El derecho de libre albedrío en el melodrama
Vivimos revolcados en un merengue ideológico, cuyas bases están en el lodo de la ignorancia, la maldad insolente de la competencia y una melcocha conceptual entre derechos y limosna: una cosmovisión sumamente útil para mantener el poder sobre un pueblo manoseado y sumiso. Esta ideología del atropello a la razón y a los derechos humanos es inoculada desde antes de la cuna y sostenida con incomparable habilidad profesional por los medios de comunicación, la televisión especialmente, usando herramientas de alienación muy semejantes al “opio del pueblo”: culto al fútbol, las teletones y la farándula; noticieros con el foco en el comodín de la “delincuencia” y el precio de la carne o la fruta según la época; transmisión subliminalmente tendenciosa de genialidades políticas tales como planes para regular la inmigración; exacerbación de acciones “terroristas” para justificar represiones brutales, etc.
Y entre las estrategias más infalibles, las teleseries.
Por esa razón, el 10 de diciembre estimé menester hacer una confesión. Con todo el bochorno intelectual que me significa, e imaginando las caras de incredulidad en mi entorno, humildemente confieso que veo teleseries; en especial, chilenas. Sí, yo misma me he mirado extrañada varias veces. Sin embargo, es innegable que son un reflejo social, y pese a su ligereza ─o a causa de ella─, pueden contribuir a la reflexión. Por ejemplo, el intento de algunas por poner en el tapete temas de relevancia política, como la homofobia, la violencia machista o el maltrato infantil, podría considerarse acertado y oportuno; pero lo básico de su enfoque puede hacer que el mensaje parezca una moda frívola más y se torne contraproducente. Entonces, una se pregunta si es que el guionista necesita capacitación o es precisamente ése su objetivo tras bambalinas.
Mi confesión y las preguntas que necesito exponer se relacionan, en realidad, con los derechos de los niños y las niñas, cuya Declaración y Convención datan de 1959 y 1989, respectivamente[1], y se derivan de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los países que la ratifican, Chile entre ellos, deben “asegurar que todos los niños y niñas se beneficien de una serie de medidas especiales de protección y asistencia”, ya que, “a diferencia de los adultos, las personas menores de 18 años necesitan una atención y protección especiales”, “en razón de su vulnerabilidad”, y por su “falta de madurez física y mental”.
Las teleseries me remiten a derechos de los niños tales como: “crecer sanos física, mental y espiritualmente”; “que se respete su vida privada”; “que no se les obligue a realizar trabajos peligrosos ni actividades que afecten o entorpezcan su salud, educación y desarrollo”; “que nadie haga con su cuerpo cosas que no quieren”. Dado que el Derecho (me refiero a esa área profesional; no a los derechos que son sometidos a permanente y enlodada violación) no es una materia que yo domine ni mucho menos, quisiera que alguien con los suficientes conocimientos y habilidad didáctica me informara y explicara lo siguiente:
Según la legislación chilena, ¿qué es “proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación”? ¿Cómo se evalúa la probabilidad de que una actividad determinada “afecte o entorpezca su salud, educación y desarrollo”? ¿Cuál se considera una “edad mínima para trabajar”? ¿Qué actividades se clasifican como “trabajo”, tratándose de un niño o niña? ¿Existe alguna ley o resquicio (o desquicio) que establezca que el trabajo de los niños en la tele no es “trabajo infantil”? Dicho de otro modo: ¿el trabajo en la televisión no se considera trabajo o allí los niños no son considerados niños? ¿O acaso entra en el derecho “al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes”? ¿O forma parte de “la importante función que desempeñan los medios de comunicación” en procurar para los niños “la información y el material que tengan por finalidad promover su bienestar social, espiritual y moral, y su salud física y mental”?
Puedo entender, medianamente, que a niños de, digamos, 5 años o más, la actuación se les pueda presentar como un juego fascinante. De hecho, todos los juegos infantiles son, en cierto modo, actuación, aunque el libreto no esté escrito. Me pregunto, sin embargo, qué tan lúdica será la metodología que se usa, por ejemplo, para hacerlos llorar, ya que, por lo que tengo entendido, para mostrar en escena ese tipo de reacciones es necesario conectarse con emociones que las motiven, lo cual no tiene nada de lúdico si se trata de un actor-niño o actriz-niña. Por el contrario, me parece sumamente perverso y riesgoso para su salud mental. Es el caso, por ejemplo, de los estupendos actores infantiles de una reciente teleserie que trataba un tema tan en boga como la estafa; incluía, además, por cierto, todos los tópicos tradicionalmente propios del género melodramático, como son el amor romántico, la pobreza, el sufrimiento, la violencia, y agregaba problemáticas de esta época, como la homosexualidad, la delincuencia, el abandono infantil y las entidades maltratadoras de niños. De todos esos temas participaban estos pequeños “actores”. Digo “pequeños”, porque no creo que se tratara de actores consumados ni de jóvenes en edad de decidir ─por mucho que ésta se rebaje─, que hicieran el papel de niños gracias a su libre albedrío y a un extraordinario trabajo de caracterización.
