El perdón en la época de la viralización

El perdón en la época de la viralización

Por: Adolfo Vera | 13.06.2017
Una reflexión sobre el video que ha circulado en redes sociales, en donde familiares de criminales de lesa humanidad solicitan a los familiares de las víctimas el "perdón" a los perpetradores.

Hace unos días, la cuestión del perdón posible o imposible volvió a aparecer en la discusión pública chilena como consecuencia de la difusión por las redes sociales de un video en el que algunos familiares de condenados por crímenes de lesa humanidad,  hoy en prisión, hacían un llamado a los familiares de sus víctimas –torturados, desaparecidos, exiliados, ex-presos políticos- para que avanzaran hacia el “perdón” por los crímenes y delitos cometidos, todo ello en aras de –como expresaba su retórica- lograr el “bien superior” de la “reconciliación nacional”. Como se sabe, a fines de diciembre del año pasado, la cuestión del perdón solicitado por los criminales recluidos en Punta Peuco ya había hecho noticia, pues en aquella oportunidad ellos mismos habían organizado un “acto ecuménico” en el que, asumiendo sus “errores”, pedían a la sociedad chilena que se les perdonase (con rebaja de penas incluida). Entretanto, nos hemos enterado que en Argentina algunos hijos y familiares de perpetradores de crímenes de lesa humanidad se han organizado, no con el fin de solicitar el perdón de sus familiares sino de manifestar hasta qué punto ellos también se sienten víctimas, pues en muchos casos (como es de esperar) los criminales ocultaron a sus cercanos el tenor de dichas prácticas de una crueldad inaudita. No se trata, acá, de solicitar el perdón con fines confusos y expresados con una retórica vacía, sino de levantar una voz y hacerla formar parte del espacio del reconocimiento de la violencia inconmensurable cometida. Se trataba de pedir el reconocimiento de otro daño, todavía poco discutido y visibilizado: el de los familiares de los criminales.

Como se ve, el asunto está teñido de retórica, y  no podría ser de otra forma. En primer lugar se trata de la retórica propia al perdón, la que puede ser –como intentaremos  mostrar aquí- utilizada en su sentido profundo, o a partir de un uso malintencionado e impropio, que no atiende (expresamente) a las condiciones mínimas para que un fenómeno de una humanidad tan intensa y tan esencial como el perdón pueda producirse, en propiedad. En segundo lugar, se trata de la retórica inherente a los medios de transmisión de esta particular “solicitud”: no es lo mismo pedir perdón frente a una persona, cuyo rostro puede observarse y su mirada fijarse, o frente a un público constituido de jueces y espectadores en el contexto de un juicio, o –como es el caso del video que comentamos- frente a una cámara, sin siquiera mencionar (o evidenciar de manera alguna en la pantalla) el nombre propio, utilizando con fines publicitarios a tres personas conocidas en el ámbito público de estas discusiones –dos de las cuales, los sacerdotes Benito Baranda y Fernando Montes, señalaron con posterioridad a la difusión del video que habían sido engañados respecto a los fines del mismo- para luego difundir el video aplicando la técnica de la “viralización”, es decir, la difusión sin mayor orden y lógica de la información a que nos han acostumbrado las redes sociales. En ese sentido, el contexto y las condiciones de transmisión de la solicitud del perdón cobran una importancia esencial, y determinan el sentido del mismo.

Y esto último no podría ser de otra manera, pues el perdón forma parte –junto, por ejemplo, a la promesa- de lo que el filósofo anglosajón J.L. Austin definió como “actos de habla”, es decir, enunciados que para cumplir su significado necesitan que se ejerza, respecto a ellos, una determinada performance. Por ejemplo, para que el enunciado “te lo prometo” tenga sentido, es necesario que un acto (lo prometido) se cumpla y entonces sea válido y posea un significado. En un sentido cotidiano, el enunciado  “te perdono” funcionaría de un modo similar: si ningún acto –y aquí lo performático incluirá gestos, actitudes, modos de comportarse- es correlativo a dicho enunciado, por ejemplo que yo vuelva a dirigir la palabra a quien previamente me ha ofendido, o que responda a sus llamados, etc.- el enunciado perdurará vacío, sin un significado concreto, como un “flatus vocis”. Ahora bien, los asuntos humanos son bastante más complejos, pues no sólo refieren a cuestiones lingüísticas o de retórica –finalmente, las expresiones “perdóname” o “te lo prometo” uno las utiliza hasta en las situaciones más banales de la vida cotidiana- sino que incluyen afectos, es decir, este tipo de potencia cargada de libido y pasión (desde la euforia a la tristeza más profunda) por medio de las que los humanos nos relacionamos, construyéndolo cada vez, con el mundo que nos rodea.

