víctimas y sus familias.
Esto, en un momento en el que las sospechas se dirigen casi automáticamente hacia grupos “anarquistas”. Si bien no es posible descartar de entrada la participación de alguna persona o grupo de personas desequilibrados que se reivindiquen de izquierda, la historia nos dice que tampoco podemos ignorar la posible participación de agentes del Estado o de grupos neofascistas en la colocación de la bomba. Consideración que adquiere relevancia en un contexto en el que el gobierno se encuentra asediado por la presión de la derecha empresarial, en orden de frenar las reformas que tímidamente ha planteado el ala progresista de la Nueva Mayoría.
De lo que podemos estar seguros es que es importante mantener la calma, mirar los hechos fríamente, y cerrar filas condenando el ataque de manera firme e ineludible, y esa ha sido la tónica del conjunto de la izquierda. Lo segundo, es tomar determinaciones respecto al futuro, enfrentar los debates pendientes y profundizar nuestro compromiso, combatiendo el miedo que se busca instalar de forma progresiva en la opinión pública.
La primera hipótesis: el anarquismo insurreccional
Para los medios de comunicación y varias autoridades, los primeros sospechosos fueron los “anarquistas”, quienes han reivindicado numerosos ataques con bombas durante los últimos años. Si bien los comunicados que han justificado este tipo de acciones son heterogéneos, muchos se han situado desde una postura anti social, criticando no sólo al Estado o al “poder” sino que también a la “masa”. La alusión al caos y a la destrucción violenta del sistema, a figuras como Severino di Giovanni y la lógica del “Ai Ferri Corti” han sido constantes.
Sin embargo, los ataques reivindicados siempre fueron a lugares simbólicos, nunca se buscó generar víctimas, incluso cuando se estaba desarrollando el tristemente célebre “caso bombas”, y fueron realizados en espacios y horarios en los que no habían personas en los alrededores. De ahí precisamente, que las únicas víctimas contabilizadas en este tipo de hechos fueron dos perpetradores de los mismos.
Por supuesto, sería irresponsable descartar la existencia de provocadores e infiltrados en este tipo de espacios, que impulsaran la realización de acciones criminales con el objetivo de generar un escenario que justificara una persecución hacia las organizaciones de izquierda. Ejemplos de infiltraciones ya han sido investigadas, un ejemplo se encuentra en el libro “La trampa (Historia de una infiltración)” que cuenta cómo un miembro de la inteligencia de la dictadura creó una facción del MIR, impulsó acciones radicalizadas y llevó a la muerte a varios jóvenes en su intento por llegar a “peces gordos” de la resistencia.
Tampoco podemos descartar que existan algunos en la izquierda que desprecien de tal manera la vida de humana, de quienes consideran sus “enemigos”, como para realizar un ataque de estas características.
Segunda hipótesis: los aparatos de inteligencia
Históricamente los aparatos de seguridad del Estado han buscado infiltrar a las organizaciones sociales y/o de izquierda. Desde los agentes de policía al interior de los primeros sindicatos hasta la integración de agentes provocadores en partidos políticos, esta práctica ha sido algo sistemático desde hace más de un siglo.
La Ojrana, la policía secreta zarista, llegó a tener un infiltrado encabezando el aparato armado del Partido Bolchevique, y en Chile el ejército infiltró a Osvaldo “Guatón” Romo como dirigente vecinal en Lo Hermida durante la Unidad Popular, y tras el Golpe de Estado apareció entregando gente como miembro de la DINA.
Durante los primeros años de la transición, la Concertación desplegó un aparato de inteligencia llamado “La Oficina”, en orden de desarticular a los grupos de izquierda que continuaban reivindicando la lucha armada. En 1992 ese espacio, conformando por militantes del PS que contactaba ex militantes rodriguistas y miristas para que colaboraran con el gobierno, monta una falsa operación de venta de armas al “Destacamento Mirista Pueblo en Armas” para posteriormente realizar allanamientos.
