Ahed Tamimi y el feminismo orientalista
“No debemos creer tampoco que el triunfo consiste en alcanzar tranquilamente un fin. Nuestros fines no son jamás sino nuevos puntos de partida. Cuando hemos conducido a otro hasta ese fin, es recién cuando todo comienza”, Simone De Beauvoir.
Su rostro se distribuye por las redes sociales a veces como un afiche que demanda su liberación, otras como una foto o un video en el que se la ve saludando con una sonrisa perturbadora para sus carcelarios, mostrando en un sólo instante la asimetría de poder entre la potencia ocupante y un pueblo oprimido. Ahed Tamimi, la niña de 17 años que Israel encarceló por abofetear a un soldado que la atacaba en su propia casa, y que espera una posible sentencia de diez años en prisión, ha creado con la reproductibilidad digital, una ola de solidaridad en todo el mundo.
Que Ahed sea una niña no es una casualidad. Al 31 de enero de 2018 ya van 4 niños palestinos asesinados por las fuerza de ocupación sionista. Más de 300 niños y niñas se encuentran encarcelados por Israel siendo sometidos a diversas formas de tortura y vejámenes . Ahed es una de ellos, cuyo caso ha llamado más la atención por la valentía con la que se enfrentó, en varias ocasiones, a los soldados israelíes, pero también por una perturbadora apariencia que no concuerda con los estereotipos fenotípicos que la prensa hace de los palestinos. En un artículo de prensa israelí Avshalom Halutz se refiere a la compleja imagen de Tamimi planteando que “por un lado, el cabello rubio de Tamimi nos obligó a verla como un ser humano real, y no como otro oscuro, invisible o demoníaco palestino cuyo abuso y trato cruel se daría por sentado. Nos obligó a confrontar nuestras peores y más profundas percepciones sobre nuestra propia identidad como judíos israelíes y la de "el otro". Por otra parte, se puso de manifiesto una vez más la forma en que vemos a las mujeres en general, que requiere que sean vistas como figuras eróticas o santas, pero nunca como personas reales que tienen sus propias voces” .
Ahora bien, los niños palestinos son evidentemente las víctimas más sufridas de la ocupación, pero también en ellos se ha encarnado más de una vez el símbolo de la resistencia. La Intifada de 1987, el levantamiento popular más importante que han llevado a cabo los palestinos contra la ocupación, no es comprensible sin la enorme concurrencia de niños y niñas palestinos enfrentados a tanques. Ellos también fueron encarcelados y condenados injustamente por un Estado étno-religioso que asume ser la única democracia en Oriente Medio mientras mantiene a más de cinco millones de personas bien bajo un régimen militar (sin derechos civiles ni políticos) o bien bloqueando los bienes básicos, como ocurre en Gaza.
La potencia del símbolo Ahed Tamimi es representar en un solo cuerpo la cicatriz y la resistencia de todo un pueblo. Eso resulta evidente, pero ¿qué es un cuerpo? O tal vez mejor, ¿qué es este cuerpo que pareciera ser también otros cuerpos? ¿Qué cuerpos? ¿los cuerpos palestinos? ¿los cuerpos de los oprimidos? ¿Qué oprimidos? Partamos por esta última pregunta, porque así como ser niña encarcelada en la Palestina ocupada no es una coincidencia de la noticia, tampoco lo es el ser mujer, y pareciera que ser mujer y palestina es desde ya una condición de doble opresión. Sin embargo, se ha destacado en los medios la ausencia de una solidaridad feminista, o por lo menos de una parte del feminismo (que llamaremos aquí feminismo orientalista), con Ahed.
