El malestar y la modernización frente al desafío de lo político

El malestar y la modernización frente al desafío de lo político

Por: Carlos Durán Migliardi | 30.11.2017
Ávidos de pronósticos, sociólogos, intelectuales, analistas y politólogos se dieron a la rutinaria tarea de aventurar, cual profetas, los resultados de esta contienda presidencial. El destino del Frente Amplio resultaba para ellos especialmente atractivo de vaticinar toda vez que no existían antecedentes respecto a su potencia interpelatoria. Así es como, recurriendo a curiosas sumatorias de antecedentes electorales previos, a las hoy cuestionadas encuestas de intención de voto y a variadas interpretaciones sociológicas, fueron construyendo una interpretación que, salvo muy contadas excepciones, no fue capaz de anticipar la real magnitud de este proyecto político.

Durante el año 1988, a pocos meses de la activación de una crisis económica que por primera vez desde el retorno a la democracia instalaba un bemol en la promesa modernizadora, el capítulo chileno del PNUD publicaba su segundo -y a estas alturas célebre- Informe de Desarrollo Humano intitulado “Las paradojas de la modernización”, el que constataba la presencia larvada de un malestar subjetivo que operaba como escenario de trasfondo de un contexto marcado por el crecimiento económico, la reducción de la pobreza y la gobernabilidad democrática. El Informe advertía acerca de la inexistencia de respuestas políticas que pudieran hacer frente a lo que era interpretado como un estado de creciente desafección ciudadana. Al perder su capacidad para producir sentido, sostenía el Informe, la política institucional iba abriendo las puertas a la acumulación de un malestar catalogado como “difuso” y “desarticulado” pero que, en el mediano plazo, podía operar como fuente para la producción de una “desafiliación afectiva y motivacional que, en un contexto crítico, termina por socavar el orden social”.

Al interior de la élite intelectual y política de la entonces Concertación, este informe generó -junto a otros eventos contemporáneos- un profundo impacto conducente a la activación de un debate en torno a las proyecciones de su gestión. A las visiones optimistas, que interpretaban el mentado clima de malestar como resultado natural de un estado de cambio social acelerado, se contrapusieron interpretaciones críticas que proponían una modificación de las prácticas y contenidos que definieron el accionar de la Concertación desde su llegada al poder. En lo que ambas visiones –motejadas comunicacionalmente como “autocomplacientes” y “autoflagelantes”, respectivamente- concordaban, empero, era en la necesidad de producir respuestas políticas eficaces frente a un contexto social diagnosticado como distinto al transicional, con la emergencia de nuevas demandas sociales y la instalación de un malestar social aún difícil de procesar.

Y dichas respuestas políticas tuvieron la oportunidad de expresarse en el contexto electoral de 1999, marcado por los efectos visibles de la crisis económica y la notoria disminución de los niveles de adherencia al proyecto político de la Concertación. Ricardo Lagos, candidato presidencial en aquel entonces, levantó las banderas de un proyecto que -bajo la consigna “crecer con igualdad”- intentó traducir el malestar diagnosticado en la configuración de un proyecto político de abordaje de los efectos no deseados de la modernización capitalista: introducir niveles de igualdad a una sociedad gobernada por la lógica del mercado, en su discurso, constituía una de las formas posibles de enfrentar la desafección ciudadana frente a la política-institucional. La lectura subyacente, en este sentido, era la de una sociedad que, al mismo tiempo que valoraba la modernización, se manifestaba distante e insegura frente a algunos de sus efectos.

Paralelo a ello, la candidatura presidencial de la derecha, encarnada en la figura de Joaquín Lavín, condujo su proyecto a un conjunto reducido de ideas-fuerza sumariables en 1) una ubicación del lado del malestar ciudadano frente a “las peleas políticas” y la “ineficiencia” gubernamental, 2) una oferta de administración fundada en la capacidad de gestión, 3) la apelación a “los problemas concretos de la gente” como eje de su plataforma programática y 4) la invocación a la idea del “cambio” como un atributo regular y no traumático de la interacción democrática.

Alterando los términos del debate político-electoral, Lavín condujo hábilmente a Lagos hacia un terreno para él desconocido. Frente a las oposiciones propias del clivaje democracia-autoritarismo que configuraron el contexto previo, instalaba la distinción entre una oferta de administración eficiente y cercana a las preocupaciones de “la gente” versus una élite política que “ya ha tenido su oportunidad de ser gobierno” y que “ha perdido capacidad para enfrentar los problemas del país”. Lejos de manifestar una disputa entre proyectos antagónicos de sociedad, así, la derecha significaba la contienda presidencial en los términos de una oposición no traumática entre continuidad y cambio en los modos de la gestión gubernamental. “Si uno lee los programas de gobierno –señalaba el candidato-, probablemente no haya tantas diferencias. Para mí, la gran diferencia entre mí programa y el de ellos es que ellos han tenido diez años para hacerlo y no lo han hecho. Yo sí lo voy a hacer”.

