Vida Activa para una izquierda anti-capitalista
Las lecciones de 1979 ofrecidas por Michel Foucault en el Collège de France tituladas El Nacimiento de la biopolítica nos plantean una pregunta crucial ¿cómo podrían las izquierdas estar a la altura del neoliberalismo? “Estar a la altura” admite dos lecturas. La primera es aquella que consiste en la simple adaptación de las clásicas categorías de la izquierda (revolución, Estado, partido, vanguardia, socialismo) al nuevo “régimen de veridicción” neoliberal, como aquel proceso denominado como “renovación” en el que la revolución se cambió por transición, Estado por mercado, partido por lobby, vanguardia por emprendimiento y socialismo por democracia equivalencial. La segunda es aquella que, en virtud de las transformaciones históricas acontecidas, se apresta a pensar más radicalmente a las izquierdas no para “renovarse” y convertirse en transitología, sino para articular nuevas categorías, estrategias, organizaciones e insistir en una crítica radical al capitalismo global.
Esto es lo que ha venido ocurriendo con las conocidas revueltas que han estallado, en las diversas formas de protesta a nivel global respecto de cuyos movimientos Chile no ha estado ajeno, y donde el mentado “movimiento estudiantil” que impugnó el dispositivo capitalista de la deuda en educación, los movimientos feministas que han puesto en cuestión las violencias masculinas inmanentes a toda la lógica del capital, así como también el de trabajadores por No Más AFP que exigen un sistema de reparto yendo contrapelo de la forma de capitalización individual impuesta desde la dictadura, han sido los más visibles.
La discusión que he ido sosteniendo en este medio tiene que ver con esa segunda lectura, y se arraiga en la experiencia histórico-política de estas protestas. Mis escritos no pueden escindirse de la imaginación política abierta por dichas experiencias. La discusión se generó a propósito de la posición kast-izarespecto del aborto y la calificación que había hecho Carlos Peña de Felipe Kast como un liberal “descafeinado”. Mi argumento fue que Kast no era descafeinado, sino un liberal como tal. La historia del liberalismo no ha sido sólo la de la emancipación contra la monarquía, sino también aquella que ha identificado ética y jurídicamente la vida con la propiedad privada, y es precisamente ese rasgo el que le habría hecho cómplice de la explotación capitalista y de la esclavitud.
Mi apuesta tuvo el objetivo de des-estetizar el argumento de Peña que nos pintaba un liberalismo demasiado “ideal” y en mi segunda columna (El Frente Amplio y su cuestión judía) expliqué más profundamente su límite, apelando a Marx y la coyuntura que nos plantea el Frente Amplio hoy. A partir de aquí, aparecieron dos respuestas interesantes que, en conjunto, pretenden revitalizar al liberalismo y enfatizar su dimensión “progresista”.
La primera, de Claudio Santander, subraya que las prácticas por las que han tenido lugar procesos de emancipación y que han abrazado principios liberales, no pueden reducirse a lo histórico como supuestamente pretendería haberlo hacerlo yo. Nunca pretendí hacer aquello, tal como argumenté en mi columna El Frente amplio y su cuestión judía publicada por El Desconcierto. Mi crítica fue mostrar cómo el cuadro que pintaba Peña era una “robinsonada” más de la narrativa que el liberalismo siempre se ha contado a sí mismo (Marx, en este sentido, acusa recibo de todas las “robinsonadas” liberales de su tiempo).
En este sentido, mi operación pretendía des-estetizar, complicar un poco más, exigir ciertos análisis más realistas de una trama filosófica de suma importancia para la modernidad y que, en mi perspectiva, remite a una “gramática biopolítica”, para decirlo en el léxico ofrecido por el filósofo Gonzalo Díaz Letelier en su columna Liberalismo, capitalismo, humanismo publicada hace unos días por este mismo medio. Que el liberalismo tenga una “gramática biopolítica” en la que la vida quede capturada por la forma de la propiedad privada no significa que no tenga prácticas emancipatorias. Al contrario: mi des-estetización no pretendía decir “el liberalismo no es progresista”, sino precisamente algo mucho más leve y decisivo: que su progresismo llevaría consigo su propia antinomia, en la forma de una posibilidad –no una “necesidad”– que actualizaría una cierta “gramática biopolítica” que identifica la vida a la propiedad privada. En ello se sostenía mi afirmación, según la cual los liberales han podido desbancar al rey al mismo tiempo que impedían la revolución de Haití. Es por eso que Santander exime su lectura del liberalismo de esta gramática argumentando normativamente que él no defiende a un “libertarianismo” sino a un “liberalismo político”. Creo que hay un posicionamiento interesante de su parte respecto de este asunto. Su posición asume una dimensión “normativa” que defiende a un liberalismo político que, supuestamente, escaparía de la gramática que denuncio. Y puede ser que tenga toda la razón: en primer lugar, porque mi columna original La Kast-ración del liberalismo publicada aquí, estaba dirigida contra Kast y Peña.
