España: El rey y yo. Crónica breve de una noche histórica
La tarde del 23 de febrero de 1981 fue difícil para todos los demócratas antifranquistas que creíamos que el régimen de libertades, aún con sus déficits, era ya una realidad irreversible en España. Muy probablemente por ello, tras tener noticia del asalto al Congreso de los Diputados por la tropa al mando de un teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, conocido ultraderechista, coincidimos con muchos compañeros en la sede de Comisiones Obreras en la calle Gil y Morte. Éramos tan jóvenes y tan atrevidos que acudimos allí con el deseo de recibir instrucciones para enfrentarnos al golpe (sic). ? “Los tanques se paran antes de que salgan de los cuarteles; luego ya es tarde”, afirmaba valeroso un compañero nos recordaba lo que había sido Praga en 1968, y nosotros asentíamos convencidos. No sabíamos que los carros de combate ya habían salido de los acuartelamientos de Paterna y que poco después tomarían literalmente el centro de Valencia.
Afortunadamente, en la sede del sindicato nos dieron instrucciones precisas: todos a casa. La dirección del sindicato y la del partido ya estaba ?esa fue la información? donde debía estar para hacer lo más conveniente para todos.
Conforme cayó la noche, la oscuridad lo cubrió todo. Incluso el ánimo. ¿Qué podíamos hacer? Varias parejas de amigos vivíamos en el mismo edificio, y eso alivió mucho el tenso y lento paso de las horas. ¿Deshacernos de libros y publicaciones que teníamos a las estanterías de casa? ¿Quemar documentos comprometedores ante una supuesta regresión hacia el pasado? ¿Comenzar a romper papeles y a lanzarlos por el desagüe del inodoro? ¿Para qué? Todos nosotros éramos militantes reconocibles de la izquierda política. Sobradamente conocidos por nuestras ideas y por nuestro activismo, ¿qué sentido tenía esconderse? Ninguno era dirigente, a lo más en el ámbito universitario, así que, ¿qué podíamos hacer sino esperar? Ya no se podía volver a la clandestinidad. Era imposible.
Pasaron las horas. Las emisoras de radio en Valencia estaban en manos de los golpistas, pero TVE informó hacia las nueve cómo estaba la situación: circunscrita a la capital valenciana. A esa misma hora se estaba grabando, como supimos después, la alocución del Rey. Fue emitida cuatro horas más tarde, hacia la una y cuarto de la madrugada del día 24 de febrero. Cuando Juan Carlos de Borbón apareció en pantalla, vestido de capitán general, y dijo lo que dijo, lo encontré hasta cinematográficamente guapo. Que alegría nos dio el buen hombre.
La excitación y la inconsciencia nos empujó, a un amigo y a mí, a salir a la calle, desoyendo el toque de queda y la orden explícita de no salir de casa. Buscamos dos farmacias de guardia en dos puntos distantes de la ciudad y nos conjuramos para declarar que buscábamos un medicamento para una niña supuestamente enferma ?la pequeña Neus?; y con tan pobre argumento para una noche como aquella, nos lanzamos a recorrer una Valencia desierta en un modesto Seat 127. La realidad en la Pista de Silla, en la entrada sur de la ciudad, era casi calcada a la que veríamos uno o dos años después en la secuencia del toque de queda en Missing, la película de Costa-Gavras. Aquella en la que Sissy Spacek no puede volver a casa y corre despavorida por Santiago tras el golpe de Pinochet, hasta que consigue cobijarse en un portal y pasar allí la noche.
La nuestra, la de aquel febrero era fría. Los soldados habían encendido hogueras en plena calle, habían emplazado los fusiles de asalto de la forma preceptiva, y habían instalado morteros en la confluencia de Ausias March con Peris y Valero. Pasamos cerca de algunos de ellos, y en su rostro vimos el mismísimo miedo que ellos verían en el nuestro. Estaban asustados, envueltos en sus capotes y deseando que todo aquello fuera solo una pesadilla. Como nosotros.
No obstante, seguimos adelante. Nadie. No vimos absolutamente a nadie, excepto a un coche de la empresa de la recogida de basuras, SAV, que como nosotros circulaba sin reparar en semáforos. Estuvimos a punto de chocar con él en Porta de la Mar. Con un golpe de Estado en marcha, ¿quién piensa en respetar los semáforos? Desde la plaza enfilamos Colón, Xàtiva y llegamos a Guillem de Castro. Y allí nos encontramos con los carros de combate.
Ya estaban en marcha. Avanzaban en columna buscando la salida hacia Paterna, de vuelta a su acuartelamiento. Fueron apenas unos centenares de metros los que discurrimos a su lado, en paralelo. En cuanto pudimos, giramos a la izquierda para buscar la Gran Vía de Fernando el Católico, y alejarnos así con nuestra pequeñez de la inmensidad de su mole y del horror del ruido de sus motores y sus cadenas sobre el asfalto. Estaba claro, no obstante: la orden del Rey había sido acatada, y los militares abandonaban las calles de la ciudad. A esas horas, ya más contentos que asustados, pusimos rumbo a casa. Volvimos sanos y salvos.
Esa es la pequeña historia personal de aquella larga noche. Y la he recordado con precisión en estos días, viendo a Juan Carlos I por televisión. El momento vital en el que más empatice con ese anciano que ahora acaba de dejar el cargo. Durante años lo respeté, en honor a aquella noche en la que me pareció un galán de cine; el hombre, con su uniforme y su firme seriedad. Es verdad que después supimos cosas, circularon rumores, aparecieron sombras mal despejadas. No me importó. Desde mi republicanismo político-sentimental, de alguna forma había establecido una relación con el caballero; creo que como muchos, miles de los naturales de esta tierra.
Pasaron los años. El hombre se perdió el respeto a sí mismo y se lo perdió a la ciudadanía. Hasta el punto de tener que pedir disculpas en la televisión y prometer, como un niño, que no lo volvería a hacer. En esa secuencia, en ese epitafio de un tiempo pasado, no me evocó nada parecido a lo de aquella noche del año ochenta y uno. Al contrario. Viejo y tambaleante, era un anciano pillado en falta que se excusaba de forma poco convincente. Luego vino el proceso del yerno, las tribulaciones africanas con los indefensos elefantes, la imputación de la hija. Y hace unos días, intentando parar la hemorragia que desangra a la Casa Real, abdicó en su hijo Felipe. Vaya en paz y en buena hora, y que los dioses lo acompañen. Ya veremos que es de su sucesor y de todos nosotros. Esa, sin embargo, será otra historia.