Un Aula Segura, sin diálogo ni participación: Una ofensiva contra las comunidades escolares
En los últimos meses se desarrolló un debate mediatizado en torno al entonces proyecto y hoy ley que, de manera espectacular y marcado por su falta de contenido, el gobierno bautizó como “Aula Segura”, para luego cambiar a “Convivencia Escolar”. Como profesores que se desempeñan en diversos contextos educativos, consideramos necesario compartir nuestra reflexión al respecto.
Esta ley, se inscribe en la visión superficial en la que se entiende la política educacional. Aparece como una posibilidad de presentar una preocupación mediática y utilizar todo ese aparataje, desde la política-espectáculo. Lo cual hace imposible observar, tras el humo y los fuegos artificiales, un interés genuino por abordar los problemas que se desarrollan en la realidad de las comunidades educativas.
El gobierno ha querido apelar a la inseguridad que afecta a muchos/as docentes al interior del aula, para justificar el desarrollo de una ley que busca incriminar y excluir a quienes se expresan desde el movimiento estudiantil. Apelan a los mismos profesores y profesoras a quienes no han considerado como agente relevante en la elaboración de las políticas educativas desarrolladas en la última década.
Y es que sí, la inseguridad de muchos/as docentes es algo real, en el marco de una gran desigualdad social y educativa, de la emergencia de nuevos conflictos, en una sociedad atomizada en la que se fortalecen continuamente la competencia y el conflicto. Pero, ¿cómo las escuelas resuelven su funcionalidad y carácter dentro de este escenario?, o dicho de otro modo; ¿El proyecto de ley contribuye, de alguna manera, a resolver las situaciones conflictivas que se generan en este marco?. Y la respuesta en breve es no, y no tiene el potencial de responder desde el desarrollo de la institución educativa, debido a que se sitúa fuera de sus prácticas, alcances y definiciones. Es más, una vez aprobada la ley, el mismo gobierno reconoce que no ayuda a resolver “la violencia en general”, sino que sólo entrega mayores facultades a los directores para casos particulares (¿3, 4 liceos?). Queda así en evidencia, que ni desde una perspectiva educativa ni desde la legalidad, significa un avance real para superar estos conflictos.
En la escuela, estudiantes, asistentes, docentes y directivos, como actores participantes de las comunidades educativas, merecemos condiciones que favorezcan el desarrollo de nuestras funciones y necesitamos, asimismo, que existan los espacios que permitan fomentar una cultura de respeto y relaciones democráticas. Las condiciones y espacios democráticos se pueden inscribir dentro de los esfuerzos por desarrollar una convivencia escolar democrática; y ese es justamente el gran elemento ausente en la discusión parlamentaria.
La violencia es una problemática que rebasa la mirada reduccionista instalada por el gobierno en su proyecto de ley, que por lo demás, se sitúa desde lo que acontece en una comuna en específico. La violencia es un fenómeno transversal, con raíces profundas, que se expresa en nuestro sistema educativo, que, en muchos sentidos, deviene de las herencias educativas y políticas de la dictadura militar.
La escuela pública se enfrenta cotidianamente a situaciones conflictivas que impactan en la convivencia escolar y en la construcción de comunidad educativa. La violencia se manifiesta desde las carencias familiares y afectivas de nuestras y nuestros estudiantes; las desigualdades de género de un sistema patriarcal; las precariedades y problemáticas de una ciudad segregada que impacta en el ánimo y disposición a aprender; la homofobia y xenofobia imperantes en las prácticas y discurso público; el narcotráfico y las redes de poder delictual que acechan las escuelas y ante las que el Estado guarda, en muchas ocasiones, silencio cómplice; los maltratos físicos y laborales a los que se ven expuestos maestras y maestros y ante los cuales no hay soluciones concretas, entre otras muchas manifestaciones de una sociedad neoliberal.
La violencia se manifiesta también en un sistema educativo desigual, donde la segregación y competencia entre escuelas sigue siendo filtro de las posibilidades de las y los estudiantes de acceder a una educación superior y de realización personal. Todas estas son herencias de la dictadura que han sido diligentemente consolidadas y refinadas durante los gobiernos de transición, que han configurado un modelo educativo al que se le exige acortar las brechas de la desigualdad, pero al que no se le apoya en el cómo hacerlo. Así, diversas violencias, se trasladan a las aulas, como reflejo de la sociedad en la que vivimos, donde se internalizan lógicas individualistas, donde no hay tiempo para compartir con las familias, donde el sueldo no alcanza para una vida digna, donde el sexismo se naturaliza desde muy pequeños.
Reducir la violencia a manifestaciones de protesta callejera, desconociendo el origen de aquellas demandas y, además, el marco político-educativo en el que se gestan e intentar diseñar una propuesta educativa desde allí es simplemente probar tapar el sol con un dedo. La violencia es sistémica, está instalada en la escuela, en su origen y estructura, no podemos esperar avanzar en políticas de convivencia escolar sin considerar los pilares educativos neoliberales que dan sustento a tremendas desigualdades. Esta situación no se soluciona con una ley que persigue hechos puntuales, en muchos sentidos graves, pero que son manifestaciones de algo más profundo, que, al parecer, no se quiere abordar. La solución debería venir de procesos de democratización y diálogo dentro de las escuelas, no de políticas punitivas, sino de la construcción de comunidades educativas donde se aprenda a convivir juntos, desde el reconocimiento y la mutua valoración, asumiendo y combatiendo aquellas precariedades y conflictos que nos aquejan. En esto, las y los docentes somos actores fundamentales y debemos asumir esta labor con responsabilidad y activa participación.