Pero me detengo en lo siguiente: la diferencia que plantea Santander entre libertarianismo y liberalismo ¿no constituirían dos caras de una misma antinomia, justamente la cara “emancipatoria” que hace sistema con la cara “opresora”? En este sentido, la operación de Santander es muy diferente a la mía y creo que respecto de los “métodos” se juegan cuestiones políticas de fondo. Lo que está en cuestión es el lugar de la filosofía y sobre todo el estatuto de la crítica y la historia: en él pervive un intento absolutamente legítimo, por cierto, pero normativo en el sentido de reivindicar un “liberalismo” que él distingue del “libertarianismo”. ¿No podríamos decir lo mismo que Santander denuncia de mi supuesta lectura de Marx, esto es, que su distinción entre un liberalismo de un libertarianismo se pone en juego una nueva estetización? ¿No sería el intento de eximir al “liberalismo” de su contendor “libertario” otro ejercicio de purificación –muy diferente al Schwember, por cierto– para enfrentar la cuestión biopolítica que hemos planteado con Díaz Letelier? ¿No implicaría la distinción normativa entre “liberalismo” versus “libertarianismo” otro modo de estetización?
En cualquier caso, tengo la leve sospecha que un “liberalismo político” presupone ya sea lógica o empíricamente la puesta en juego de “agentes” capaces de interlocutar entre sí, en orden a “ponerse de acuerdo” sobre el valor de la libertad (sea en la sociedad capitalista o incluso en la comunista). ¿No se cuela aquí una cierta norma antropológica sublimada en la medida que no puede prescindir de la presuposición de una comunidad que, en último término, asuma un carácter “transparente para si misma”? En el fondo, ¿no habría que aquí la presuposición última que, al ponerse de acuerdo en torno al valor de la libertad, se presupusiera la existencia de interlocutores cuya validez arraiga en una idea de razón? No estoy señalando que Santander afirme aquello, sólo deduzco la posibilidad de que el mentado “liberalismo político” que él defiende presuponga esa operación. Porque si así fuera, ¿cómo definir a un interlocutor o, mas bien, cómo asumir que el otro resultaría un interlocutor “válido” para consensuar a la libertad política como “valor” en la sociedad?
Pienso que existen tres puntos en los que se sostiene nuestra “polémica” con Santander. En primer lugar, el abismo que supone Santander entre lo ontológico y lo político, entre filosofía e historia; en segundo lugar, que él afirma que yo habría visto una contradicción entre la filosofía liberal y su historia, cuando, en rigor, he sostenido que no hay “contradicción”, sino una suerte de gramática biopolítica que limita su noción de libertad hacia el ámbito de la propiedad; en tercer lugar, propone que se rescate al liberalismo para la izquierda, cuestión de la cual no puedo estar más de acuerdo, en la medida que contribuya a una izquierda de corte anti-capitalista. Si un cierto liberalismo como el que profesa Santander puede colaborar a ello, bienvenido sea (de hecho, en Chile asumir un liberalismo político es ya una posición de izquierdas).