La CNI por su parte, no solamente armó falsos enfrentamientos para asesinar presos y asaltó bancos para financiarse –asesinando de paso a 2 ejecutivos en Calama en 1981- sino que también hizo explotar un auto frente a la casa del Embajador de Chile en Argentina, René Rojas, debido a tensiones que existían con él a raíz de sus labores en el exterior.
Tercera hipótesis: La extrema derecha
La derecha chilena ha tenido siempre un carácter extremadamente duro a la hora de defender sus posiciones y sus privilegios. A fines del siglo XIX la aristocracia sublevó a la marina en 1891 para derrocar a un presidente, cuyo programa de gobierno buscaba terminar con el monopolio del salitre, y durante el siglo XX no dudó en utilizar al ejército para reprimir huelgas.
En la década de los 30 se formaron las Milicias Republicanas, cuerpo paramilitar que organizó a 80 mil personas en regimientos a lo largo de todo el país,en virtud de apartar a las Fuerzas Armadas de la política luego de la “República Socialista”. Su lema era “Orden, Paz, Hogar y Patria“, y tuvo su continuación en el Partido Acción Nacional, que abogaba por un Estado de carácter corporativo. En esa misma década el Movimiento Nacional Socialista de Chile formó grupos de choque –las Tropas Nacistas de Asalto- para disputar la calle a las organizaciones de izquierda.
Ya en los años 70 un sector de la derecha apostó por el terrorismo y las bombas para evitar que Salvador Allende asumiera el gobierno. Los asesinatos, ataques a la infraestructura nacional y la acción de las Brigadas Operacionales de Fuerzas Especiales de “Patria y Libertad” buscaron generar las condiciones para un golpe militar. Luego del 11 de septiembre de 1973, varios de sus activistas se incorporaron a la DINA.
Si bien mucho tiempo ha pasado desde esa época, han sido varias las declaraciones de empresarios que han amenazado con retomar esa senda en caso de que no se ceda a sus demandas y se “meta en cintura” a los sindicatos, o se frenen las tímidas reformas del gobierno. Así lo dijo Sven von Appen en el marco de la huelga portuaria cuando afirmó que si la Presidenta Bachelet tiene un mal manejo económico “buscamos un nuevo Pinochet”. Esa postura la reafirmó el Presidente de La Polar en mayo de este año cuando aseguró que “después no hay que lamentarse si salen reformulaciones nuevas de Patria y Libertad”, en una clara amenaza al gobierno y a la izquierda.
Por otra parte, los viejos grupos neonazis o pinochetistas que se habían organizado a partir de los años 2000 han abandonado la esfera pública, lo que no significa que hayan abandonado su activismo o se hayan desarticulado. Ya sea en su versión más marginal del cabeza rapada que “limpia” la calle, o el despliegue de organizaciones políticas estructuradas como el antiguo “Frente Orden Nacional”, sería un grave error ignorarlos, sobre todo tras la develación de nexos limitados con miembros de los aparatos de seguridad del Estado tras la muerte de Tomás Vilches el año 2006.
Inglaterra supo durante los años 90 del nacimiento de “Combat 18”, una organización armada y paramilitar neonazi responsable de la muerte de numerosos inmigrantes y que durante la pasada década creó células en varios países de Europa y América Latina. Sus miembros combatieron a favor de Serbia en las guerras tras la disolución de Yugoslavia, y actualmente respaldan al gobierno de Ucrania en la guerra civil en contra de los separatistas prorrusos, junto a neo-nazis de una docena de países.
La urgencia de reflexionar
Es claro que en este momento es muy difícil decantar por una de estas tres opciones. Tampoco se trata de jugar al detective y tratar de buscar a los culpables efectivos del atentado de Escuela Militar, pero sí identificar factores de riesgo que de una u otra manera condicionarán el desarrollo del trabajo político de la izquierda de aquí para adelante.
