The Bang Bang Club
Texto: Rodrigo Acuña Bravo Imaginen el guion para una película. Es Sudáfrica, año 1990. Mandela es liberado luego de 27 años de prisión. Su libertad augura profundos cambios políticos. Pero una guerra civil se desarrolla en los ghettos de Johannesburgo entre sus partidarios y detractores. En medio de las piedras, las balas y los machetes, la historia de 4 fotoperiodistas armados sólo con lentes y cámaras. El nudo dramático contiene arrojo, astucia, fama, vanidad, competencia, premios, locura, tragedia y muerte. Una historia que transcurre en 4 años con hombres fotografiando y viviendo con la admiración del mundo pero soñando y delirando con muertos que se levantan. Dos de ellos ganarán el Pullitzer y dos de ellos no llegarán vivos al final de esta historia. Ahora imaginen que todo esto realmente ocurrió y es la historia del Bang Bang Club. Una historia que comienza con Ken Oosterbroek y Kevin Carter, dos amigos que coinciden en sus ganas de apoyar la causa antiapartheid registrando gráficamente la violencia en contra de la población negra. Ambos buscan despercutar la pasividad y el silencio con el que fueron educados. El tiempo los hace coincidir en Star, el periódico más importante de Johannesburgo, que a instancias de Ken termina contratando también a Joao Silva. De espíritu rebelde y liberal, al igual que Oosterbroek y Carter, Silva ocupaba su tiempo libre para registrar la violencia que el nacionalista periódico Alberton Record le tenía prohibido cubrir. Siempre le importará menos su suerte que seguir a su corazón. Había dejado el instituto y dio también la espalda a la universidad. Guiado por la adrenalina y el talento ganaría finalmente un lugar en el fotoperiodismo local. No tardará en hacer amistad con el resto. Desde el otro lado de la ciudad viene Greg Marinovich. Él ha estado ajeno a todo esto haciendo registros de fotografía antropólógica y quizás por la misma inquietud en un momento desvía su atención hacia los ghettos de Johannesburgo. Entonces quiso entender de primera fuente por qué la población negra se mataba entre ella en Soweto y otros barrios. Tan ajeno estaba que decidió entrar en territorio Inkhata sin saber que aquel no era un lugar para blancos. Luego de correr cuadras para huir de la persecución Zulú, salvar con vida, ganar su confianza y retratarlos para contar su versión de la guerra, se vio de pronto fotografiando a su primer muerto en el instante mismo del linchamiento. Cuando aquello ocurrió, el horror y el odio se imprimieron no sólo en su película, también en su cabeza, su vida entero cambió. Aquel brutal bautizo en el periodismo y un encuentro previo en la calle con Kevin Carter le abrieron las puertas de Star. Nadie había entrado antes en terreno Inkhatta y las imágenes eran tan buenas que el periódico le pagó los negativos, lo contactó con Associated Press y le ofreció su primer trabajo como fotoreportero.
El Bang Bang Club quedaba así formado, y cerrado, para nunca más volver a abrirse pese a las solicitudes de muchos fotógrafos seducidos por la mística y la fama de la que se comenzó a hablar. Pero el grupo como tal no existió nunca, o más bien sí, pero a la manera como ocurren las cosas en el periodismo y el marketing. “Bang Bang” se llamaba a las jornadas de violencia que a diario se sucedían. Entonces, Living, una revista de Johannesburgo tituló como The Bang Bang Papparazi (posteriormente se habló del Bang Bang Club) un reportaje interesado por las andanzas del grupo en medio de la sorda violencia y también por la influencia medial que tenían sus fotos.
Los ojos del mundo estaban puestos en Sudáfrica, los más importantes medios tenían sus corresponsales ahí pero serán las imágenes del Bang Bang Club las que recordará la historia, las que ocuparon las portadas de los principales diarios y obtuvieron los más importantes premios. Las mismas que terminarían también por definir y cambiar la vida de sus integrantes.
La mañana del 15 de septiembre de 1990 en Soweto, Marinovic registra una de las fotografías más famosas del conflicto. Lindsaye Tshabalala, sospechoso de colaborar con el Gobierno Apartheid, es linchado en plena calle. Su cuerpo en llamas corre de desesperación al mismo tiempo que recibe un machetazo en plena cabeza. Un niño recorre la escena entre indiferente y excitado. Aquella imagen casi le cuesta la vida a Marinovich (registraba todo mientras esquivaba puñaladas de los atacantes por tratar de detenerlos). Finalmente le costó su libertad.
El 23 de octubre de 2010, cubriendo la guerra de Afganistán, una mina antipersonal lanza por los aires a Joao Silva. Entonces al Bang Bang (y al mismo Silva), que ya lo había fotografiado prácticamente todo, le queda todavía una última prueba. Lejos de preocuparse por su estado luego de la explosión, Silva pide un cigarrillo, que le acerquen su cámara y encuadra como puede (lo que puede), entonces dispara desde el suelo, una, dos, tres veces antes de sucumbir al dolor y el esfuerzo. Ninguna de las millones de imágenes de guerra a lo largo de los años había retratado la tragedia desde los ojos del fotoperiodista. Habituados a presenciar el horror, a registrar la tragedia inminente en los otros, ahora lo padecían. Y es Silva el encargado de simbolizar con ello quizás el último respiro y la última visión de tantos reporteros que han dejado la vida en medio de la batalla. Después de todo, morir y no morir sigue siendo la cosa más normal y rutinaria en su trabajo. Y lo sabe, todo el Bang Bang siempre lo supo. Silva finalmente salvó con vida, pero perdió ambas piernas. “Hasta que me tocó el premiado” bromeó en el Hospital. Sus imágenes, una vez más dieron la vuelta al mundo.