Los resultados de la elección de 1999, que mostraron un cuasi-empate entre ambas propuestas y que incluyeron un sensible giro discursivo de Lagos en la segunda vuelta electoral (giro que lo ubicó más cerca de las así llamadas posiciones “autocomplacientes”), evidenciaron la relevancia que manifiesta la política en cuanto a interpretar, traducir y otorgar un sentido y direccionalidad al siempre inasible “malestar”, esa condición subjetiva que, ya lo sabemos, constituye una constante en la configuración de todo orden social.

La deriva posterior de la historia político-institucional chilena nos fue mostrando modalidades distintas de abordaje de esta condición llamémosla ontológica de toda sociedad: desde la invocación a la horizontalidad y el protagonismo ciudadanos de Bachelet I, pasando por la instalación de la “gestión de excelencia” como remedio a los males sociales ofertada por Piñera, hasta la centralidad de la desigualdad como fórmula discursiva de interpretación de los anhelos ciudadanos que definió el retorno de Bachelet el año 2013, la política ha operado –tal y como ocurre en todo escenario- como espacio de interpretación y traducción del siempre presente malestar social.

El actual contexto electoral operó de igual forma. Distintos proyectos, algunos más ambiguos que otros, ofrecieron lecturas más o menos divergentes en cuanto a las fórmulas para abordar el malestar social. Y uno de ellas, el proyecto del Frente Amplio encarnado en la candidatura de Beatriz Sánchez, emergía como una propuesta de modificación radical de los términos a partir de los cuales el consenso postransicional había construido el Chile actual: una propuesta democratizadora que entendía en la distribución del poder y la riqueza el eje a partir del cual avanzar hacia una sociedad de derechos y participativa que pudiera darle sentido a los malestares, incertidumbres y temores de un Chile gobernado por la lógica del mercado.

Ávidos de pronósticos, sociólogos, intelectuales, analistas y politólogos se dieron a la rutinaria tarea de aventurar, cual profetas, los resultados de esta contienda presidencial. El destino del Frente Amplio resultaba para ellos especialmente atractivo de vaticinar toda vez que no existían antecedentes respecto a su potencia interpelatoria. Así es como, recurriendo a curiosas sumatorias de antecedentes electorales previos, a las hoy cuestionadas encuestas de intención de voto y a variadas interpretaciones sociológicas, fueron construyendo una interpretación que, salvo muy contadas excepciones, no fue capaz de anticipar la real magnitud de este proyecto político.

Una de estas interpretaciones fue precisamente la del reputado comentarista y rector Carlos Peña, para quien el poco feliz destino del proyecto político del Frente Amplio, y de Beatriz Sánchez en particular, tenía como principal explicación su evidente distancia respecto al Chile de la modernización. Vale recordar sus palabras publicadas en El Mercurio hacia fines de Octubre:

“El discurso de Sánchez y del Frente Amplio refleja una mala comprensión de la sociedad chilena. Como suele ocurrir con la política hecha desde un grupo con identidad generacional y conciencia de vanguardia (…), ellos se representan a las mayorías como grupos heridos por la desigualdad, anhelantes de protección y de cuidado. Esa imagen (…) no se condice del todo con la conciencia de los nuevos grupos medios que han experimentado una fuerte mejora en sus condiciones materiales, una mejora que ellos viven como fruto de su autonomía y su esfuerzo personal.

Ese paternalismo que transpira el discurso de Sánchez (…) irrita a esos grupos medios que no se reconocen en esa imagen de sectores sociales requeridos de protección, víctimas del maltrato, seres anhelantes de justicia.

(…) La ciudadanía (…) no está integrada por masas proletariadas explotadas o por una clase deseosa de una mano que la guíe, sino por grupos medios autónomos, que esperan se reconozca su esfuerzo, y una sociedad que ha experimentado un intenso proceso de individuación”.

Más allá de los vaivenes de una carrera electoral, se puede deducir de las palabras de Peña, lo que condenaba a la candidatura de Beatriz Sánchez al fracaso era, ni más ni menos, una lectura errada de la configuración misma de la sociedad chilena. Una inobservancia del sentido profundo de la modernización liberal y una distancia, a fin de cuentas, con una realidad sociológica frente a la cual la política, si quiere ser exitosa, debe someterse.

Pero los resultados de la elección de noviembre, a lo menos en lo que refiere al Frente Amplio, estuvieron alejados de la lectura del reputado analista. Si bien el FA no alcanzó su objetivo de instalarse en la segunda vuelta, los más de 1.300.000 votos alcanzados constituyeron una “anomalía” necesaria, era que no¡¡, de ser explicada. Y la explicación no tardó:

“¿Por qué los votantes de La Florida, Maipú y Puente Alto (los nuevos grupos medios que más cambios han experimentado en su trayectoria vital) apoyaron a Beatriz Sánchez? ¿Es posible formular una explicación?

