Educación ecosocial: cómo educar frente a la crisis ecológica

Educación ecosocial: cómo educar frente a la crisis ecológica

Por: Adolfo Estrella | 27.07.2021
Propugnamos una educación ecosocial que no sea un simple complemento del currículo actual, sino el núcleo central de nuevas enseñanzas y aprendizajes colectivos que tengan como eje la reconstrucción del vínculo entre sociedad y naturaleza. No se trata de un barniz ecológico o medioambiental a lo de siempre sino de problematizar ese vínculo y sus consecuencias: mostrar los daños antrópicos e imaginar formas de reconciliarse con la biosfera desde una perspectiva ecosistémica y ecocomunitaria.

Los árboles de la contingencia política y de otros espectáculos mediáticos no dejan ver el bosque del desastre ecológico. La conversación y las propuestas de todos actores políticos absorbidos en sus preocupaciones electorales continúan sin distinguir entre lo importante y lo urgente. Siguen aludiendo a lo medioambiental como un “tema” dentro de otros: un añadido políticamente correcto a unos programas que buscan dejar contentos a muchos. Todos siguen aferrados al fetiche del crecimiento, más o menos teñido de verde. “Nuestras sociedades han unido su destino a una organización basada en la acumulación ilimitada. Este sistema está condenado al crecimiento: cuando el crecimiento disminuye o se para, hay crisis o incluso pánico. Esta necesidad hace del crecimiento un círculo vicioso”, dice Paolo Cacciari.

No tenemos buenas noticias ni tenemos tiempo, ni histórico ni biológico, para esperar tomar las medidas necesarias para hacer frente al colapso que se avecina. “Seguir con la dinámica de crecimiento actual nos enfrenta a la perspectiva de desaparición de la civilización tal como la conocemos, no en millones de años ni tan sólo en milenios, sino desde ahora hasta el fin de este siglo: cuando nuestros hijos tengan 60 años, si todavía existe el mundo será muy diferente”, comenta Peter Branett, del Centro de Investigación para la Antártica. La dureza del diagnóstico debería llevarnos a extremar la reflexión y la acción.

Nuestra opinión, y la de muchos otros, se basa en información científica proveniente de fuentes disponibles para cualquiera que tenga interés en indagar sobre la desastrosa situación medioambiental. Porque, si le creemos a la ciencia cuando descubre la estructura del átomo o cuando diseña medicamentos contra el cáncer o cuando elabora algoritmos que sostienen una tecnología para enviar naves a Marte, por ejemplo, ¿por qué no le creemos cuando nos dice que nuestra actual huella ecológica es insostenible y que nos harían falta varios planetas si se quisiera generalizar al mundo el consumo de los países ricos y el de las clases más pudientes de los países pobres o que la acidificación causada por la emisión de dióxido de carbono es letal para la vida en los océanos o que el derretimiento de los glaciares junto con las sequías nos conducirá, en breve plazo, a batallas caníbales por el agua? No obstante, la ciencia nos provee de la información y las evidencias que describen y explican el colapso, pero las decisiones son sociopolíticas.

En el año 2017 se publicaba en español el resultado de la colaboración entre The World Watch Institute (EEUU) y FUHEM (España), en un libro que tenía el mismo título que esta columna y comenzaba con el siguiente epígrafe: “Este libro está dedicado a todos los profesores del mundo: a los que conectan a los alumnos con los ciclos vivos y palpitantes de la Tierra, a quienes imparten formación en carácter; en habilidades para la vida y en la capacidad de pensar crítica y creativamente sobre el futuro; y sobre todo a quienes enseñan a sus alumnos a ser líderes audaces que defenderán y sanarán la Tierra en los tumultuosos siglos venideros”. Compartimos este pensamiento salvo que somos más pesimistas acerca de las posibilidades, ya sea como especie o como civilización, de tener “siglos venideros”.

En la introducción al libro comentado, se agregaba que “puede que la función más importante de la educación sea facilitar la supervivencia, tanto para el individuo que aprende como para el grupo social y la especie a la que pertenece”. Compartimos también esta idea de relacionar la educación con la supervivencia. “Supervivencia” puede parecer extraño o excesivo en estos tiempos de consumo abundante, donde la satisfacción de las necesidades básicas parece estar resuelta, por lo menos para una parte no mayoritaria pero no menor de la humanidad. Desgraciadamente la crisis ecológica ya desatada nos plantea el duro enfrentamiento con una realidad de escasez y penurias generalizadas que, para algunas opiniones informadas y serias, se producirá incluso si en este mismo momento se detuvieran los factores sociales implicados.

La crisis ecológica, expresada fundamentalmente como: a) caos climático; b) contaminación; c) agotamiento de recursos fósiles; y d) pérdida de biodiversidad, nos enfrenta, sin anestesia, con la evidencia de que hemos topado con los límites de la biosfera, hecho tantas veces señalado por científicos e instituciones de todo tipo desde hace décadas. No nos han faltado las advertencias, cada vez más imperativas, de que hemos traspasado fronteras que nunca deberían haberse traspasado. “La lista de las catástrofes ecológicas presentes y anunciadas ya está hecha. La conocemos bien, pero no la asumimos. No podemos imaginar la magnitud del choque hasta que no se haya producido. Sabemos también lo que hay que hacer, es decir, cambiar de orientación, pero no hacemos prácticamente nada más. Miramos para otro lado, mientras la casa se termina de quemar”, dice Serge Latouche.