Shenila Khoja-Moolji ha planteado algunas razones para ello. La primera, es que en nuestro tiempo se ha tendido a legitimar la violencia ejercida por los Estados frente a determinados grupos de población. Nos hemos acostumbrado demasiado a la securitización impuesta tras el orden mundial post 2001 como para apoyar decididamente una lucha que pareciera poner en cuestión la existencia misma de un Estado. Esto resulta interesante, pues en tal caso, la figura mediática que es Ahed no se incorpora dentro del registro feminista por su pertenencia a un grupo étnico o a una causa nacional, de modo que el carácter subversivo del pueblo palestino es el elemento que la atrapa frente a una sensibilidad feminista occidental.
Como contraparte, el paradigma con el que Palestina es abordada por las organizaciones internacionales, cuando existe simpatía hacia su desgracia, es el del humanitarismo, que identifica al oprimido no con una resistencia, sino con la imagen del que padece de forma débil. Este es el espacio de intervención preferido de organizaciones que con la bandera del feminismo «universal» esencializan a las mujeres oprimidas etiquetándolas como sumisas frente al poder patriarcal o buenos sujetos de créditos, porque el problema final es la pobreza y la falta de empoderamiento económico. Pero Ahed tampoco calza con este enfoque. Queda fuera de los márgenes de representación precisamente porque encarna a una mujer-oprimida que se ha decidido resistir. Ha decidido hacer de su cuerpo una fuerza contra la injusticia que el feminismo orientalista no logra comprender. Su feminismo, dice Khoja-Moolji, “amenaza con revelar la cara fea del colonialismo, y por tanto es marcado como «peligroso»”.
El feminismo de Ahed parece ser, al menos conflictivo, porque al entrecruzarse con el problema de los oprimidos de un modo más general, pone en el centro el problema del cuerpo como lugar de inscripción de la violencia dentro del cuál el feminismo hila su hebra. “En su dimensión histórica –dice Cecilia Sánchez- el cuerpo es portador de signos que la violencia y los deseos colectivos imprimen en él. Signos que se dan a leer como cicatrices que perduran como restos después de un conflicto” [1]. Las marcas inscritas en la carne no son individuales, no tienen propietario, sino que se traspasan de una generación a otra a través del lenguaje. Nacer mujer es cargar con una historia de opresión, pero también el nacer en Palestina y vivir en medio de la violencia de Estado. Lo que Ahed hace es, en este sentido, generar “zonas de piel resistentes” [2] que recibiendo la marca del poder, abren al cuerpo una nueva posibilidad en la que el lenguaje de lo particular se disloca y deja lugar a lo común.
La complejidad que introduce Ahed puede compararse a la de Leila Khaled, militante del Frente Popular para la Liberación de Palestina que en los años 70’s asumió la lucha armada contra Israel. También ella lideró un feminismo de carácter problemático, pues no encajaba en el extremo identitario en el que el orientalismo ha colocado a las mujeres árabes, siempre como mujer sometida a relaciones familiares violentas y cuyo mayor liberación es dejar de usar el hijab. No. el rol de Khaled fue luchar contra una limpieza étnica contra su pueblo, por cierto a través del uso de la violencia, convirtiéndose en un ícono de la resistencia palestina y del feminismo árabe.
La imposibilidad de los sectores del feminismo orientalista, que ha devenido en hegemónico, de comprender el feminismo de Khaled, tiene que ver con el encierro del propio feminismo en demandas históricamente situadas, en contextos que no son los de los pueblos oprimidos, sino el de democracias liberales que solo imaginan la libertad y la igualdad bajo parámetros intocables como el mercado y la asignación de recursos. Con la homologación de las luchas del feminismo liberal hacia todo el mundo bajo una idea de hermandad global, “afirmando que las mujeres de todo el mundo comparten una experiencia común en su opresión bajo el patriarcado –dice Richter-Devroe-, estos relatos universalizadores descuidan otras estructuras opresivas de poder que definen las identidades sociales e individuales de género, tales como clase, raza, etnia, etc” [3].