(…) Quizá la pista para resolver este misterio se encuentre en la respuesta a la siguiente pregunta puramente ejemplar: ¿Qué tienen en común Beatriz Sánchez con Manuel José Ossandón o con los candidatos de Chile Vamos, para que los grupos medios confiaran a parejas en ellos? La respuesta a esa pregunta -que será clave para lo que ocurrirá en la segunda vuelta- se encuentra en la índole ambivalente de los procesos de modernización que la literatura casi unánimemente subraya.

Y vale la pena adelantarla: lo que tienen en común es una cierta actitud de acogida del malestar que la modernización lleva consigo. Una actitud hacendal en el caso de Ossandón; más horizontal y empática en el caso de Sánchez (…) La modernización siempre está acompañada de una estela de malestar que en Chile, y en especial en los grupos medios, toma la forma de agobio: ese incesante braceo cotidiano para mantenerse a flote. Este es el hecho fundamental.

Y en la capacidad de acoger ese malestar se encuentra una de las claves de la política inmediata.

Y quizá ahí esté la clave del resultado que obtuvo el Frente Amplio y el retroceso no de la derecha, atención, sino de la izquierda de tinte socialdemócrata: la capacidad de Beatriz Sánchez para acoger, con las artes mudas de la empatía y el discurso más o menos genérico, ese desasosiego. Quizá lo que para una política ilustrada era una deficiencia de Beatriz Sánchez (su discurso genérico, su parquedad ideológica, a veces su vaguedad) resultó una virtud en la competencia. La mudez acogedora en la política, como en el psicoanálisis, a veces favorece la transferencia”.

Fijado en un primer momento en el significante “modernización”, este último diagnóstico de Peña incorpora, en una operación ex-post, el dato del “malestar” como variable explicativa de una anomalía sociológica que se reflejaría en la presencia de un dato -en este caso, un resultado electoral- que va en dirección contraria a lo que sería la configuración de la subjetividad del ciudadano chileno. Si quisiéramos combatibilizar ambas afirmaciones, debiéramos concluir que ciertas apuestas políticas se valen de la utilización política del malestar social que –ahora lo reconoce Peña- convive siempre con los procesos de modernización.

¿De qué estamos hablando entonces? ¿Será posible distinguir entre discursos y propuestas políticas que expresan una condición sociológica y otros que, subrepticiamente, se sostienen en la exaltación del malestar que todo proceso de modernización inexorablemente genera?

A mi juicio, el error del Rector –perdonando el atrevimiento- se sitúa en el reduccionismo sociológico en el que basa su análisis. Un reduccionismo sociológico que supone en última instancia que las apuestas y proyectos políticos resultan exitosos en la medida en que logran “reflejar” una determinada subjetividad social emanada de ciertas condiciones objetivas.

De modo contrario a esta mirada, y entendiendo a lo político como una lógica de producción del sentido de lo social, creo que no resulta posible distinguir -siquiera analíticamente- entre proyectos políticos que tematizan o no el malestar social. Tal y como lo señaláramos más arriba, creo que es necesario comprender que toda propuesta política, toda construcción de una identidad discursiva, sea cual sea ésta, constituye una estrategia de producción de sentido y de diagnosis de las fuentes del malestar social y de proyección de los caminos para su superación.

Algunos proyectos políticos se ubicarán desde una posición de afirmación del estado de cosas, otros operarán con una lógica impugnatoria; algunos defenderán el status quo y otros buscarán la transformación; algunos intentarán ser la expresión del mundo social organizado, otros operarán como representación de una élite política que habita exclusivamente los espacios institucionales. Pero en lo que no hay duda es que el éxito o fracaso de un proyecto político –determinado en parte, es obvio decirlo, por las condiciones propias del campo político- no puede ser medido por su nivel de ajuste a una realidad sociológica que operaría como barómetro de corrección. Lejos de ser un ventrílocuo de las condiciones sociales, la política opera como el espacio –siempre incompleto, indeterminado, contingente y desigual- en el que diversos proyectos se disputan el sentido de lo social. La política es la disputa por el sentido. Y, por ello, sus éxitos o fracasos son el resultado, como lo señaló repetidamente Beatriz Sánchez –mi candidata en estas elecciones-, de la capacidad que tenga para “hacerle sentido a las personas”.

En estas últimas elecciones, el FA y Beatriz Sánchez le hicieron sentido a un conjunto no despreciable –aunque no mayoritario- de chilenos. Las causas de ello, creo posible sostener, no se encuentran en otro lado que en la propia política.