Ensayo sobre la desigualdad: Encrucijadas de la democracia en el Cono-Sur Americano
Sincerando mis propósitos desde esta primera línea, advierto que el título de este texto alude a la batería reflexiva propuesta por José Saramago –premio Nobel de literatura– en su genial trilogía de novelas: “Ensayo sobre la ceguera”, “Ensayo sobre la lucidez” y “Las intermitencias de la muerte”. En ellas, el escritor portugués despliega, con una pluma contundente y una poesía inimitable, indagaciones centrales sobre las capacidades éticas y de acción que nos limitan y conforman como seres humanos (y como seres políticos, me atrevería a decir).
Inspirándome en este espíritu –aunque careciendo, obviamente, de la genialidad y habilidad retórica de Saramago– me interesa poner sobre el tablero algunas reflexiones acerca de los límites de la democratización del Estado cuando este se enmarca en (o, mejor, cuando reproduce) cuadros de creciente desigualdad social. Parafraseando al portugués, la cuestión es elegir qué ceguera (y qué capacidad de visión) queremos, qué lucidez es posible y qué cosas estamos dispuestos a perder (qué muertes, literales y metafóricas, consentiremos) como sociedad política con la persistencia y el reciente agravamiento de los cuadros de desigualdad social en países como Argentina, Brasil y Chile. Me atrevo a hablar con algo de conocimiento de causa sobre estos países porque, como he explicitado en otras ocasiones, vivo transfronterizamente y actúo como investigadora social entre estos tres contextos.
Anteviendo posibles tergiversaciones, sincero también que la agenda de este debate es la defensa de la democracia y la indagación sobre aquello que tenemos que enfrentar urgentemente en el Cono-Sur Americano para salvaguardarla, potenciarla y permitir que tenga un largo aliento (ante las constantes amenazas de asfixia que sufre por estos lares).
Recientemente, la Oxfam publicó datos escandalosos sobre la desigualdad de ingresos en Brasil. El 5% de la población tiene una renta equivalente a los 95% restantes. El 0,1% de los brasileños ganan por mes lo que los trabajadores a sueldo mínimo ganan en 228 meses. Seis personas –sí, leíste bien, seis personas– concentran la riqueza equivalente a la del 50% de los más pobres del país. Con un “detalle” que es la guinda del pastel: estas seis personas son hombres y blancos: Jorge Paulo Lemann, Joseph Safra, Marcel Hermmann Telles, Carlos Alberto Sicupira, Eduardo Saverin y Ermirio Pereira de Moraes, empresarios a cargo de las empresas más opulentas del país. ¿Racismo? ¿Patriarcado? Sí, las dos cosas. El mismo estudio proyecta que las mujeres en Brasil solamente llegarán a cobrar lo mismo que los hombres en 2047. Y que los negros no podrán equiparar sus sueldos con los blancos hasta 2089. Frente a datos como estos, concebir como “obra de la coincidencia” esta hombría blanca de los ricos sería un gesto de surrealismo, si no literario, por lo menos estético.
Casi simultáneamente, el Instituto Nacional de Censos y Estadísticas de la Argentina (el INDEC) divulgó en septiembre que la diferencia de ingreso entre los más ricos y más pobres en el país, que era del orden de 16,3 veces en 2015, pasó a 21,8 veces en el primer trimestre de 2017. Según este mismo instituto, en Argentina, 11,3 millones de personas son pobres y 2,4 indigentes. El 28,4% de los habitantes del país de Maradona y Messi está en situación de pobreza. Más allá de preguntarme a quién se debe atribuir este gol –y desde ya apuntando a superar el improductivo intercambio de acusaciones entre las fuerzas políticas argentinas–, prefiero sugerir lo obvio: que se trata de un auto-gol. Lo anterior queda patente cuando tomamos en cuenta la relación de este empobrecimiento con la niñez: en Argentina, el 42,5% de los y las menores de edad entre 0 y 14 años vive en la pobreza. Me surge entonces una pregunta (que algunos de los lectores encontrarán retórica): ¿No parece claro que el concepto de “futuro” se deteriora cuando casi la mitad de los futuros adultos de un país crece en situación de pobreza?
En junio del presente año, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó –con el sugerente título “Desiguales: orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile”– el informe de sus investigaciones sobre las asimetrías socioeconómicas en territorio chileno. Los datos apuntan a que, entre 1990 y 2016, Chile vivió un proceso de 145% de incremento de la renta de los sectores más pobres del país, y un aumento contundente del acceso a la educación. Como consecuencia, la gente de los quintiles más bajos y medios declara tener una sensación de mejora, y expresa, cuando encuestados, una confianza en la mejoría de las condiciones de sus hijos e hijas. El país se proyecta a sí mismo como “en ascenso”. Lo anterior fomenta cierta euforia sobre las beneficios del modelo neoliberal chileno, y esto viene siendo usado, como sabemos, como una de las banderas para defender la radicalización neoliberal en Brasil y Argentina.
