Trabajo agrícola y una modernización incompleta
Si comenzamos por su determinación más general, el trabajo agrícola hoy en día se caracteriza por la precariedad y temporalidad. Según la encuesta CASEN del año 2013 el 25% de los trabajadores asalariados del sector agrícola gana menos del sueldo mínimo (en 2013, $193.000), y casi un 40% lo hace entre el mínimo y la media salarial del sector (poco más de $235.000). Asimismo, el panorama en los sectores de trabajadores agrícolas por cuenta propia –algo así como el campesinado o pequeños productores agrícolas– nos muestra que un 55% gana menos del mínimo y otro 15% entre el mínimo y la media. La relación en cantidad entre estas dos categorías de trabajadores, al año 2013, es de aproximadamente un cuentapropista por cada dos asalariados agrícolas temporeros.
Con estas cifras podemos dimensionar la magnitud, a grandes líneas, de la situación de los trabajadores del campo. Sin embargo, permanece oculta la estrecha relación que existe entre esas dos categorías. Un trabajador se define como obrero o cuentapropista según su actividad principal, pero no es extraño que se desempeñe en las dos como estrategia para complementar sus ingresos. Al mismo tiempo, también se puede dar el caso en que los integrantes del núcleo familiar se desempeñen laboralmente en alguna de ellas, o en las dos.
En momentos en que la temporada agrícola 2015-2016 comienza a tomar fuerza creemos necesario reflexionar en torno a los aspectos de cambio y continuidad entre las distintas formas y combinaciones de inserción laboral en los sectores populares de la sociedad rural, primero desde una perspectiva analítica para luego observar las perspectivas políticas a las cuales este análisis conlleva. El proceso de modernización de la actividad agrícola, que con tanto énfasis se enarbola como ejemplo de las políticas económicas, esconde una contradicción entre sus desarrollos productivos y el sistema laboral en el que se sustenta.
Trabajo agrícola en el tiempo.
Desde sus comienzos la agricultura ha sido una actividad cíclica, en cuanto ha debido lograr una sincronía con las condiciones naturales óptimas para su desarrollo. A través del avance de la técnica y tecnología se ha pretendido controlar, a través de inputs energéticos, lo más posible esa dependencia del ambiente. Esto se aprecia si comparamos los insumos utilizados en los antiguos sistemas de producción agrícola de mediados del siglo XX con los actuales. En los primeros, se daba una actividad de base orgánica, donde había muy pocos insumos, y éstos eran principalmente desechos de animales y de las mismas cosechas. En los sistemas productivos desarrollados en la actualidad, en cambio, los inputs provienen de las sucesivas etapas de la denominada “Revolución Verde”, utilizando derivados del petróleo para un mejor desempeño productivo.
Como resulta evidente, esta diferencia opera no sólo en los aspectos productivos sino que también en las relaciones laborales que desde allí se desprenden. Hace unos cincuenta años, dentro del trabajo agrícola existían, en líneas generales, varios tipos de trabajadores: el inquilino, quien tenía una relación directa con la hacienda o fundo en el que trabajaba, la cual consistía principalmente en el intercambio de trabajo por un salario y un espacio donde habitar; los afuerinos, quienes vendían su trabajo a cambio de un salario; los obligados, quienes dependían de los inquilinos y su trabajo era remunerado por este último; y los medieros, que podían ser cualquiera de estos últimos, y que establecían una suerte de contrato con el hacendado o administrador con la finalidad de hacer productiva zonas que ni el hacendado ni el campesino lograban explotar por sí mismo.
Esta estructura productiva es la que se pretendió cambiar tras la implantación de la Reforma Agraria. Luego de una larga trayectoria que involucra tres leyes de Reforma Agraria y un proceso posterior de desmantelamiento, nos encontramos con un panorama en el que las rearticulaciones productivas y sociales avanzaron en distintas velocidades. Por una parte, se esgrime un modelo productivo que ha venido tecnificando el campo a una velocidad inusitada, integrando nuevos cultivos, aumentando la productividad y la presencia en los mercados extranjeros.
