Diógenes el perro
por Diógenes Kyon Pocos saben que el adjetivo cínico tiene su origen en el sustantivo “cínico”, y que ambos lo tienen en la palabra griega kynicós que significa “canino”. Tampoco se sabe muy bien, más bien casi nada, que la diferencia entre ambos términos no es solo gramatical sino, sobre todo, conceptual. En tanto el cínico sustantivo es un sujeto reflexivo que expone la realidad tal como es, sin matices, el cínico adjetivo es un sujeto que hace exhibición escandalosa de sus malos hábitos sociales. Lo uno es un modo de pensar crítico, en tanto que lo otro es un modo de actuar chueco. El vínculo con los perros se hizo a partir del filósofo griego Diógenes de Sinope que se instaló a vivir en una tinaja apoyada a una columna corintia y rodeado de amigos que pensaban del mismo modo –los kynicoí (= cínicos) –más una leva de perros vagos que acogieron como a iguales–, en la plaza del mercado de Corinto, después de ser exilado de Atenas por el joven monarca Alejandro Magno. Desde su tinaja, Diógenes denunció a su sociedad contemporánea e hizo ver a quienes quisieran las incongruencias de un sistema que ofrecía libertad condicional, vista gorda, relativismo liberal, corrupción en todas las esferas y jerarquías, y ninguna salida ciudadana excepto obediencia y humillación. Yo no soy ese Diógenes. Mi reino es de este mundo y aquí soy súbdito de la ciudad, de esta democracia que se nos ofreció para reemplazar a la otra, la anterior, la verdadera, la auténticamente republicana legitimada por las tradiciones y respetada durante más o menos 180 años. Mi observatorio es mi cocina cotidiana, una cocina excepcional en la que se cocina todo lo que el mercado, que es el allá afuera, ofrece a los ciudadanos que gustan consumir toda clase de ruedas de carreta como verdades oficiales muy bien aderezadas. ¿Por qué querrá creer, el ciudadano común y corriente, el de a pie, las mentiras envasadas en la distribuidora La Moneda? Nadie puede decirlo mejor que los regentes de ese negocio y sus turiferarios, agentes de la Mano Negra. En una cultura en la que el endurecimiento hace de la mentira una forma de vida, el proceso de la verdad depende de si se encuentra gente que sea lo suficientemente agresiva y fresca (desvergonzadas, en el sentido de la anaídeia griega) para decir la verdad, como, por ejemplo, que la nuestra no es una sociedad feliz y que si bien no somos infelices, sí somos no-felices. Los poderosos abandonan su propia conciencia ante los locos, los payasos, los cínicos. Dicen los que saben que el propio Alejandro Magno dijo que “si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes”. Es decir que si no fuera loco de su propia ambición, tendría que hacerse el loco para decir a la gente la verdad sobre sí mismo. Por otra parte, éstos son buenos tiempos para el cinismo e inmejorables para el sarcasmo y la ironía como una forma crítica. El “malestar en la cultura” se nos ha vuelto tan agobiante, que lo más razonable sería renunciar a ella, a la cultura. Pero, en función de nuestras necesidades más inmediatas, en vez de huir con la cola entre las piernas, lo que mejor podemos hacer es ladrar, ¡grrrr!, hacer presente nuestra disconformidad, no por algún espíritu revolucionario residual y tardío, sino precisamente porque como no es posible una solución concertada (ya la segunda palabra me da ganas de morder) es absolutamente indispensable rejuvenecer los viejos mitos, desenterrar las antiguas voces y reponer los ítems del nihilismo escéptico e iconoclasta. El mío lo comparto y aderezo, además, con el epicureísmo práctico que me permite afirmar y sostener que este sistema y este modelo se aplican en cerrarnos el paso a los senderos que deben llevarnos a la libertad, y de allí a la felicidad, en tanto estados superiores del espíritu. Ya que nadie nos ha ofrecido nunca jamás aquello, y cuando digo nadie digo ninguno de los que nos han ofrecido cosas más o menos utópicas y ucrónicas –en las que hemos creído y por las que perdimos la guerra y la paz–, echo mano a mis amigos cínicos y de la mano de Diógenes aprovecho la luz de su linterna para buscar la salida que, como es posible conjeturar, no es el éxito. Lo bueno de Diógenes, los perros y el cinismo, es que permite disparar contra el pianista, cualquiera que sea el pianista. “Transmutar los valores” fue el viejo lema del cínico Diógenes. Pero, en un mundo de pacotilla ¿para qué subvertir los valores? ¿Para qué esforzarse en troquelar de nuevo las monedas morales, si la galopante inflación ética y política anula pronto los efectos de cualquier falsificación? Tal vez una característica del cinismo moderno sea la renuncia al escándalo con que el cínico antiguo, con su personalidad agresiva, se enfrentaba en solitario, a la sociedad de su entorno. A estas alturas, escandalizar a la sociedad actual es algo que parece imposible. Vivimos en una sociedad abierta y permisiva, que cuenta con implacables medios para marginar al provocador y ahogar cualquier protesta inconveniente con la ayuda de los medios de comunicación, sumados al individualismo destructivo, al consumismo frenético superestimulado por la publicidad falsa y ensordecedora de tantos productos portadores de la “neo-felicidad”. Tales componentes son una invitación a comprarnos anteojeras y orejeras para ver y oír menos a fin de no embotarnos y embrutecernos del todo. Tal vez lo más prudente sea escapar de la civilización que nos abruma, a la “naturaleza”, o lo que nos hayan dejado de ella después de tanta perversión civilizadora y tanto progreso desconcertado. O quizás, como escribe el poeta Ricardo N. Reyes B., haya llegado ya la hora de afilar los cuchillos y dejar de llorar, metafóricamente hablando, ; cómo no.