Pero, como en las enseñanzas bíblicas, habrá que pedirle a esta realidad que nos ofrezca su “otra cara”. El mismo informe del PNUD nos informa que este crecimiento de la renta de los más pobres debe ser tomado con cautela: en número absolutos, el incremento de la riqueza del quintil más pobre de Chile es –nada más, nada menos– que 9 veces menor que al del quintil más rico. El 0,1% de la población concentra el 19,5% de todo cuando se produce en el país. Se tratan de los “súper-ricos”: un grupo compuesto por 9.900 personas, que tienen un ingreso mensual promedio de unos 140,5 millones de pesos chilenos. En la medida que aumentamos el espectro, la distorsión se hace más visible: el 1% más rico concentra el 33% de la riqueza nacional; y el 5% en “situación de riqueza” (para no perder la oportunidad de ser irónica), detiene el 51,5%. Además, el 46% de los trabajadores hombres y el 56% de las trabajadoras mujeres en Chile reciben salarios insuficientes para cubrir las necesidades básicas (es decir, para mantenerse por encima de la línea de la pobreza). Lo solucionan con sobre-empleo, informalidad y explotación de los mayores que, estando jubilados, siguen trabajando a dos o tres turnos diarios. Chile no es Brasil, claro está; pero está infinitamente más cerca de este país sudamericano que de Dinamarca.
Insistiendo un poco en las obviedades analíticas, me pregunto si alguien realmente cree que puede haber democracia en contextos de desigualdad como estos que vemos en Brasil, Argentina y Chile. ¿Podemos ser tan desiguales y, aun así, democráticos?
Estas indagaciones remiten a un viejo debate que ha obsesionado a cientistas políticos y a los propios políticos durante casi todo el siglo XX: la discusión polarizada –empobrecida, más bien– que, en el marco de la Guerra Fría, indagaba cuál debiera ser el “valor moral estructurante” del Estado-nación: si la igualdad o la libertad. Se armó una anecdótica división de aguas (para no decir de “muros”) entre el bloque capitalista, supuestamente adherido a la libertad, y el bloque comunista, también supuestamente adherido a la igualdad. Digo que es una discusión empobrecida y anecdótica porque, como bien ha enunciado el pensador italiano Noberto Bobbio, hace ya años, el simple hecho de oponer estos dos “valores” ya configura un cuadro reduccionista y polarizador muy típico de la segunda mitad del siglo XX.
En mi ingenuidad política, me gustaría poder decir que hemos logrado superar (globalmente) esta visión y que, ya a esta altura del siglo XXI, somos capaces de entender que libertad e igualdad pueden –o mejor, deben– convivir en la operacionalización de los regímenes democráticos. Es más, me atrevo a decir que la integración activa (el consenso conflictivo, como diría Chantal Mouffe) de los derechos de libertad e igualdad constituyen, a la vez, el modo operandi de la democracia, y una condición de existencia del Estado Democrático de Derecho.
Diversos antropólogos sudamericanos –entre ellos Rita Segato y Gustavo Lins Ribeiro– vienen hablando de la necesidad de fomentar las “heterogeneidades” constitutivas de nuestros países, para construir formas de ciudadanía que permitan a los diversos grupos constitutivos de los Estados-nacionales una representación justa. Somos heterogéneos en términos culturales, sociales, políticos; pero la democracia demanda la institucionalización de accesos paritarios a la información, al espacio público, a la representación por parte de los grupos que componen esta heterogeneidad. Esta institucionalización del acceso a los mecanismos de participación y representación son imposibles con semejantes cuadros de desigualdad de renta. Primero porque los grupos concentradores del poder económico disponen de recursos y redes para generar demandas y para influir, presionar al Estado y a los propios sectores empresariales. Segundo porque pueden cooptar sin mayores sacrificios a los medios de comunicación formadores de opinión. En tercer lugar porque los que están luchando para resolver cuestiones apremiantes (como asegurar la alimentación diaria, por ejemplo), no pueden dedicar su energía a nada que no fuera la solución de las urgencias vitales.
Podríamos seguir tejiendo un decálogo de razones por las cuales la desigualdad social significa “un palo en la rueda”, como dicen en Argentina, de los procesos democráticos. Pero cierro estas reflexiones revisitando las palabras que escuché de Adolfo Pérez Esquivel –otro Premio Nobel, pero de la paz– el pasado 22 de septiembre, en el acto de inauguración del 4° Encuentro de la Red Nacional de Líderes Migrantes de la Argentina. En la Aula Magna de la Universidad Nacional de Lanús, en el conurbano bonaerense, Pérez-Esquivel sentenciaba algo que ha retomado su vigencia en el Cono-Sur Americano en el contexto actual: “La democracia no es posible sin justicia social”.