La necesidad de un populismo salvaje

La necesidad de un populismo salvaje

Por: Sergio Villalobos Ruminott | 02.07.2018
En este contexto, parece necesario oponer no solo al viejo populismo progresista, sino también al nuevo populismo tecno-mediático, un populismo salvaje, que sin transferir su potencia al líder, funcione como vector de radicalización del pacto juristocrático neoliberal. De lo contrario, las emergentes fuerzas políticas de cambio en la región estarán condenadas a repetir el drama familiar que opone a viejas y nuevas generaciones en la administración de la miseria.

Al igual que en la última elección presidencial en Chile, la que contó con la participación de variados sectores marginados desde la disputa entre La nueva mayoría y Chile vamos, agrupados en el llamado Frente Amplio; o en Colombia, con la contienda entre el candidato conservador Iván Duque y Gustavo Petro, representante de una nueva alianza progresista que redibujó, de una u otra forma, el mapa político y electoral colombiano. Así también en México, la disputa electoral está caracterizada no solo por la vieja lógica bipartisana entre el PRI y el PAN, sino también por la emergencia de una nueva fuerza política que intenta representar las largamente diferidas demandas de los sectores populares y romper con el pacto neoliberal que exitosamente ha desactivado las iniciativas de cambio social y ha perpetuado los niveles de desigualdad y pauperización en dicho país y en el resto de América Latina.

Sin embargo, la victoria electoral de Sebastián Piñera en Chile, sumada a la anterior de Mauricio Macri en Argentina y a la reciente de Iván Duque en Colombia (algo más difícil de predecir en México, donde todo parece indicar el triunfo indiscutible de Andrés Manuel López Obrador y la coalición Morena -escribo esto antes de los resultados oficiales-), parecen marcar lo que ha sido llamado el fin del Ciclo Progresista en América Latina; aquel ciclo asociado con los gobiernos de la Marea Rosada cuya agenda re-distributiva intentaba corregir los excesos del primer neoliberalismo que estragó a la región y que reorientó sus economías para satisfacer geopolíticamente el Consenso de Washington, y económicamente, el llamado Consenso de las mercancías (como lo denominó la crítica argentina Maristella Svampa).

El fin del Ciclo Progresista perece expresarse entonces como un giro hacia la derecha, difusamente agrupada en una agenda caracterizada por un pragmatismo radical y oportunista, donde se promete, por fin, alcanzar niveles superlativos de desarrollo económico, seguridad y paz ciudadana, estabilidad institucional contra las arremetidas populistas de los sectores anti neoliberales, usando como contraejemplo, para polarizar el campo electoral, el fantasma del Castro-chavismo en cuanto encarnación de toda política progresista que intente atentar contra el pacto neoliberal.

Nada de esto es casual, pues dicho pragmatismo oportunista de la derecha regional (y mundial), no es otra cosa que un populismo de nuevo tipo, el que, apelando a lugares comunes y reforzados por los discursos oficiales y la machaconería mediática, se presenta como la única alternativa en la actualidad.

En efecto, más allá de sus habituales denuncias del demonio populista, la nueva derecha opera según un populismo habilitado por el monopolio de los medios de comunicación y que se inscribe en el sentido común gracias a una profunda destrucción de la conciencia histórica. Se trata de una estrategia planificada y coherente donde los procesos de privatización de la educación, las reformas curriculares orientadas a la tecnificación y a la profesionalización funcional en general, el retiro de las llamadas asignaturas humanistas (historia y filosofía en primer lugar), y la masificación del espectáculo, junto con la transformación de los medios de comunicación en instancias de mera reproducción de los discursos securitarios y de criminalización de la protesta social, reproducen imaginarios sociales susceptibles a las prácticas demagógicas de una derecha que promete acabar con la inseguridad y la corrupción, avanzar en el desarrollo y la modernización, y controlar la invasión de inmigrantes, previamente demonizados o animalizados.

La consecuencia fundamental de esta constatación, el hecho de que la derecha sea profundamente populista y de que su populismo esté habilitado mediáticamente, es que ya no se puede sostener que las actuales disputas políticas en América Latina se dan entre un sector populista y anti neoliberal y otro republicano y liberal, sino entre, al menos, dos versiones distintas del populismo.

Más allá de la creciente y compleja discusión en torno a este fenómeno, contentémonos nosotros con señalar que el populismo es una noción que intenta capturar, por un lado, una nueva realidad política precipitada por la emergencia incontenible de lo popular en las sociedades latinoamericanas a mediados del siglo XX, como consecuencia de grandes migraciones campo-ciudad, procesos de industrialización motivados por políticas orientadas a la sustitución de importaciones, desarrollo urbano y transformaciones de la estructura social tradicional. Por otro lado, sin embargo, el populismo también es el nombre convencionalmente atribuido a una estrategia política que consiste, básicamente, en organizar una serie de demandas y reivindicaciones sociales en torno a un liderazgo que las articula, prometiendo su realización.

De ahí se sigue entonces la denuncia del populismo como ideología que divide el campo de la representación política entre un pueblo articulado o imaginado ex post factum (una etnicidad ficticia diría Étienne Balibar), y un líder carismático que encarnaría la voluntad homogénea de dicho “pueblo”. En este sentido, la noción de “pueblo” (homogéneo e identificable atributivamente) que parece ser una condición fundamental de la práctica populista, se muestra más bien como efecto de su propia performance. Le cabe al discurso populista interpelar y producir al pueblo como sujeto político que el líder sabrá representar.