Lisa Tilley va aún más lejos, planteando que “Como mujeres blancas, estamos implicadas en una larga y vergonzosa historia de justificación del daño (y de hecho infligir daño) a los cuerpos racializados. Nuestro rol en el mantenimiento de la esclavitud y el colonialismo es claro; hemos poseído plantaciones y nos hemos enriquecido con los beneficios de la mano de obra esclavizada; hemos instado a las mujeres del Sur global a salir de los hijabs y entrar en las cocinas domésticas; y en el presente, nuestra orientación hacia las mujeres de color permanece ligera o fuertemente inflexionada con una preocupación por intervenir en sus hábitos de fe y cuerpo, negando sus luchas, intelecto y sufrimiento” .
El problema con la identificación de los oprimidos es que sus categorías están definidas de antemano por la asimetría del poder que tiende a construir fórmulas basadas en un sujeto unitario que – dice Judith Butler- “ya sabe quien es, el que entra en la conversación de la misma forma que sale de ella; aquel que, cuando se encuentra con el otro, no arriesga sus propias certezas epistemológicas; así pues se queda en su lugar, guarda su lugar y se convierte en un emblema de la propiedad y del territorio e, irónicamente, rehúsa la autotransformación en nombre del sujeto” [10]. Esto significa que toda fórmula que conciba un sujeto unitario corre el riesgo (o mejor dicho ya ha asumido su destino) de impedir cualquier otra que vea como una amenaza. En este sentido, la propia Ahed Tamimi merece ser leída: “No quiero ser percibida como una víctima, y no le daré a sus acciones [de Israel] el poder de definir quién soy y lo que seré. Elijo decidir por mí misma cómo me verás. No queremos que nos apoyes por las lágrimas fotogénicas, sino porque elegimos la lucha y nuestra lucha es justa. Sólo así podremos dejar de llorar un día” .
La resistencia de Tamimi pone en cuestión cualquier idea de un sujeto unitario, pero ¿«Qué» es, entonces, Ahed Tamimi? ¿Una niña por la que debemos sentir compasión? Ella al menos dice que no. ¿Una mujer luchando por sus derechos? Por cierto, pero algo más. ¿Una activista contra la ocupación? Mejor. Pero sobre todo, Tamimi es un cuerpo en resistencia. Un cuerpo al que las marcas históricas le han servido de condición de posibilidad de su resistencia. Su identidad no es fija, no es unitaria, sino el recorrido de la cicatriz índice de la catástrofe de nuestro tiempo. Su no definición, su renuncia a ser tratada como víctima es un rechazo a la espectacularización, a la falsa sensibilidad del humanitarismo y a la incapacidad del feminismo blanco de ver en ella el feminismo definiendo sus propias posibildiades, abriendo sus campos de sentido.
En este sentido, es importante decir de qué cuerpos se habla cuando decimos Ahed Tamimi. Qué cuerpos ella carga con la historia del suyo propio. Son los cuerpos de los palestinos violentados por más de setenta años de represión y masacres. Son los cuerpos de las mujeres del tercer mundo y de las oprimidas en cualquier sociedad. Son los cuerpos de hombres y mujeres que llevan las marcas de la injusticia social por el color de su piel o la religión. Al igual que Palestina, Tamimi representa la destrucción de las categorías con las que el poder ha construido la asimetría del mundo contemporáneo. Porque Palestina tampoco es sólo Palestina. Es un paradigma que ilumina, que permite ver y leer, otras injusticias. Es en este sentido profundo en que podemos decir que el cuerpo en resistencia de Ahed Tamimi es Palestina.
NOTAS
[1] Sánchez, Cecilia, Escenas del cuerpo escindido. Ensayos cruzados de filosofía, literatura y arte, Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2005, p. 83.
[2] Ibíd., p. 93.
[3] Richter-Devroe, Sophie, “Gender, Culture, and Conflict Resolution in Palestine”, Journal of Middle East Women's Studies, Vol. 4, No. 2 (Spring 2008), pp. 30-59, p. 35.
[4] Butler, J. Deshacer el género, trad. Soley-Beltrán, P., Paidós, Barcelona, 2006, p. 322.