En el caso de delitos que el derecho define como crímenes de “lesa humanidad” se trata de una violencia que ha afectado la constitución y regulación afectiva misma, en un nivel estructural, de quienes los han padecido directa (hombres y mujeres, incluso niños, que fueron torturados, violados y maltratados a niveles indescriptibles) o indirectamente (en este punto el nivel más atroz de sufrimiento es el de los familiares de los desaparecidos, a quienes se les ha negado, ni más ni menos, que la posibilidad estructurante de la humanidad más básica, como es el dar sepultura a sus muertos y practicar el rito mortuorio). La literatura conocida con el nombre de “concentracionaria” (Levi, Cayrol, Antelme, Samprún, Wiesel, etc.) ha definido de un modo muy preciso (con la precisión siempre precaria que frente a estas experiencias-límite tendrán las palabras) la situación de aquellos “rescapés” de los campos de concentración: imposibilidad de comunicar, imposibilidad de re-establecer el lazo afectivo y social con los semejantes (lo que también fue descrito en el magnífico libro del psicoanalista Bruno Bettelheim bajo el título de “Fortaleza vacía”), suicidio (el caso de Levi y Bettelheim); igualmente artistas como los argentinos Marcelo Brodsky y Gustavo Germano, el francés Christian Boltanski o el alemán Jochen Gerz, han intentado, por medio de la fotografía, el vídeo, la instalación o la performance, acoger a estos verdaderos espectros que son los desaparecidos, en un gesto que consiste en darles el derecho a la imagen como substituto (siempre inacabado, siempre incapaz de calmar el dolor infinito) del derecho a la tumba que les ha sido negado.

Ante estos crímenes, entonces, no funcionan las condiciones establecidas por la filosofía de los “actos de habla”: ningún acto puede reparar un daño como el que ha sido perpetrado. No habiendo acto atribuible al enunciado “te perdono” en el contexto de una violencia tan extrema, y asumiendo que la filosofía del lenguaje que describió los actos de habla lo hacía pensando en contextos de relativa normalidad de las relaciones sociales (no es otro su límite filosófico), lo que debe plantearse ante todo en este debate es la cuestión de la imposibilidad: imposibilidad del duelo, en primera instancia, pero también imposibilidad de la reparación –pues, por ejemplo, los desaparecidos en su gran mayoría no aparecerán, y las experiencias de una tal violencia no pueden “superarse”, sino, en el mejor de los casos, aprender a vivir con ellas, como se aprende a vivir con los fantasmas-; imposibilidad de la justicia (aquí esta no debe confundirse con el derecho, el que eventualmente esclarecerá los hechos, impondrá las penas, pero eso no significa que haga justicia). No en vano Jacques Derrida, uno de los autores que más profundamente ha tratado estos temas, definió al verdadero perdón –uno que rondaría estas cuestiones- como aquel que se refiere a lo “imperdonable”, y por ende imposible de acuerdo a las posibilidades humanas. Si yo le digo a alguien “te perdono” estoy abriendo al lenguaje a los límites mismos de su posibilidad, y ningún acto podrá reparar el daño, pues ya está hecho e inscrito. “Te perdono”, en el fondo, quiere decir: soy capaz de volver a relacionarme contigo no obstante el daño que me has hecho ya está inscrito, pero puedo vivir con ello. Si esto es así respecto a daños que podríamos definir como “comunes” –aunque ningún daño es, en verdad, “común”- habrá que imaginar cómo esto se intensificará (en su grado de imposiblidad) respecto a la desaparición criminal de un hijo, hermano, esposo, esposa, amigo, etc. Así como lo humano, desde Freud, sólo podemos entenderlo cuando lo enfrentamos a lo inhumano –piénsese en los análisis de Arendt igualmente-, y no una inhumanidad divina e inalcanzable, sino la más propia y cotidiana –este es un territorio donde sólo es posible pensar desde la aporía- tal vez habría que pensar este perdón como imposible, sólo como perdón de lo imperdonable. Lo mismo para la justicia, que Derrida exige no confundir con el derecho.

Por ello el estupor ante la retórica del video que comentamos, que es la de la viralización, no la del planteamiento de un daño –como diría Rancière- en el espacio público. Es evidente que hoy en día este espacio público ha sido poderosamente transformado por la cultura digital, que incluye muy esencialmente a las redes sociales. La viralización, sin embargo, fundada en el anonimato, en lo que hoy se ha dado en llamar como post-verdad, en el engaño y en las motivaciones ocultas, no busca –como falazmente dicen las personas que se expresan en el video- instalar una discusión con “altura de miras”, sino aprovecharse (como cualquier publicidad) de unas condiciones tecnológicas para intentar conseguir un fin concreto, inmediato: que se rebajen las penas, que se libere a los criminales. Mezclar en ese contexto a un asunto como el perdón, que refiere, incluso en los contextos más cotidianos, a un daño inscrito o, en el de la violencia extrema, a uno que pena (como los fantasmas) por su inscripción, significa rebajar nuestra inhumana humanidad a la pura y banal inhumanidad. Y ello es inaceptable.