El punto filosófico clave es el primero: el abismo entre ontología y praxis desde el cual Santander me acusa de “ontologizar” lo que en rigor, sería un asunto extremadamente práctico (es lo que plantea en su columna de respuesta sobre Marx y la cuestión judía). Si Santander cree que se ontologiza simplemente por usar el término “ontología”, creo que está equivocado. ¿Qué piensa Santander que es “ontología”, una “idealización” de las prácticas que convierte lo contingente en eterno? Habrá que recordarle que muchas lecturas marxistas en el siglo XX tuvieron una lectura “ontológica” de Marx (sobre todo, aquellas desde Hegel). Pero también habría que recordarle que, en ese contexto, “ontología” expresa una relación material y no una forma abstraída de su historia. La frase “los filósofos han interpretado el mundo, se trata de transformarlo” quizás pueda ser releída no como un apotegma tecnocrático, sino como una fórmula imaginal (donde imaginal no designa una “facultad” psicológica sino una relación al mundo, un médium) que muestra que no sólo no hay ontología en el sentido tradicional de una doctrina de lo ente, sino un conjunto de relaciones materiales, aleatorias, contingentes en las que se juega la imaginación política.
Pero ¿cómo entender la praxis? En mi perspectiva, si bien la noción de praxis fue estructurada bajo la doctrina cristiana, como una operación económica (praxis terminó designando gestión), apuntaría a pensar la praxis liberada de todo paradigma gestional, como la irrupción del “uso”. Un uso que carece de télos histórico y de obra a realizar, un uso que marca el sello de una vida activa. Es en esta escena donde sitúa una crítica histórico-filosófica que, perfectamente, podríamos llamar “genealogía” y que lejos de “sustancializar” una práctica, la desmonta para mostrar su singularidad. La pregunta que convoca a esta crítica ya la planteaba Foucault: ¿Cómo nos hemos constituido en lo que somos? En ese gesto, pienso la des-estetización de la columna de Carlos Peña no para re-estetizar una versión “negativa”, sino para comprender los ensambles internos que jamás hacen de un discurso algo “puro” y mostrar que el discurso liberal lleva consigo esas dos lógicas que aparentemente pueden ser caracterizadas como antinómicas: la emancipación y la violencia, el consenso y la colonialidad. La crítica intenta des-ensamblar un dispositivo, una racionalidad, una forma de ser y pensar. Es claro que en ninguna de las columnas podía profundizar del todo en la crítica (aquí tampoco), sino tan sólo situar puntos críticos de la discusión surgida a propósito del problema del aborto que, sin embargo, tuvieron un efecto clave: abrir la liberalismusfräge. En ese sentido, toda filosofía ha de entenderse como una reflexión radicalmente política. Mi posición no ha sido otra (creo que Santander coincide con esto). Por eso mi interés por cartografiar el presente y des-sustancializar lo que aparece como si fuera eterno, dado o natural. Siguiendo una cierta lectura de Marx, intenté abrir un camino para discutir una narrativa liberal que en Chile ha circulado impunemente y en medio de una coyuntura que compromete directamente al Frente Amplio en el contexto de lo que denominé su propia judenfräge. Narrativa que circula frecuentemente sin discusión como ha sido la costumbre en un país que aniquiló a la crítica primero con sus militares y que hoy lo intenta hacer con su tecnocracia.
La segunda, fue la del profesor Felipe Schwember titulada Losurdo, Karmy y la estetización de la izquierdaquien, en realidad, configura un texto que, podríamos decir, se refuta a sí mismo. Y lo hace porque, a diferencia de Santander, salva al liberalismo no en virtud de sus prácticas, sino en relación a su teoría: con una cita de Tocqueville atribuida a Losurdo, pretende escindir enteramente al liberalismo de su historia y con ello, restituir ideológicamente la “robinsonada” que yo criticaba en la otrora columna de Peña. En efecto, pienso que su lectura de la cita de Losurdo en la que éste último comenta a Tocqueville separando democracia de la esclavitud que se vive en los nacientes EEUU, no implica que Losurdo pretenda identificar democracia con liberalismo –como parece pretender la columna de Schwember. En cualquier caso, el punto clave es que la operación con la que el profesor Schwember plantea su columna establece implícitamente un binomio entre los “vicios intelectuales” de mi columna y la “indulgencia” académica que supuestamente él promovería: (…) los cultores de la filosofía de la sospecha no parecen sospechar de sus propios métodos” –escribe, condensando así el movimiento de toda su operación. Pero justamente: al restituir ideológicamente al liberalismo vía una simple cita de Tocqueville tomada desde Losurdo y tratar mi posición de poco “indulgente”, Schwember exhibe en su propio texto el “vicio intelectual” que yo mismo criticaba del discurso liberal: su afán moralizante que divide al mundo entre buenos y malos, entre civilizados (indulgentes) y bárbaros (vicios intelectuales), cuestión que, por cierto, le permitió constituirse en un discurso imperial durante la expansión de Gran Bretaña y de los EEUU en la actualidad. Peor aún, Schwember usa el término “indulgencia” que tiene una acusada raíz teológica, confirmando así el talante moralizante contra los supuestos “vicios intelectuales” que yo acusaría en mi columna. Por eso Schwember refuta a su propia columna en el instante que pretende refutar la mía. Justamente, en mi columna critiqué la complicidad del liberalismo con la esclavitud lo cual implica jugar en base a la estructuración del binomio entre civilización y barbarie, entre los “indulgentes” que se conocen a sí mismos y los “viciosos” que critican sin saber nada más que lo que le ocurre a otros. Schwember reproduce el dispositivo civilizatorio del liberalismo en su propio texto, por lo cual, demuestra lo que yo mismo criticaba. Ergo, no tengo más que agradecerle al profesor por confirmar mi posición, al intentar moderar mis pasiones por una moral que me invita a la triste pasión de la indulgencia.
