Gastón Carrasco, escritor: "El oficio del poeta tiene que ver con estar encerrado, obsesionado con algo"
—¿Cuál es tu idea de imagen en la poesía o en el poema?
—Yo creo que en principio era una especie de deuda con un comentario, una idea del Germán Carrasco saqueada o tomada de Shakespeare, que la replican varios poetas más: que en el fondo es darle visa de existencia a la imagen en el poema. Hay muchas imágenes en la ciudad, en cualquier contexto y que pasan desapercibidas. En el fondo el ojo del escritor, del fotógrafo o del cineasta, tiene por responsabilidad tomarla y darle existencia y que perdure, que no se pierda. Partió de esa manera y fue como una especie de recopilación. Uno a veces se obsesiona con palabras y por ahí lo anotas; y me pasó lo mismo con las imágenes, veía algo y tenía que guardarlo de alguna manera. En el fondo no eran siempre imágenes poéticas, a veces eran simplezas, imágenes que luego no pasaron el colador del tiempo, pero empezó así: como una especie de obsesión de comenzar a rescatar imágenes. Después te das cuenta que cuando tienes todo eso, estoy pensando como el imaginario del fotógrafo, como las hojas de contacto, hay muchas imágenes y al final te puedes quedar con suerte con una. Con el cineasta pasa igual, después de horas de grabación se queda con dos horas, entonces esa es la pega para mí: la imagen no se queda en ese instante que es casi mágico, sino en la pega de esperar. Quizás en El instante no es decisivo se nota un poco eso, no importa tanto la imagen en sí, sino el oficio de quedarte esperando, lo mismo que el cazador, quedarte ahí, aunque tengas días perdidos, porque tarde o temprano algo aparece. Y ahí está el oficio, que no es dar con la imagen, sino esperar. Probablemente en La soledad del francotirador también aparece eso.
—Qué bueno que hablaste de El instante no es decisivo porque hay un poema que me parece que son palabras de Sergio Larraín que dice que hay que liberarse de las imágenes, y el texto es pura reflexión en torno a imagen. Entonces, ¿cómo te haces cargo de esa contradicción, que estés trabajando de manera muy consciente el tema de la imagen y al mismo tiempo estés sugiriendo que hay que olvidarse de ella?
—Ahí quizás algo de contexto: Sergio Larraín dice eso en un momento tardío, cuando el tipo se va al norte en un escape medio zen con ganas de saber nada. Me imagino que en la cabeza de él (que son puras imágenes) quiere liberarse, dejar la mente en blanco; quiere reflexionar y no puede, y me lo imagino en el pueblo, con la gente pidiéndole fotos y el tipo no pudiendo hacer nada. No recuerdo para dónde se fue, yo creo que a Illapel o algún pueblo ultra perdido en el norte. Y se dice por ahí que creó como una especie de grupo, secta, no sé. El tipo se quiere liberar porque lo siente como una carga. Debe ser una obsesión que tiene cualquier especialista en un tema. Entonces en el caso de Larraín tiene que ver con eso, estar toda tu vida pensando imágenes. A uno igual le pasa: estar en el metro apretado y de repente algo gatilla y te aparece un poema, un texto, una imagen y es como que no te puedes liberar, ya estás dentro del poema.
—En el caso de Monstruos marinos, ¿tú pensaste un poco en eso, liberarte de ese trabajo más visual de tus libros anteriores?
—Fue un poco una liberación, para evitar las clasificaciones. Era muy consciente de eso, no quería ser “el poeta de la fotografía”. También partió de otra obsesión, porque esto nace de la lectura de Moby Dick, y luego Coloane, en ese orden. Tiene que ver con la lectura de un libro re literario y que tiene mil citas. En los Monstruos probablemente el cincuenta por ciento del libro no es mío. Puros parafraseos de literatura de ese tipo y que es súper contrario a lo que plantean los demás poemarios, que son súper minimal, cotidianos. En cambio esto es un poco más grandilocuente, decimonónico, muchos más adjetivos. Por lo mismo, una especie de revival de ese lenguaje o ese tono. No me interesa el rollo de rescate patrimonial de ese tipo de literatura, pero sí la manera de releerla, cómo leer y hacerse cargo de ese tipo de literatura ahora. Nadie agarra un ladrillo como Moby Dick para leer o el Ulises de Joyce, aunque creo que en algún momento tendré que hacerlo. Era una deuda y lo tenía en la biblioteca del departamento, porque un tío lo rescató de una librería que desmantelaron en San Diego. Imagina todos los libros ahí varados en la calle, leerlo era un acto de justicia. También es una forma de ponerse al día con todas esas lecturas que uno no conoció porque estuvo en un colegio técnico de población y donde claramente no se lee. Después de leer Moby Dick dije: “algo tengo que hacer con esto, tengo páginas y páginas en Word con apuntes, que luego pueden ser poemas". En realidad, no tenía claro que era, pero leía y estaba obligado a escribir, a tomar apuntes. Era una lectura exigente.
