Cuatro mil doscientas trece colillas (Estambul y el tiempo)

Cuatro mil doscientas trece colillas (Estambul y el tiempo)

Por: El Desconcierto | 06.08.2012

texto y fotos de Daniel Noemi

Son las cuatro de la mañana y alguien canta por los altavoces repartidos por la ciudad. Aún está oscuro, unos pocos siguen celebrando el triunfo de su equipo. Las gaviotas nocturnas cruzan con su vuelo el frío. El canto cesa e intento volver a dormir, pero tengo demasiado sueño para dormir (demasiado silencio de pronto para poder conciliar). Gatos maúllan (pero no estamos en Roma). Pienso en las colillas. Enciendo la luz y continúo leyendo. Bienvenidos a Estambul. Ante la magnificencia de sus templos –la grandiosidad eterna de Aya Sophia, la soberbia de la Mezquita Azul-, ante la historia de sus mares y estrechos que se remontan a toda la memoria posible, ante la algarabía de sus bazares brillantes y tiendas repentinas, la ciudad esconde sus secretos. Sí, ciudad de secretos, de susurros y de gemidos apenas soterrados por la brisa del levante. Ciudad de libros, de caligrafías minuciosas (nunca mejor llevado el adjetivo); y también su reverso: libro convertido en ciudad. En el barrio de Beyoglu, cerca de la Torre de Galata construida en 1348, se encuentra un museo único: el Museo de la Inocencia. Un Museo que es un libro, libro que es un museo. Y más. Un museo que reactualiza el libro capítulo a capítulo: que hace realidad la realidad de la ficción por medio de la aparición de los objetos que el narrador acumula, en su memoria y en su vida, durante los años de su pasión (¿existirá otra palabra?) por Füsum. Obsesión, es cierto, pero ¿no es acaso todo amor una necesaria obsesión? El museo de la inocencia -esto es, el museo- es una apuesta radical por acabar con la literatura convirtiéndola más en ella misma: en tornarla más real. Por eso la acumulación de objetos: toda la literatura existe, está ahí, afuera del papel, los objetos son memoria, recuerdos, pero también reinvención y es en ese recorrido entre la memoria y el invento que nace la inocencia y es en ese trecho –implacablemente nostálgico- donde puede surgir el amor y la imposibilidad del olvido. Llegué al Museo de la Inocencia leyendo El Museo de la Inocencia de Pamuk. Una mañana semisoleada de mayo. En un sector lleno de anticuarios, en una calle lateral que sale de Cucurkuma Cadesi, se levanta una casa refaccionada. En un breve cartel se lee “masumiyet müsezi.” La ventanilla donde se venden los boletos da al exterior. Entras entonces a la inocencia: “Esta era gente inocente, tan inocente, que pensaban que la pobreza era un crimen que la riqueza les permitiría olvidar”, se lee en la primera pared que ve el visitante. Y te das cuenta que podría ser cualquier lugar: y tus ojos ya no van a poder escapar el encanto de la burguesía. Y giras la cabeza: cuatro mil doscientas trece colillas, fumadas por Fusün y recolectadas a lo largo de los años por Kemal, el narrador del Museo, el creador del Museo; cada una con un pequeña leyenda, cual si fuesen mariposas clasificadas por Nabokov. Y podría ser la historia de Ada, pero, seamos justos, aquí estamos más en el terreno de Anna Karenina. La lectora de la novela descubrirá que en el capítulo 83, hay impresa una entrada al Museo. Quien lleve el libro, puede hacer uso de ella y tendrá estampado una mariposa roja: el valor de uso del objeto se transforma en este simple acto (el libro deviene una entrada), pero también el valor mágico: el libro nos abre las puertas de sí mismo convertido en la acumulación de objetos que desde su páginas se han trasladado a las cientos de cajitas y paredes, donde son desplegados con cuidadoso detalle. Camino, leo, releo, miro. Me detengo en mi lectura-recorrido de nuevo en el capítulo 83. Situado en las últimas veinte páginas de las más de quinientas del libro, se titula “Felicidad”. Füsun ha muerto (perdonen aquellos que no han leído la novela, pero esto lo sabemos desde el comienzo) y Kemal Bay se halla en una paradójica situación: el objeto de su pasión ha desaparecido –los siete años de visitas a la casa de una mujer casada y su familia ya no pueden ser; la recolección de todo objeto por ella tocado es imposible-, pero es solo entonces cuando el deseo puede realizarse plenamente: el deseo dejar de serlo, convertirse en literatura y, así, en realidad. La novela se acaba, se abre el museo y nosotros entramos en un terreno donde se abren nuevas pasiones y emergen nuevos deseos. Es el tiempo dentro del tiempo: el amor (como la vida, como la felicidad) consiste en apropiarnos del tiempo para dejar que el tiempo pase: fumar cuatro mil doscientos trece cigarrillos. Al día siguiente, mientras contemplaba el silencio y el vacío de la mezquita Pequeña Sofía, me chocó tardíamente el contraste entre la acumulación incesante de objetos en el Museo de Pamuk y el espacio impoluto frente a mis ojos. ¿Qué misterios se encerraban en el aire que iba de un extremo a otro? Estambul, lo sabemos, es un lugar de cruce, de tráfico y tránsito; conexión entre oriente y occidente, entre pasado, presente y futuro, entre cristianismo e islam. Bizancio, Constantinopla, Estambul. De Espronceda a Serrat, de Nabi Efendi a Orhan Pamuk; entre el Besiktas, el Galatasaray y el Fenerbahce; entre Asia y Europa, entre un tiempo y todos los tiempos (cómo no imaginar que volvemos con Kemal a una casa a orillas de Bósforo y contemplamos cómo el amor puede ser más que una puesta de sol); entre los cientos de restaurantes para turistas –caros y malos- y unos puestos ocultos con los kebabs más sabrosos de ambos lados de la tierra… Estambul: una mujer bellísima, vestida de túnica púrpura con su rostro todo cubierto por el hiyab, camina en unos zapatos de taco alto azul radiante; una mujer vendiendo verduras en Istiklal Caddesi frente a una tienda de lujo, mira pasar un grupo de jóvenes que gritan en sus celulares y atrás de ellos tres o cuatro hombres de terno y corbata dejan pasar a una mujer que oculta por completo su belleza… Las imágenes se superponen, múltiples, contradictorias, caóticas. De regreso al hotel vuelvo a tomar la novela y leo una página al azar: “Aristóteles distingue en la Física entre el Tiempo y los momentos singulares que el describe como ‘presente.’” El tiempo es la línea que une aquellos momentos. Y la única manera que tenemos de ser felices, nos dice Kemal, es olvidándonos del Tiempo, disfrutando aquellos momentos. Cerré el libro. Me costó visualizar la imagen que desde Aristóteles nos proponía Pamuk. Miré el reloj. Cerca de la ocho. Sonreí y encendí un cigarrillo. En media hora me juntaría con ella, ¿qué podía importar todo lo demás?