Feminismo neoliberal (parte II)

Feminismo neoliberal (parte II)

Por: Alejandra Castillo | 06.01.2016
Fraser afirma que la teoría feminista tiende a seguir el espíritu de los tiempos: en los setenta era marxista, en los ochenta era lacaniana, en los noventa era cultural, hoy es neoliberal, habiendo “perdido incluso, sus vínculos históricos con el marxismo, y con la teoría social y la economía política más en general”.

Hace ya varios años, Nancy Fraser en su libro Iustitia interrupta (1997) llamaba la atención sobre la “condición postsocialista”. Condición que tendría como escenario la caída del Muro de Berlín y como efecto la pérdida de credibilidad de un proyecto emancipatorio de amplios alcances. La crisis y caída de la izquierda para Fraser sería, en parte, resultado de la eficacia con que la propia izquierda cuestionó el marco universalista, masculino y europeo que la sostenía. De la eficacia de aquella crítica se habrían bifurcado dos tipos de políticas: unas orientadas a la redistribución y otras orientadas al reconocimiento. Rota la fantasía ideológica que daba unidad y coherencia a la izquierda no quedaba más que atrincherarse, ya sea en políticas de clase, ya sea en políticas de identidad; políticas sociales o políticas culturales. Realizadas estas distinciones, Fraser advertía que estas alternativas siempre se presentaron como mutuamente excluyentes: debemos elegir entre la igualdad social o el multiculturalismo, entre la redistribución o el reconocimiento.

Este mismo argumento es repetido, aunque con más ímpetu, en uno de sus últimos libros, Fortunes of feminism (2013). Prontamente traducido al castellano como Las fortunas del feminismo (2015), este nuevo libro de Fraser insiste en el diagnóstico que deja a la izquierda desmovilizada en un dilema que no hace sino dividir, de modo tajante, aguas entre lo económico y lo cultural. Antigua escena para el marxismo, antigua escena para la izquierda. Fraser explica que su intención teórica y política es abandonar, sin embargo, dicha distinción y avanzar hacia un “modelo bidimensional de justicia” que deje atrás aquellos dualismos procurando “abarcar las tradicionales preocupaciones de la justicia distributiva, en especial la pobreza, la explotación, la desigualdad y las diferencias entre clases. Debe al mismo tiempo abarcar también preocupaciones de reconocimiento, en especial la falta de respeto, el imperialismo cultural y la jerarquía del estatus”.

Si bien, Fraser insta a salir del dilema -en tanto que representaría una “falsa antítesis” puesto que muchas veces una injusta distribución de derechos sociales implica también falta de reconocimiento- no hace sino volverlo posible describiendo y, a  la vez prescribiendo, un escenario de divisiones, y elecciones excluyentes. Dicho de otro modo, la crisis y desmovilización de la izquierda no radicaría tanto en tener que tomar posición en uno u otro lado de la distinción, sino la distinción misma. ¿No es acaso esta distinción la que ha hecho de los gobiernos socialdemócratas -siempre preocupados por los problemas “reales” de la gente- gobiernos de expertos de lo social transformando la cultura en un mero espectáculo?

Estando de acuerdo con la concepción compleja de justicia que Fraser  propone, hay algo más que molesta de su descripción. Tal vez esta molestia radique en el hecho que para poner en marcha este escenario de órdenes duales y desmovilización de la izquierda deba echar mano de las políticas del feminismo. A pesar que la suya sea la historia del feminismo norteamericano, Fraser afirma que la teoría feminista tiende a seguir el espíritu de los tiempos: en los setenta era marxista, en los ochenta era lacaniana, en los noventa era cultural, hoy es neoliberal, habiendo “perdido incluso, sus vínculos históricos con el marxismo, y con la teoría social y la economía política más en general”. Entonces, si bien Fraser insiste en desplazar el binarismo excluyente que ha descrito a las políticas de izquierda escindida entre clase o cultura, deja recaer en la segunda el mal del neoliberalismo. Inadvertidamente, tiende a valorar la esfera de lo económico por sobre la esfera de la cultura, dejando a esta última en el mejor de los casos como un simple suplemento de la primera, o, en el peor de ellos, siendo funcional al modo de producción dominante.