—Volviendo un poco a Viewmaster y Al instante no es decisivo, los veo como libros muy hermanos, pero para ti, ¿cuál es la diferencia entre ellos
—Hay una diferencia etaria, no sólo porque los escribí en distintos momentos, sino porque Viewmaster apela a la imagen de infancia, son como flashes, al igual que el viewmaster de juguete que une una imagen tras otra, inconexa. Quería entrar en el imaginario de infancia y también de viaje, como yo vivía en Peñaflor y tenía que hacer el traslado a Santiago y pasaba por la Autopista del Sol, era el recorrido de abrazar la ciudad. Ahí fui recopilando imágenes y también la idea de ir dormido y luego despertar y encontrarte con paisajes distintos, después seguir durmiendo, te vas quedando un poco con ese imaginario: eso para mí era infancia. De primero medio viajaba, hacía ese viaje Santiago-Peñaflor solo, entonces inconscientemente iba rescatando imágenes y Viewmaster era un poco como eso, imaginar la infancia. Mientras que El instante no es decisivo son imágenes más serias, es un imaginario de adolescente-adulto, no sé si adulto-joven, son imágenes más seriales también. La política es mucho más evidente en algunos poemas, no como en Viewmaster donde la imagen es más como un juguete: ir al patio a buscar los cachureos y darte cuenta de que ahí hay un viewmaster y empezar a jugar y darte cuenta que hay imágenes guardadas que te van llevando, activando recuerdos. Mientras que en El instante no es decisivo es un ejercicio más consciente de preguntarse cuáles son las imágenes del siglo XX, por qué son importantes. Meterse un poco en la vida de los fotógrafos también que llegaron a ese instante.
—En referencia a La soledad del francotirador, el procedimiento de la imagen se extrema; ya no es tan depurado, ya no es tan ordenada, no es tan llana: es como la conciencia de ser un voyerista dentro de la ciudad al estar observando la intimidad del otro. Ahí me interesa mucho tu relación con el cine, hay una influencia más dinámica de los mecanismos de lo audiovisual, más movimiento e incluso tecnicismo. ¿Qué influencia tú ves del cine y sus procedimientos que puedan pesar en La soledad del francotirador?
—Fue más bien un soltar, como dejarme ir, liberarme de la imagen que obviamente está presente, pero como tú dices con menos cuidado, que esté nomás. De hecho, por eso mismo hay tanta concatenación y dos puntos, para seguir esa imagen que no termina nunca. También es probablemente por una cuestión biográfica: ahora vivo en el gueto vertical de Estación Central, en uno de esos tantos edificios de un metro cuadrado. Miras afuera y lo único que ves son ventanas: o terminas mirando a alguien o miras al suelo donde pasa la gente. Me pasó que lo escribí en la etapa de la tesis y también un poco en paralelo a los Monstruos marinos, a la corrección de ese libro, y era estar encerrado con la obligación de entregar la tesis estando escribiendo eso, sin poder salir. Entonces era: “pucha, si salgo pierdo tiempo pa la tesis”. Pero terminaba escribiendo poemas, era una contradicción interna. Fue esa sensación de claustrofobia y el preguntarse por todos los que hemos sentido esa sensación al vivir en esos espacios minúsculos. También hay gente que trabaja ahí como los francotiradores que están encerrados esperando mucho tiempo. El oficio del poeta tiene que ver con eso, estar encerrado, obsesionado con algo. Partió con la idea del enclaustramiento, después me puse a leer cuestiones más técnicas sobre francotiradores, no tanto sobre armas, no me interesa tanto el tema, no es el foco, pero sí ver un par de películas, porque estos tipos terminan locos, matando gente. En el fondo es un tema violento. Y me parece que hacer la relectura desde acá es difícil porque es un tema demasiado gringo. Sería una relectura desde acá. Además, tenía la obsesión del poema largo, que es una contradicción de todo lo que había hecho anteriormente, por su brevedad. Comencé a leer muchos poemas largos y cachar que había ahí un ejercicio que había que hacer.
—En Monstruos marinos me llamó la atención la influencia narrativa y a propósito de la última evaluación de los Fondos del Libro, en que uno de los criterios evaluativos era “esto es demasiado narrativo, esto no tiene recursos retóricos”, ¿qué crees que pasa con la influencia narrativa en la poesía actual y cómo la pensaste en Monstruos marinos?
