Chimpancés en la selva
Gracias a la Pao, que tiene algo de culpa
En uno de sus cuentos más alucinantes, Cortázar refiere que la semejanza de los humanos con los simios, en lugar de indicar la cercanía a ellos, muestra el abismo que nos separa. Ese cuento (y ese misterio) se me vino a la cabeza mientras caminaba por la floresta de Kibale siguiendo el ulular espectral de los chimpancés. ¿Quiénes son ellos? El bosque o la selva selvaggia, barrosa, donde estos seres (¿podremos emplear esa palabra para soñarlos?) habitan, esconde lo que quizás en algún momento pudimos haber sido. No hay más espera que el futuro: de pronto se aparece uno de ellos en un árbol y comienza a descender hacia la tierra, hacia nosotros que estamos invadiendo su territorio. Es un juego, claro está: ellos saben, demasiado bien, que nuestra presencia es breve y, hasta cierto punto, inofensiva. Saben, también, que el tiempo está de su parte. Y así, de pronto, comienzan a aparecer y reunirse siguiendo una jerarquía milenaria que remite, qué remedio, a la nuestra —ideas de reyes y presidentes, pienso, además, en un idea que lejos allá dos se decide quién será la próxima presidenta de un país. (Ganó Bachelet, me acabo de enterar: lejos queda ese mundo)
Uno de ellos se ha detenido y reflexiona, otros se cuidan, se quitan sus piojos, se buscan y se acarician sin tal vez saberlo. Me miras. A los ojos. Se miran a los ojos y capaz que jueguen al cíclope (y no puedo dejar de soñar en aquellos tiempos en que esos juegos eran también posibles para nosotros; en la prehistoria de nuestras vidas, cuando todo parecía posible y, casi, eterno). Pero, ¿qué dicen esos ojos? En la mañana de camino habíamos encontrado una gran familia de babuinos —esos que de niño en el zoológico tenían el poto colorado— con sus bebés jugando en medio del camino y sus miradas que se acercaban más a seres cortazarianos que al intento de comprensión del chimpancé que me mira a solo tres metros. Sí, de cerca nos miramos. Se oye el canto de un pájaro; la familia de simios prosigue su carrera. No es fácil ser uno de ellos. Desplazados por las guerras, como tantos, desconocidos en su otredad infinita y cercana, despliegan el misterio de ese momento en que dejamos de ser ellos, de ser su posibilidad. Sin embargo, a pesar de Julio, algo de ese encuentro lejano, de esa escisión lunar, algo queda. Algo que no puede ser hablado y que se asemeja, es verdad, a un vidrio en un acuario de París.
Desde el colina donde están las cabañas se divisa un horizonte con lagos volcánicos y, ahora en la tarde, una puesta de sol en la selva que refuerza toda la imaginación de aquellos primeros viajeros blancos. Todavía, por estos pueblos, cuando pasas en el Land Rover vestigio colonial, los niños corren saludando y gritando makabe, makabe, blanco, blanco y agregan en inglés how are you? Respondo en nkore agandi, un simple hola que hace sonreír a los adultos. Como todo turista (pelotudo que quiere ser buena onda) he aprendido las palabras básicas. El problema en este país es que hay más de veinte idiomas y todo se me confunde. El sol se está poniendo.
El chimpancé ya se ha aburrido de mí. Vestigio y presagio de algo porvenir, se rasca la cabeza con aparente indiferencia. ¿Y si fuera al revés? Si fuera él quien se pregunta qué hago yo yendo a verlo (pero no vendré mañana), y en un idioma que no logro comprender se ríe de mí y de mi color y de mi voz y de lo que pienso. ¿Y si fuera él quien estuviese escribiendo estas palabras y se disfrazase para despistar de un turista, chileno a más remate, perdido y medio nostálgico, para peor, que anda buscando en Uganda el rostro que tenía antes que el mundo fuera hecho?
¿Qué nos hace humanos? ¿Qué nos diferencia de estos tipos con los cuales compartimos genéticamente un 98%? Obvio: un dos porciento de nuestro ácido desoxirribonucleico. Pero, ¿qué es eso? ¿Será una mirada? ¿La posibilidad de hacer dos cosas a la vez o de concebir el pasado, el futuro y la culpa? ¿Las herramientas que usamos, el amor que hacemos? (No, esto último no es cierto, algunos de ellos lo hacen como nosotros).
El chimpancé continúa su mirada hacia el infinito. Otra se le acerca y comienzan a buscarse en los cuerpos. Se limpian, se tocan, parecen sonreírse (parecen, digo, porque eso los haría demasiado humanos). Mucho antes nosotros fuimos ellos. Mucho antes no sabíamos (o no podíamos) distinguir: la capacidad de pensarnos a nosotros mismos en nuestra infinita búsqueda, ¿será eso? Su juego, el juego de ellos en el presente de ellos (¿tendrán otro tiempo?) sigue ajeno a mis miradas. Y pareciera, también, que hablan, que mientras buscan el temblor de la luna, él le dijera a ella toco tu boca.