Sin embargo, la crítica liberal republicana no se detiene en esta caracterización abusiva del liderazgo, sino que muestra al mismo populismo como consecuencia de una inmadurez política e institucional, pues el populismo tendería a desvirtuar la integridad de la ley a partir de contaminar el ámbito jurídico y procedimental del gobierno con las sucias demandas emergidas desde el pueblo (no debe extrañar que sea éste el rasgo privativo con el que se caracteriza la emergencia histórica de dicho “pueblo”: rotos, nacos, cabecitas negras, caras sucias, etc.).

Cabría entonces preguntar porqué fracasó el Ciclo Progresista en América Latina, porqué no fue capaz de ratificarse a nivel electoral (más allá de la auto-perpetuación de algunos liderazgos regionales sostenidos en una excepcionalidad rampante), porqué la nueva derecha y su populismo tecno-mediático volvió en varios países (Colombia, Argentina, Chile) como alternativa efectiva de gobierno. Frente a estas preguntas no me parece plausible la tesis de la conspiración que culpa al imperialismo norteamericano de boicot e intervención, pues esto, sin ser falso, no explica plenamente el problema.

Lo diré sin mayores mediaciones. El Ciclo Progresista fracasó porque fue incapaz de escapar de la captura neoliberal de la política, captura que implicó, y aún implica, la mediación burocrática de las luchas y reivindicaciones sociales a partir de regímenes institucionales cooptados por los intereses corporativos del capital transnacional. No se trata de una lectura economicista, sino de un diagnóstico de la estructura política representacional y sus tendencias antidemocráticas a la perpetuación y a la reproducción del statu quo. No solo ahora, sino durante toda la moderna historia política latinoamericana.

Cabe acá entonces una segunda pregunta relativa al rol que estas nuevas fuerzas políticas-electorales podrían cumplir en el marco neoliberal y más allá de él. Desde el Frente Amplio en Chile hasta Morena en México (incluyendo a Podemos en España), habría que determinar si se trata de procesos de ajuste interno a la misma estructura política y clientelar, donde sectores jóvenes y profesionales que quieren adelantar su acceso a los puestos de gobierno y administración, saltándose la mediación de las viejas y desgastadas estructuras partidarias, o si se trata de articulaciones capaces de romper con la captura neoliberal de la política y atender a las conflictivas dinámicas sociales en el marco de un neo-liberalismo de segundo orden, que ya no se opone al estado, sino que lo funcionaliza como instancia de contención para el libre despliegue de sus procesos de devastación y acumulación.

El viejo populismo progresista, que tantas conquistas sociales produjo en América Latina, y que ha sido sistemáticamente demonizado desde el nuevo populismo tecno-mediático de la derecha neoliberal, fracasó en la medida en que reprimió su configuración propiamente populista, escondiendo su deseo de cambio social en la sublimación administrativa de sus pulsiones políticas. Frente a ese viejo populismo, no basta con la lógica juristocrática y republicana, pues el pacto neoliberal parece preferir su propia perpetuación a su posible modificación.

Sin la demanda populista no hay posibilidad de modificación del pacto neoliberal, pues el populismo no solo es inherente sino necesario para el pensamiento republicano, siempre que éste quiera ir más allá de su propia constatación formal como imperio de la ley. En otras palabras, este republicanismo populista no puede sosegar la irrupción demótica de lo popular desde la mediación sublimadora del deseo de cambio, debe, por el contrario, radicalizar su deseo de institucionalización a partir de una teoría de lo institucional abierta a la contingencia histórica de las luchas sociales. Se trata de instituciones blandas o débiles, susceptibles frente a la activación democrática y no configuradas según la lógica inmunitaria del derecho y de la fuerza.

En este contexto, parece necesario oponer no solo al viejo populismo progresista, sino también al nuevo populismo tecno-mediático, un populismo salvaje, que sin transferir su potencia al líder, funcione como vector de radicalización del pacto juristocrático neoliberal. De lo contrario, las emergentes fuerzas políticas de cambio en la región estarán condenadas a repetir el drama familiar que opone a viejas y nuevas generaciones en la administración de la miseria.

Se trata entonces de imaginar un populismo que no se oriente solo a la conquista instrumental del estado, repitiendo la lógica hegemónica y contra-hegemónica que grava sacrificialmente a las dinámicas sociales, castrándolas de su potencial de cambio y domesticándolas como clientela electoral. Como en el famoso cuento de Osvaldo Lamborghini, El Fiord (1969), no basta con destruir el viejo liderazgo, hay que profanar su cuerpo para impedir que este vuelva a reencarnarse en un nuevo festín sacrificial. En tal caso, un populismo salvaje, abierto a los procesos instituyentes y a las irrupciones demóticas, capaz de tensar el orden jurídico desde una práctica democrática no capturada por los intereses corporativos, y capaz de resistir la cooptación y el chantaje de los privilegios aparece como única alternativa frente al populismo tecno-mediático de una derecha que monopoliza hoy en día casi todos los lugares de enunciación.