La noción de límite es incómoda para un sistema político y económico cuyo sustento ideológico, el “desarrollo”, significa, burdamente, expansión ilimitada a través de la “destrucción creativa”. Interpretar desarrollo como aumento de la producción y el consumo y sustentarlo en la extracción y quema de combustibles fósiles ha llevado a un desequilibrio trágico entre sociedad y naturaleza con consecuencias impredecibles no sólo para la especie y la civilización humana sino para el conjunto de los habitantes de la biosfera. Por lo tanto, “nuestra civilización tiene un importante problema: cree que progresa mientras se destruye a sí misma”.

La distancia entre los llamados catastrofistas y los llamados moderados frente a las posibilidades de un colapso ecológico y civilizatorio ha disminuido en los últimos tiempos. Una institución de la ONU tan comedida como el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), después de poner paños fríos durante años a los datos de sus informes y apostado por la buena voluntad de gobiernos y empresas para poner en marcha medidas de mitigación, ha “filtrado” algunas partes de su informe de síntesis que debería ser publicado el próximo año. Aquí dice: “Incluso con 1,5º C de aumento de la temperatura media del planeta, las condiciones de vida cambiarán más allá de la capacidad de algunos organismos para adaptarse”. Y la realidad es aún más dramática dado que las previsiones más realistas nos advierten que se superará con creces ese 1,5º C. Los datos en al caso chileno son también alarmantes. En 2016 el Ministro de Agricultura señalaba que el 80% del territorio del país tenía síntomas de degradación del suelo, el 22% con síntomas de desertificación y un 72% estaba sufriendo algún tipo de efectos por la sequía.

Frente a esta realidad sólo cabe un pesimismo lúcido, éticamente comprometido con la vida como fenómeno total, más allá incluso de la vida humana. Un pesimismo lúcido que apuesta por las posibilidades, dentro de las bajas probabilidades, de salir del atolladero ecológico al que nos ha llevado un tipo de sociedad que tiene una nefasta relación de intercambio con la naturaleza.  Es una mirada que sabe que de lo que se trata es de reconstruir la socialidad humana y pasar, con toda la urgencia que exige la situación, desde una sociedad insostenible a otra que haga las paces con la naturaleza y con ella misma. Es decir, que rechace el productivismo y el consumismo y sea capaz de valorar la austeridad, la frugalidad, lo local, lo comunitario y, sobre todo, que establezca relaciones de respeto con todas las formas de existencia.

La educación, en estos tiempos exigentes, puede tener un papel importante para favorecer las condiciones subjetivas, actitudinales, emocionales y cognitivas para reconstrucción ecológica, pero también debería entregar destrezas prácticas para enfrentar la supervivencia colectiva. “La escuela tiene que enseñar a vivir y ser una forma de resistencia a los valores falsos de una sociedad consumista y alienada. La escuela debe formar «herejes» (que literalmente significa «aquel que elige»), es decir, mujeres y hombres libres”, dice Nuccio Ordine. Esta herejía resistente se expresa ahora bajo la forma de un nuevo “utilitarismo” para la educación en general y la escuela en particular: el utilitarismo de la supervivencia.

Esto quiere decir que es importante conocer los componentes del ciclo del agua y del carbono, pero también aprender a cultivar un huerto doméstico o comunitario; tan valioso es saber acerca de los procesos entrópicos en la naturaleza como aprender a construir con barro y paja; tan urgente es conocer y alarmarse por la desaparición de la gran barrera de coral como aprender a cocinar con ingredientes locales; tan importante es la soberanía alimentaria como la soberanía culinaria. Los “siglos venideros” se juegan en los conocimientos y en las prácticas, distribuidos y comunitarios, en lo local y en lo global, aquí y ahora.

Propugnamos una educación ecosocial que no sea un simple complemento del currículo actual, sino el núcleo central de nuevas enseñanzas y aprendizajes colectivos que tengan como eje la reconstrucción del vínculo entre sociedad y naturaleza. No se trata de un barniz ecológico o medioambiental a lo de siempre sino de problematizar ese vínculo y sus consecuencias: mostrar los daños antrópicos e imaginar formas de reconciliarse con la biosfera desde una perspectiva ecosistémica y ecocomunitaria. Más que nunca la escuela, sea cual sea la forma que adopte, debe ser una “escuela para la vida” tal como han propuesto tantos reformadores pedagógicos a lo largo de los siglos. No obstante, esta exigencia de una escuela ensamblada con la vida adquiere ahora una urgencia y un dramatismo inéditos: se trata de una vida dañada, en muchos lugares agonizante o definitivamente muerta.

Hacen falta nuevos currículos, oficiales y no oficiales, plurales, abiertos y adaptados a las exigencias de supervivencia de cada lugar. Las habilidades comunitarias, la imaginación y la innovación social, las formas de organización alternativas, los saberes ancestrales, las tecnologías limpias y descentralizadas, los saberes sistémicos y ecológicos, la reivindicación de todas las diversidades y de todas las igualdades etc. deben ser puestos a disposición de esta reconstrucción ecológica donde escuela ecosocial debería tener un rol protagónico. “Necesitamos innovación tecnológica, pero en mucha mayor medida innovación social: creatividad y participación social”, dice Jorge Riechmann. Y agrega: “Necesitamos herramientas para comprender la realidad y herramientas para transformarla”. La escuela ecosocial, organizada de otra manera, horizontal y participativa, con voluntad y capacidad de generar comunes de conocimiento, debe tener una capacidad pre-figurativa: imaginar escenarios de escasez y conflicto y diseñar contenidos de acuerdo a las trayectorias de resiliencia y adaptación posibles para las comunidades en las que esté inserta.

Quizás imaginar la alta probabilidad del desastre es la condición para restarle probabilidades de ocurrencia. “Frente a ello, aquí y ahora: ¿depresión o rebelión?, ¿melancolía o grito? Quizás haya que partir del derrumbe y del miedo que es “aquello que sentimos cuando nos acercamos a la verdad”, dice la budista Pema Chödrön.