Pero lo que me resulta absolutamente inconcebible es que se use a infantes que escasamente han cumplido un año de edad, para representar algo que no puede llamarse “rol” ni “personaje”, sino “utilería” o “efectos especiales”. Estoy pensando en la teleserie más morbosa y retorcida que he visto nunca, titulada Verdades ocultas, que transmite Mega en horario sumamente diurno; es decir, al alcance de los ojitos y la entendedera incipiente de cualquier niño, lo cual también me parece insólito (la perversión de Perdona nuestros pecados no tenía nada que envidiarle, sólo que al menos ésa era nocturna).
En fin, cuando se requiere representar a una guagua recién nacida, el uso de este elemento de utilería no resulta tan chocante, ya que, si bien en las teleseries los bebés “nacen criaditos”, la utilería en cuestión sólo aparece en una o dos escenas, en los brazos de algún personaje generalmente enternecido y feliz. Pero en el caso al que me refiero, además de la extraordinaria morbosidad, perversidad y violencia del guion en general, el abuso depravado que se hace de ese niño es evidente y extremo.
Celebro que determinadas costumbres se estén constituyendo en tema de preocupación y debate en nuestra sociedad. Es muy necesario erradicar hábitos que puedan llevar a confusión y a la naturalización de abusos solapados, como que los niños deban llamar “tía” o “tío” a sus profesores o a quien maneja el furgón que los lleva al colegio. Por otra parte, es más que acertado suprimir conductas como que la educadora de párvulos ─o cualquier educador, del nivel que sea, universitario incluido─ toque o bese a sus alumnas o alumnos. Hoy la inconveniencia y el riesgo de estos comportamientos se están visualizando, así como también otras conductas repudiables, lo cual no podemos dejar de valorar. Es más, he visto que en algunos contextos se usan recursos visuales para no exponer a los menores a la mirada de los televidentes. Tiene mucho sentido y es coherente con el derecho de los niños a protección. Sin embargo, no es una medida que se imponga en todos los casos. ¿Por qué?
¿Y por qué nadie objeta la exposición de los niños que trabajan en teleseries (o shows de farándula) ni, en particular, la “actuación” de aquella pobre guagua en el engendro dramático-televisivo al que me refiero? Para empezar, al margen de que se considere trabajo infantil o no, dudo que haya existido, ni dentro ni fuera de la realidad ficcional, un niño tan besuqueado, con tal desenfreno y por tal diversidad de individuos. En la realidad donde corresponde a una creatura de esa edad desenvolverse y ser cuidada, los besuqueos vienen de la madre o de otros miembros de la familia, controladamente ojalá; sin embargo, el cuerpo de este niño debe sufrir besos y apretujones varios provenientes de desconocidos en roles de padres, familiares, nanas, etc. Y por su edad, aún no sabe hablar, de manera que no tiene cómo reclamar su derecho a “que nadie haga con su cuerpo cosas que no quiere”. Es más, ni siquiera le dan espacio para saber si quiere o no quiere, porque su “personaje” incluye soportar que lo metan y lo saquen a discreción de un corral, sin motivo aparente ni duración previsible; que le interrumpan a cada rato el vínculo que ha establecido con juguetes y animales de peluche, para agarrarlo en brazos, porque sí o porque no, con o sin besuqueo, para bajar o subir escalas a toda carrera, salir arrancando de algún lugar o de otro, o meterlo en un auto donde, según lo requiera la escena, alguien le hablará con desesperación o amor fingido cosas que no entiende (y más vale que no entienda; aunque lo más probable es que las intuya, lamentablemente). Eso, sin mencionar que, mientras sus ojitos azules miran con desconcierto a la cámara, sus mejillas rubicundas tienen que soportar lágrimas ajenas, que chorrean en abundancia desde los ojos de una actriz en el papel de una sollozante y temblorosa madre desquiciada.
Me imagino, por supuesto, que alguna relación de proximidad han desarrollado los actores con ese niño, ya que, a pesar de toda esa invasión, a veces se queja; pero no llora. Sin embargo, a este respecto cabe preguntar, ¿qué diferencia hay entre un profesional de la actuación y uno de la educación? ¿Por qué uno puede, libre y profusamente, estrujar entre sus brazos a un menor y el otro no?
Ahora bien, lo que he descrito es lo que debe enfrentar ese niño físicamente, durante el tiempo que dura la grabación de las escenas que lo incluyen; sin embargo, no es lo único a que lo somete ese libreto retorcido, que él ni siquiera tiene la posibilidad de leer para enterarse de lo que viene, de qué se trata y de quién es quién. No se puede prever lo que sigue ni sus consecuencias; por ejemplo, si lo han acostumbrado a ser un niñito que “se da con todos”, ¿qué pasará cuando quien se le acerque con actitud cariñosa sea un depravado que no esté en el libreto ni el elenco? Indudablemente, los impredecibles efectos de este “juego” en esa personita no serán visibles durante las grabaciones: los llevará muy ocultos bajo la piel, quién sabe por cuánto tiempo antes de que salgan a la luz, si es que salen. Si eso no es una violación flagrante de los derechos de un niño, o de cualquier ser humano, que alguien experto y didáctico me diga qué es.