Sin embargo, estoy muy agradecido de que tanto Santander como Schwember hayan acusado recibo de mi columna sobre Felipe Kast y ambas den explicaciones de porqué, en el fondo, el liberalismo sería “progresista” y cercano a las izquierdas: una para mostrar que, en virtud de su praxis que se expresaría en una distinción entre liberalismo político y no “libertarianismo”, la izquierda debe rescatar al liberalismo (Claudio Santander), otra para, en virtud de su teoría, mostrar que el liberalismo tendría poco y nada que ver con la esclavitud (Felipe Schwember). Ambos están en contra de mi supuesta reducción del liberalismo a su historia (recalco “su” historia y no “la” historia para marcar su singularidad), pero esgrimiendo estrategias opuestas: el primero apela a la práctica (Santander dice: la práctica emancipatoria del liberalismo no puede ser reducida a su historia), el otro a la teoría (la cita de Tocqueville sobre la democracia, consuma dicha operación). Pero ambos están de acuerdo en su “progresismo”. Y en eso, a pesar de toda la discusión, estamos de acuerdo los tres, pero por razones y consecuencias muy diferentes cuyas especificidades no puedo desarrollar aquí, pero que el lector puede perfectamente deducir de estos párrafos.
A lo largo de las columnas, mi posición ha intentado sostener que, en virtud de la coyuntura que vivimos, no se trataría sólo de “rescatar” un liberalismo para las izquierdas (cuestión en la que estoy de acuerdo) como de “rescatar” a la democracia de los liberalismos. No para “rescatar” una visión más “auténtica” de la misma, sino para pensar el problema de la democracia más allá de su articulación gestionaría o equivalencial (lo que Marx llama “emancipación humana”) o, si se quiere, más allá de su carácter técnico-procedimental. Para las izquierdas que se proyecten como una política comunista, resulta clave afirmar una democracia radical que sea capaz de impugnar la actual división entre lo social y lo político impuesta por el capitalismo neoliberal. El discurso liberal no puede tener el monopolio sobre el término “democracia”, menos aún sobre el término “libertad”, porque si la primera define a una potencia común que es de todos y nadie, a la vez la segunda refiere a una relación de uso y no de propiedad. Diría que en esa noción de democracia y libertad se juega una nueva concepción de la vida activa concebida como absolutamente profana, común y articulada en una sociedad orientada al uso y no a la propiedad privada. Una vida activa se rige por la fórmula de que sólo donde hay uso puede haber libertad, no donde haya propiedad. En esta vía, hemos de pensar nuevamente qué significaba para Marx, entonces, la noción de “emancipación humana”, qué puede significar para nosotros el comunismo en un registro que no se subsuma a las lógicas de un Estado burocrático propias del socialismo clásico, y que, a su vez, desafíe a la democracia equivalencial concebida por la gubernamentalidad liberal, apostando por una sociedad en la que se privilegie el uso común. En este sentido, me parece que en la actualidad, las fuerzas anti-capitalistas son las únicas que pueden construir democracia.