Entre estos están, como decíamos recién, la existencia de grupos aislados y radicalizados hasta el paroxismo en una muy mal comprendida “guerra social”, el despliegue de provocadores y la generación de operativos de inteligencia, para gatillar la represión y perfeccionar la legislación represiva a partir de la Ley Antiterrorista y otras herramientas del Estado, o bien la reagrupación de la extrema derecha tal como sucede actualmente en Europa.
Pero junto con el rechazo firme a este tipo de acciones en términos generales, la izquierda tiene un debate mucho más urgente que desarrollar en torno a la violencia y sus consecuencias.
Durante los últimos años nos ha faltado decisión para tomar una posición ante una serie de sucesos que, a pesar de ser contraproducentes y altamente cuestionables, no han sido condenados por la izquierda ante el temor de ser acusados de “amarillos” o “reformistas”, como si esas denominaciones respondieran a un elemento discursivo, estético o meramente “táctico”.
Es así como no hemos sido capaces de cuestionar aquellas ocasiones en que las manifestaciones callejeras se han transformado de una instancia para demostrar capacidad de movilización, adhesión popular a las demandas y expresión de organización y fuerza, en una mera ritualización del enfrentamiento callejero con la policía.
De igual forma, guardamos silencio cuando en el marco de la valiente lucha de los estudiantes, se causaron graves daños a la infraestructura de diversos liceos en toma.Lo mismo hicimos cuando algunos, aprovechando la lucha estudiantil, realizaron salidas callejeras e incendiaron micros, en más de alguna oportunidad aún con pasajeros arriba.
El año 2011 el movimiento social por la educación fue capaz de copar la calle exigiendo una educación pública, gratuita y de calidad a pesar de que el gobierno buscó negarnos nuestro derecho a manifestarnos. Mientras el Presidente Piñera intentaba prohibirnos marchar por la Alameda utilizando a Carabineros, el 4 de agosto miles de personas copaban el centro de Santiago y ejercían la autodefensa, prendían barricadas y legítimamente hacían valer su derecho por la fuerza. Esa legitimidad ganada se pierde ante acciones sin justificación como las que mencionábamos.
No se trata de equiparar el ataque en Escuela Militar a las acciones mencionadas, que hasta el momento nadie ha justificado, pero sí de superar trancas que nos dificultan poder tomar una posición clara frente al tema de la violencia más allá de la actual coyuntura. Tampoco se trata de reducir el problema a un plano de ética abstracta, sino de colocar las cosas en perspectiva: el movimiento social tiene derecho a defender sus derechos, incluso cuando ello implique desafiar los marcos legales vigentes o los dictámenes de los gobiernos. Pero la lucha social no puede ser excusa para creer que ésta se trata de ejercer “un método de lucha” por más radical que parezca.
Por último, no es posible pronunciarse sobre este tema sin la consideración acerca la violencia estructural de la sociedad chilena. Las diferencias sociales son claras y evidentes para quien desee mirarlas, los sueldos son bajos, las pensiones miserables, el marco legal actual está diseñado para impedir o dificultar la organización social y la marginalidad es la herramienta favorita de los poderosos para desincentivarla.
Sin embargo, cuando todo ello falla, no hay nada mejor que revivir el miedo. El relato impuesto por la dictadura cívico militar sale a flote ante sucesos como estos. En la calle es posible escuchar comentarios que hacen alusión a un Golpe de Estado, y la desconfianza en el otro, alimentada poco a poco durante estos años, se transforma en parte de nuestra cultura diaria.
La izquierda tiene el desafío de enfrentar y combatir el miedo con organización, con claridad política y con valentía. La militancia como pasatiempo tiene que ser superada, y se tiene que asumir que no hay espacio para ingenuidades y relatos románticos cuando nos enfrentamos a este tipo de cosas.
*Felipe Ramírez es Periodista de la Universidad de Chile, Presidente del Centro de Estudiantes de Comunicaciones 2011 y
Secretario General de la FECH 2012