Yo no soy quien para criticar a ninguna madre ni padre. Tampoco pretendo dictar cátedra a nadie. Como dije, de leyes no sé; de políticas que rigen la televisión, tampoco. Sólo tengo la experiencia de ser una madre como cualquiera, con los errores y la culpa que cualquier mujer madre acarrea en su caminar. Y desde allí me pregunto ─y les pregunto─, ¿por qué los padres de esa creatura autorizan que se cometa tamaña aberración con su hijo? ¿Cuál es su nivel de educación? ¿Y cuál el de intuición, que aportaría más en este caso? ¿Han oído hablar de los derechos de los niños? En cuyo caso, ¿qué entienden por “su preocupación fundamental será el interés superior del niño”? ¿Saben que de los padres es “la responsabilidad primordial de la crianza y el desarrollo del niño”? Saúl Schkolnik escribió un libro muy hermoso y divertido sobre esto, e invito a todos los padres a regalarlo a sus hijos, para que vayan aprendiendo a defender sus derechos. Lamentablemente, en casos como el de este infante, no servirá de mucho.
¿Acaso su instinto no les enciende ninguna luz de alerta? ¿Ni siquiera al ver en su hijo la carita seria y desconcertada, aterrorizada a veces, que yo le he visto cuando sus ojitos miran a la cámara? ¿O no la ven? ¿Acaso soy la única chiflada paranoica que la ve? No lo descarto…
Aun así, ojalá se les apareciera un Pepe Grillo que les informara, por ejemplo, que un niño de esa edad no sabe lo que es actuación, ni recursos dramáticos, ni televisivos; por tanto, no tiene la capacidad de distinguir su mundo real del ficticio. No tiene cómo pispar que las lágrimas ajenas que reciben sus mejillas; que la ansiedad y el terror que le transmite esa mujer que no es su madre (menos mal); que la cara de angustia con que lo mira ese hombre que no es su padre (por fortuna), así como la actitud de ese asesino demente que infunde horror y, afortunadamente también, tampoco es su pariente, son fragmentos de una historia de ficción en que no tiene arte ni parte, ni la facultad de elegir su participación. Y ¡ojo! su cabecita concreta sí sabe el significado de algunas de las palabras que escucha; entre otras, “mamá” y “papá”. Por tanto, no quiero ni imaginar su maraña cognitiva y emocional al oír los parlamentos de la que no es su madre, pero a cada rato le asegura que lo es; del que no es su padre, pero le habla como si lo fuese. No tiene cómo saber que los besuqueos desconcertantes que le propinan esos desconocidos no son verdaderas muestras de cariño, como las que recibe ─con más delicadeza, espero─ de los que sí son sus padres (¡qué confusión!); que los gritos furiosos que escucha, a veces a menos de diez centímetros de su rostro, y las caras de espanto que ve a su alrededor, son parte de ese extraño “juego” al que lo someten. No tiene cómo averiguar la razón por la cual lo que hacen con él en esos ratos del día, bajo esas luces, con toda esa gente y esos aparatos, no tiene ton ni tiene son.
Desconozco la vida privada de los famosos, de manera que bien podría ser que, en la vida que llamamos real, ese niño fuera hijo de esa actriz, o de ese actor, o de algún escenógrafo, qué sé yo. De hecho, sé que muchos actores y actrices, gracias a su parentesco, han comenzado a temprana edad la que sería su carrera. Sin embargo, de ser ése el caso, la situación no cambiaría absolutamente en nada; por el contrario, quizá fuese peor, ya que para cualquier niño sería aún más desestabilizante percibir transformaciones emocionales y conductuales de tal envergadura y especie en su propia madre o padre.
También puede ser que todo lo que he descrito sea una ignorante ilusión, que las grabaciones se hagan con algún truco tecnológico similar al photoshop o al copy-paste, de tal modo que el niño no esté realmente en el lugar donde parece estar, expuesto como parece estar expuesto, siendo sometido al maltrato que parece ser sometido en cada capítulo. En tal caso sería bueno que lo mencionaran en los créditos o lo aclararan en algo así como una fe de erratas, para evitar que alguien se espante y se indigne como yo, por ignorancia.
De cualquier modo, no me sorprendería que la respuesta a mis preguntas y las explicaciones que busco estuviesen en alguna disposición legal coherente con la cosmovisión del atropello, que mencioné al comienzo. La misma según la cual el delito de violación debe definirse en términos de penetración y uso de violencia explícita, y penalizarse según categorías y grado de resistencia de la víctima, cuya capacidad de decisión a los 12 años debería ser suficiente para consentir una relación sexual.
Quizás incluso exista una ley que establezca que, tratándose de contextos mediáticos, dicha capacidad de ejercer el libre albedrío comienza al año de edad… O, por qué no, tal vez con la mismísima gestación…
¡Claro! ¡Ahora entiendo por qué hay quienes se oponen con tanto afán a la despenalización del aborto! Debe ser porque, según su cosmovisión y el opio de sus dioses del merengue, el libre albedrío comienza en el preciso momento en que se juntan un espermatozoide y un óvulo. ¡Eureka!
[1] Unicef.cl