La comedia de Chile: Un recado a la (posible) renovación del pacto oligárquico
La transición política no fue una simple época histórica, sino una razón de Estado. Como tal, no fue otra cosa que una precisa forma de gobierno sobre los cuerpos. Domesticación, docilización, conducción de los cuerpos en la nueva trama neoliberal fueron las fórmulas del Chile (post)-dictatorial.
La transitología fue una razón de Estado articulada en base a la narrativa de la fábula cuya “lección” dice así: hubo una vez unas ovejas que fueron conducidas por un pastor malo (Allende) que hizo que viniera el lobo feroz (los militares). Moraleja: obedezca, déjese guiar por aquellos que saben y que trabajan para ud. La historia es vista como una fuente de “lecciones morales” que termina por culpar a la Unidad Popular y no a la acción imperialista de los EEUU agenciada por militares y empresarios chilenos, consumada por el golpe de Estado de 1973 y la posterior “transición”. La fábula terminó por culpar a las víctimas antes que a los victimarios, a los que se jugaron por un proyecto más allá del pacto oligárquico de la época y no a los defensores de ese mismo pacto.
Ahora bien, la fábula que fue el pivote narrativo de la razón de Estado transitológica se articuló en base a tres funciones: la “oveja”, que es la multitud capturada y domesticada en la forma de “población”; el “pastor” que implica un modo de ejercicio del poder en clave económica y el “lobo feroz” que funciona como el espectro de una violencia soberana ejercida por los militares que amenazaban con volver: “conservemos sus privilegios con el cobre, la salud y sus jubilaciones y hagamos lo imposible para que no retorne el “marxismo” para que no vuelvan”; o los empresarios que amenazaban con huir: conservemos las miserables condiciones sociales para que no huyan los pobres empresarios que, por medio del esfuerzo, “nos dan” trabajo y nos proveen del mágico “crecimiento”.
Con ello, el ejercicio de gobernar significará concebir la política de modo cupular y consensual para impedir rebasar los límites históricos y políticos cuya transgresión (durante la Unidad Popular) habrían propiciado la llegada del “lobo feroz”. Conclusión: la multitud debe quedar neutralizada, jamás podrá subjetivarse en la agencia “pueblo”, sino tan sólo articularse como simple “población” (figura “demográfica” de la “oveja” pastoral).
La transición política fue una razón de Estado que gobernó bajo la matriz del poder pastoral cristiano. Propició la “reconciliación”, el “perdón” y, a su vez, el “consenso” técnico-procedimental orientado a la despolitización radical de la vida civil. Como razón de Estado la fábula de Chile, produjo tres efectos:
1.- La final convergencia entre dos coaliciones políticas en una misma concepción “pastoral” que terminó por constituir a un solo Partido Neoliberal. No existe un “duopolio” sino un verdadero “monopolio” político-electoral que, aceitada por la institucionalidad autoritaria legalizada en la Consttución de 1980, conserva tres tendencias diferentes: una derecha, un centro y una izquierda. No obstante sus diferencias internas pervive un consenso fundamental que consiste en la idea de que el neoliberalismo (sea “pinochetista”, “cristiano” o bien “progresista”) es el único horizonte político posible, la única fórmula para la vida común, el dispositivo exclusivo de toda “racionalidad”. No hay “duopolio” sino un solo Partido Neoliberal que, con sus diferencias internas, no ha dejado de renovar el pacto oligárquico que transó con la dictadura. Habrá que medir esta convergencia en relación al actual gesto de la DC de ir a primera vuelta y ver hasta qué punto se mantendrá la unidad en la NM. Ello resulta clave porque es la primera vez después de mucho tiempo que se resquebraja explícitamente el pacto transicional que actuó como pivote del Partido Neoliberal de Chile: la alianza entre el PS y la DC. Habrá que seguir ese naufragio y ver dónde llegan los sobrevivientes.
2.- La “culpabilización” (“endeudamiento”) extremo de la vida social. En el plano penal se proyecta la obsesión por la seguridad, en el biomédico en la idea de que cada paciente es “culpable” de su enfermedad (los matinales y sus “doctores” han hecho visible esa verdad a la que tiende el sistema), en el ámbito de pensiones en el discurso de que cada uno es “culpable” de no haber ahorrado suficientemente para su jubilación; en el ámbito de género, que la violencia sufrida por las miles de mujeres a lo largo y ancho del país, sería en último término “culpa” de ellas; en el ámbito económico, la producción incondicionada de “deudas” y así, vivimos en un país que, tal como advirtió Walter Benjamin en torno al funcionamiento del capitalismo; sus múltiples dispositivos capturan a los cuerpos en virtud de su incesante culpabilización-endeudamiento (como Nietzsche, Benjamin usaba el término alemán schüld que indistingue ambos términos utilizados en castellano). La culpabilización hizo de la “alegría” una enorme “tristeza” (¿cómo leer los altos índices de depresión en Chile?), del proyecto popular que prometía la derrota electoral de Pinochet a la renovación del pacto oligárquico para los “nuevos tiempos”. ¿Qué es la “culpa” (o “deuda”) sino una de las formas más originarias con las que el poder captura a los cuerpos? ¿Qué fue lo que la potencia popular impugnó en las revueltas del 2011 cuando dirigió sus fuerzas contra el CAE, sino a tal forma de captura? Precisamente porque se conoció como una doctrina del emprendimiento, el neoliberalismo fue una verdadera doctrina sobre la deuda (culpa) y, con ello, una renovación del pacto oligárquico de Chile.