—No sé si me parece un criterio válido para juzgar una obra de ese tipo. Si empiezas a buscar, obviamente hay muchos libros en donde hay poemas infiltrados y poemas en prosa que son narrativos. Respecto a Monstruos marinos, fue una forma de lidiar con los dos formatos, nace de un libro de narrativa, está intentando hilvanar una historia, aunque súper fragmentaria con la idea del naufragio, de retazos de historias. Consideraba que tenía que tener ese tono, y también para alejarme del marco del poema común, cerrado, hermético y poético, tenía que transformarse en otra cosa. Porque igual me parece que tanto en Moby Dick como en otros relatos, en el mismo Coloane, por ejemplo, para describir ciertas escenas, cierto imaginario, lo poético no da. Puedes condensarlo en una imagen, pero no basta. En esa idea de liberación de las imágenes tenía que apelar a lo narrativo, para entrar en una atmósfera, porque Monstruos marinos, más que poemas, imágenes, son locaciones, espacios, atmósfera. Como procedimiento lo narrativo fue una forma de lidiar con eso. Es parte del conflicto: un naufragio donde te encuentras de todo un poco.
—De la misma forma, en Monstruos marinos hay voces y se puede hablar de personajes, y un gesto que me gustó en relación a eso es si acaso tú sientes que estas voces se mimetizan con lo que están buscando u observando que son los monstruos.
—Sí, yo creo que al ser un poemario más o menos largo, tiene varias capas. Soledad Fariña en algún momento me comentó que lo que le gustó del libro es que no se agota, que se puede abrir en cualquier momento y realizar otra lectura, y yo creo que esas flores que me tiró tienen que ver con eso: que hay muchas voces y muchos momentos distintos, y quizás la clave por ahí es la voz que se identifica como “arponero, cazador de monstruos, cazador de cazadores”, porque no queda claro cuál es su posición. En el primer poema hay un narrador que después se difuma, luego aparecen un par de personajes de Moby Dick, es el juego de no querer dejar en claro. Si hubiera sido un libro narrativo dejo las voces, de repente le pongo dos puntos y un guion, pero acá no. Reitero la idea del naufragio donde encuentras cosas, objetos, pertenencias que pueden ser de cualquiera. Así lo mismo con diarios, relatos: me lo imaginaba un poco de esa manera, con ese nivel de fragmentariedad. Ir a bucear en una carta de un tipo que no se sabe a quién va, sin remitente, ni receptor. Yo creo que ese nivel de mimetismo con la situación en sí genera que haya muchas voces distintas. Intenté también ponerme en todas esas situaciones, al final el libro se pone violento por eso, porque la vida en altamar es súper cruda. Incluso Moby Dick uno podría considerarlo un relato suavizado de lo que realmente pasa.
—Respecto al tema del diseño del libro, ¿cuál es la importancia que le das a la materialidad misma en Monstruos marinos
—Al principio tenía una idea bien escéptica y ascética de que el texto se sostuviera por sí mismo, uno podía publicar una plaquette en blanco con poemas y bastaba, pero me pareció un gesto mezquino, porque al final uno termina comprando libros lindos igual. Es contradictorio pensar que yo quiero un libro lo más simple y el texto se sostenga por sí mismo si el trabajo y la materialidad del libro muchas veces termina generando más lectores. Mi poética es súper visual: ser pobre visualmente sería una contradicción interna. Overol era una de las pocas editoriales que podía comprender el proyecto, hacia dónde iba. Yo les decía “quiero un libro monstruoso, más o menos grande”. Con ellos trabajamos poco más de un año y yo aparte lo había trabajado un año más, igual fue un proceso largo. Lo mismo con la edición, con las portadas. Hubo varias decisiones que tomar, justamente porque de las dos partes se entendía que queríamos hacer una especie de diálogo entre los textos, entre las imágenes de la edición, que ameritaba ese tipo de pega. A uno le gusta el fetiche del objeto, te gustan los libros lindos, con detalles y eso ayuda, la gente termina yéndose por lo visual y ve en la Furia del Libro el stand de Overol y se encuentra con el libro abierto con la imagen. Por último, lo ojea. No sé si quiero estar en un catálogo en que sean todas las portadas iguales y que cambie el puro nombre, me parece un poco mezquino con el mismo texto. No darle la tribuna ni el espacio suficiente para que se mueva. En el fondo es una cuestión de accesibilidad a la lectura, un fenómeno mucho más complejo.