Este binarismo, la mantención “inadvertida” de la distinción entre distribución y reconocimiento, ya se podía observar en Iustitia interrupta cuando, a modo de síntesis, sostenía que, en primer lugar, se debía “cuestionar la distinción entre cultura y economía; segundo, entender cómo las dos esferas actúan conjuntamente para producir injusticias; y tercero, descubrir cómo, en tanto prerrequisito para remediar las injusticias, las exigencias de reconocimiento pueden ser integradas con las pretensiones de redistribución en un proyecto omnicomprensivo”. ¿Por qué las política ligadas al reconocimiento debieran ser “integradas” a aquellas descritas desde la distribución? ¿Es acaso el marco de lo económico anterior y estructural a la cultura? ¿Es la cultura un mero complemento de lo realmente importante?

En este punto, Fraser parece olvidar la lección de Althusser que advertía que la ventaja de la metáfora espacial escindida entre base y superestructura estaba en que “hacía ver” que la base es la que determina en última instancia a todo el edificio social. Esta eficiencia de la última instancia desplaza a un lugar suplementario la cuestiones relativas a lo jurídico-político (el derecho, el Estado) y a lo ideológico (diferentes ideologías, religiosas, morales, jurídicas, políticas). ¿No habría que prestar también atención a la reproducción del orden social?

Haciendo notar este olvido en lo que tiene que ver con las políticas sexuales, Judith Butler en el artículo titulado “Merely Cultural” (1997) -traducido como “El marxismo y lo meramente cultural”- no dudará en describir la posición de Nancy Fraser como un “neoconservadurismo de izquierda” que no advierte que las políticas del cuerpo no son “meramente” culturales sino que en su manifestación interrumpen “un modo específico de producción e intercambio sexual” desestabilizando, de ese modo, el sistema de género (la reproducción heterosexual del deseo). El cuerpo y sus políticas nunca han sido “meramente” culturales. Bien lo sabemos nosotras, aquí, en un país que aún no legaliza el aborto.

Este olvido de Fraser, el olvido de la reproducción, es el que la hace, primero,  universalizar la historia del feminismo y, segundo, describirlo como efecto de la estructura económica, sólo así es posible entender aquella afirmación que aparece en Fortunas del feminismo: “La teoría feminista tiende a seguir el espíritu de los tiempos”. El feminismo sería un simple reflejo de la transformación del modo de producción, suplementario, y por ello irrelevante. El tiempo de la economía es uno y subyace a la superestructura. De ahí que la historia del feminismo no sea sino la historia norteamericana. Esta historia no se cuenta con los tiempos del feminismo en América Latina, simplemente, porque las historias del feminismo latinoamericano no entran en la cuenta de lo que cuenta para la historia del feminismo de Fraser. Tampoco cuentan los tiempos del feminismo de Julieta Kirkwood, por ejemplo, que sin poder olvidar las injusticias sociales, en los años ochenta en Chile, hacía del feminismo también el lugar para el cuestionamiento de las narraciones teóricas e historiográficas en lo que éstas reproducían un orden masculino y patriarcal.

Las feministas no podemos tomar uno u otro lado del dilema, no podemos aceptar la distinción entre lo económico y lo cultural. Sabemos que desarrollar un concepto complejo de justicia implica, sin duda, posicionarse desde el punto de vista de la reproducción, esto es lo que Fraser olvida. Bien podríamos decir que las fortunas del feminismo de las que nos habla Fraser no son sino las “fortunas de las políticas de género”. Así al menos lo hemos visto en Chile. Fortunas del género que con el correr de los años de los gobiernos de la Concertación y en nombre de políticas eficientes para las “mujeres”, no dudan en volver contiguas las palabras “género”, “elite” y “poder”. Prueba de ello lo da el informe PNUD Género: desafíos de la igualdad (2010), libro cuya presentación cierra el primer gobierno de Michelle Bachelet. ¿Por qué las mujeres más afortunadas, no tienen más fortuna? se preguntan expertos y expertas en dicho informe. Bien podríamos decir que las políticas de género parecen no ser otra cosa que un síntoma del neoliberalismo, un síntoma también de una democracia elitista.