Si atendemos al proceso de discusión de la actual ley, su idea original dotaba de una serie de atribuciones a los/as directores/as para expulsar a los estudiantes en situaciones específicas de violencia. Esta situación llevó a la comisión de educación del senado a plantear que esta ley podría tener elementos inconstitucionales, debido a que no existía la posibilidad de que el estudiante que fuese acusado accediera a un “debido proceso”. Fue en este contexto de la comisión de educación que se realizaron una serie de cambios que transformaron el proyecto, pasando a hablar de “aula democrática” y “Convivencia escolar”. Entre los principales cambios que introdujo la comisión está el hecho de que la expulsión se transforma en una facultad y no una obligación, se amplía el plazo para la defensa del estudiante que resulte acusado y las situaciones de violencia se extienden a todos los miembros de la comunidad y no sólo a aquellas ejercidas por los/as estudiantes.
A pesar de los cambios que se tuvieron que realizar, creemos que esta ley sigue respondiendo a una medida efectista, descontextualizada de las verdaderas necesidades de las comunidades. Tal como se planteó antes, si bien el proyecto quería responder a una situación específica, no se puede eludir la discusión en torno a la educación que queremos construir, desde ese punto de vista esta escuela no fomenta el desarrollo de una convivencia democrática, pues busca fortalecer el liderazgo autoritario del director/a, otorgando todas las facultades a esta autoridad sin mencionar los manuales de convivencia, u otros actores del liceo. No se menciona los consejos de profesores o los consejos escolares. La única mención que hicieron las indicaciones fue decir que los manuales de convivencia se deben actualizar para que estuvieran acordes con la nueva legislación.
Este es otro de los elementos por el que cuestionamos la ley tanto en su origen, como en los cambios que se generaron en el senado, pues concentra todos sus esfuerzos en la figura de una autoridad, lo recomendable en este caso sería fortalecer las instancias de participación de todos los estamentos, para que de manera conjunta tomen decisiones que busquen fortalecer la convivencia y formar a nuestros/as estudiantes en la resolución de conflictos y la formación ciudadana a través del diálogo, la controversia y la toma de decisiones.
Esta ley lejos de fortalecer una formación integral que tenga foco no sólo en lo cognitivo, sino que también en lo valórico y en la formación ciudadana, se concentra en la expulsión y en la obligación de los directivos en hacer la denuncia. Este aspecto evidencia una nueva contradicción de la ley. Más allá de las acciones que cometa el estudiante, nunca deja de ser un sujeto de derechos y por lo tanto se debe realizar un análisis situacional de lo que generó la acción del estudiante y aplicar sanciones con un enfoque pedagógico. No hay que olvidar que la escuela tiene por finalidad, generar aprendizaje en los estudiantes, herramientas que le permitan sentirse un sujeto activo en la sociedad en sus distintas dimensiones, social, cultural, económica y política, por lo que cuesta encontrar en qué dimensión se puede encasillar el aprendizaje producido por la expulsión, quizás en la dimensión política pero de manera negativa, es decir profundizando la segregación y la marginación. La aprobación de la Ley de Inclusión iba en la dirección en que pensábamos la escuela, pero esta nueva ley nos instala una contradicción aún mayor. Si bien la Escuela debe generar un espacio con dinámicas relacionales diferentes y una cultura que no reproduzca esa violencia, esto no se puede lograr a punta de expulsiones.
A partir de esta reflexión podemos concluir que más allá de las modificaciones que sufrió en el congreso esta ley, se consolida la idea de la escuela como instrumento de reproducción de un orden neoliberal, se limita su carácter transformador y reafirma ideas de segregación de aquellas personas que no son funcionales al modelo. Lo más grave es que construye la imagen de un gobierno preocupado por la situación que afecta a profesores y profesoras, pero nuevamente se invisibilizan las verdaderas necesidades tanto de los docentes como de la escuela en su conjunto, que requieren de un apoyo urgente, para poder llevar a cabo su rol, en un contexto de tanta marginación y exclusión social.
Finalmente, creemos que el origen de esta violencia está en el abandono de la educación pública y la privatización de la misma, el financiamiento de la educación ligado a resultado en pruebas estandarizadas. Un abandono que observan y controlan hasta que estalle la crisis (como ahora) y desde ahí proponer soluciones sin ninguna mirada pedagógica, sino más bien con una tecnocrática y/o autoritaria. En este ámbito lo que se requiere es de mayor financiamiento para superar los problemas que enfrentan las escuelas. La ausencia de espacios participativos y democráticos en las escuelas, en las que se fortalezca la convivencia escolar, creemos que una buena manera de enfrentar la violencia se relaciona con la organización de centros de estudiantes fuertes, organización de padres, madres y apoderados, otorgar un carácter reflexivo a los Grupos Profesionales de Trabajo (GPT), que los Consejos Escolares sean espacios resolutivos en los que se aborde de manera transversal la violencia, adoptando las medidas pedagógicas necesarias para superar las posibles dificultades. De este modo la escuela rompería con su carácter reproductor de la violencia que cruza nuestra sociedad y las comunidades educativas se convertirían en una institución que aporte a la transformación de la sociedad.