En lo relacionado a los y las trabajadoras, en cambio, se sigue actuando bajo condiciones no tan “modernas”. Uno de los fundamentos de la modernización laboral ha sido la extendida presencia del salario, es decir, que ya no se trata de una relación de dominación y atraso como el inquilinaje, sino que se estaría estableciendo una más moderna: el pago en dinero por una faena determinada. No obstante, ese salario no resulta suficiente y en consecuencia tampoco se ha convertido en la única relación entre trabajador y empresa.
Según un estudio del CIPSTRA desarrollado en la región del Maule y próximo a publicarse, la precariedad laboral es mucho mayor de lo que se cree, y no sólo en sus condiciones objetivas típicas (como la presencia de contrato de trabajo, su modalidad, el pago de previsión, ente otros indicadores), sino que sobretodo en condiciones no tan fáciles de medir, como los riesgos en la ejecución de labores, la dificultad de traslado hacia el lugar de trabajo, la temporalidad del trabajo, entre otros.
En torno a la precariedad y la (necesidad de) organización de los trabajadores.
El trabajo en el campo en la actualidad ya no tiene las figuras del campesino de antaño. En un fundo de Melipilla hacia 1965 un peón obligado, quizás el trabajador de menor rango dentro de la estructura laboral, el que debía ser aportado por el inquilino a las faenas del fundo, recibía como parte de su pago el acceso a la casa del fundo, el uso del cerco, un cuarto de hectárea para sus cultivos, talaje para dos animales, tres quintales de harina, ciento cincuenta kilos de porotos, leña y un salario de 1,22 escudos diarios (de los cuales se descontaban 0,12 para previsión social. Hoy en día, por su parte, el salario obtenido se fija de acuerdo a la faena, y éste puede ser al día, como continuidad del peón obligado, o “a trato”, es decir, según cuanto se alcance a trabajar en el día.
No se trata en este ejercicio de realizar una evaluación en cuanto a cuál de los dos sistemas es más conveniente para el trabajador, sino que el de mostrar que a pesar de los cambios en los sistemas de adscripción laboral, de pago y de los términos en que se establece la dependencia del “empleador” (para no usar palabras como “patrón”, menos modernas, pero más adecuadas al lenguaje y a la realidad del campo chileno actual), las aparentemente moderas relaciones laborales siguen siendo bastante densas dentro de cada empresa o unidad productiva. El sistema de subcontratación, por ejemplo, ha funcionado precisamente como continuidad del peón obligado, estableciendo pequeños grupos de trabajadores que responden a un “jefe” que no necesariamente es quien será el que dirija su desempeño en el campo, lo que a su vez, genera que ante cualquier reclamo o situación adversa para el trabajador el trato sea de manera individual, entre trabajador y contratista o “jefe” del fundo correspondiente.
La propuesta de modernización del campo, si eso es lo que se quiere realmente, no puede sólo sostenerse en una relación salarial, primero, porque es una transformación incompleta al no haber una cobertura real de ese salario a los requerimientos de reproducción del trabajador y trabajadora. Y segundo, porque es un proceso de proletarización que no contempla los demás aspectos de dicha transformación.
La actividad agrícola actual tiene otras repercusiones que deben ser incluidas en esa modernización productiva, que afectan al trabajador de manera directa (accidentes laborales, exposición a agroquímicos, transportes deficientes). De este modo, esta proletarización no se transforma en una consecuencia directa del conjunto del proceso modernizador, sino que como una excepción a la necesidad de un trabajo precario e incompleto.
El problema, por lo tanto, es cómo establecer una organización de trabajadores y trabajadoras que permita plantearse como un interlocutor entre trabajador y empleador. Tradicionalmente este rol lo han jugado los sindicatos, pero la inestabilidad laboral y la falta de arraigo en este tipo de trabajos han dificultado el surgimiento de estas organizaciones. En cambio, se han levantado interesantes proyectos de organizaciones más transversales como ANAMURI o CONAPROCH, que vinculan a los trabajadores y trabajadoras asalariadas con los campesinos-cuentapropistas. Parece ser esta problemática la que compone el núcleo del avance en la organización de los trabajadores y trabajadoras del campo.