3.- La división “gnóstica” entre lo social y lo político. Como los antiguos “gnósticos” pretendían dividir el alma del mundo, así también, el discurso neoliberal divide a lo social de lo político. Como todo “gnosticismo”, el neoliberalismo considera a la “política” la fuente del “mal” y a la “economía” el exclusivo lugar del “bien”. El neoliberalismo es un “gnosticismo cristiano” en el que la esfera social aparece como un ámbito á-político manejado exclusivamente por el discurso “experto” y la esfera política como aquella que debe quedar supeditada a la primera puesto que, como un “mal necesario”, debe ejercer un gobierno tal que permita generar las condiciones para la buena circulación de la economía. Nada debe interferir su labor puramente técnico-procedimental, ninguna fuerza puede desviar su función exclusivamente económica. Así, lo “social” queda reducido a un conjunto de funciones económicas y lo “político” a una simple administración que debe velar para el desempeño de lo “social”. La circularidad de la máquina es perfecta en este sentido. Por eso, diremos que, en este sentido, el neoliberalismo es un estatismo: se apropia del Estado para remodelar su función, subsumiéndolo a un rol corporativo-financiero. En el léxico de Hayek la división entre lo social y lo político se traduce en la diferencia entre la “libertad” y la “razón”: esta última debe generar las condiciones económicas de la libertad. Pero generar las condiciones no significa jamás “regularla”. En Chile ha sido el Partido Neoliberal el que ha garantizado la continuidad de políticas rentistas que favorecen al flujo de capital de las grandes corporaciones financieras y la progresiva precarización y privatización (la precarización como privatización) de la totalidad de la vida social.
Cualquier proyecto que intente asumir un proyecto transformador tiene que desmontar la fábula de Chile. Pero desmontarla no se reduce simplemete a criticar a sus actores, sino a una crítica de su racionalidad. Menos aún, tal proyecto pueda permitirse reproducir dicha fábula dudando de si acaso se debe o no condonar las deudas a los estudiantes. Tal proyecto tiene que afirmar dicha condonación como una posibilidad históricamente realizable. No puede dejar dicha decisión en manos de expertos que, en algún momento, tendrán que “estudiar” y dictaminar a partir de su supuesto saber la viabilidad o no de dicha resolución. Tal resolución no cabe en comisión de expertos, sino en proyectos colectivos en que se ponga en juego un proceso de “deliberación”.
Antes bien, imaginemos un país sin militares, con una economía socialista y una vida común en donde se privilegie el uso antes que la propiedad. Si eso se llama comunismo entonces defendamos esa posibilidad, antes de regirse por lo que una supuesta “ciudadanía” subjetivada por el dispositivo “encuesta” supuestamente querría escuchar. Tal “ciudadanía” no escuchará nada si un determinado proyecto político no es capaz de abrir sus oídos. Ejerzamos el coraje a defender otro léxico, otro discurso que desafíe la raíz del léxico neoliberal y que permita imaginar otro país. No se trata de cumplir burocráticamente con un reclutamiento de militantes repitiendo la misma fábula de Chile. Transformar el pacto oligárquico significa unir fuerzas sin duda, pero no para entregarse a una estrategia electoralista que acabará en un formalismo vacuo de sumar y restar candidatos. “No repetir” ha de ser la consigna: “construcción popular” habrá de ser su pivote.
Politizar lo social y desinstitucionalizar la política son la apuesta de una potencia popular en contra del pacto oligárquico. Sin una base social politizada y sin una política formal socializada no habrá impugnación de dicho pacto sino tímidas aproximaciones a reemplazar a la vieja oligarquía por la nueva. Destituir al Partido Neoliberal, fomentar la redención alegre de las culpas (por medio de la “condonación” por ejemplo) así como desactivar la división “gnóstica” entre lo social y lo político constituyen diferentes planos de una misma potencia popular cuya fuerza no reside ni en la milicia, ni en el capital, sino en que está premunida de una imaginación política capaz de romper con la fábula de Chile.
Si ya no necesitamos fábula quizás nos sea imprescindible la comedia: la caída de las máscaras, la insustancialidad respecto de los cuerpos que las portan, la comedia se muestra como una interrupción de la fábula de Chile cuyo efecto inmediato es exhibir que tras aquél que nos daba “lecciones morales” no había nadie ni nada, detrás de aquél sujeto supuesto saber, no había mas que un vacío (ni un experto, ni un pastor). Ese vacío no ofrece nada más que risa. La amenaza que nos aterrorizaba se muestra ahora como inofensiva. Las máscaras flotan y muestran el vacío sobre el que se articula el poder, dejan atrás la sacralidad que las hacía imbatibles y abren las condiciones para una nueva época histórica. Esa “comedia” ya ha comenzado. El 2011 fue su fecha decisiva. Aferremos ese pasado en el presente y asignémosle la violencia de un comunismo en la que la potencia popular desate sus últimas carcajadas.